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Virginie Despentes: Imposible violar a una mujer tan viciosa*

Julio de 1986, tengo diecisiete años. Somos dos chicas en minifalda, yo llevo unos leotardos a rayas y unas zapatillas Converse rojas. Regresamos de Londres donde nos hemos gastado en discos, tintes y diversos accesorios con clavos y tachuelas toda la pasta que habíamos ahorrado, así que no tenemos ni un duro para el viaje de vuelta. Nos las arreglamos para llegar hasta Dover haciendoautostop, nos lleva todo el día, después pedimos dinero al lado de la taquilla para pagar el ferry; cuando llegamos a Calais ya es de noche. Durante la travesía hemos buscado a alguien que nos pueda acercar en coche. Dos italianos bastante guapos y fumadores de porros nos llevan hasta la entrada de París. Nos dejan en plena noche en una gasolinera en algún lugar de la autopista que rodea París. Decidimos esperar a que se haga de día y los conductores se levanten para encontrar un camión que nos lleve directamente hasta Nancy. Vagabundeamos por el parking, por la tienda; no hace frío.

Un coche con tres chavales blancos, típicos barriobajeros de las afueras en esa época, cervezas, porros, hablan de Renaud, el cantante. Como son tres, al principio, no queremos montarnos con ellos. Pero se toman la molestia de hacerse los simpáticos, de bromear y de discutir. Nos convencen de que es estúpido esperar al oeste de París cuando ellos podrían dejarnos en el este, desde donde sería más fácil encontrar a alguien que nos lleve. Y acabamos montándonos en el coche. De las dos, yo soy la que ha corrido más mundo, la más bocazas, la que decide que nos vayamos con ellos. Nada más cerrar las puertas, ya sabemos que hemos hecho una tontería. Peroen lugar de gritar «Nos bajamos» durante los pocos metros que hubiera sido posible, cada una de nosotras se dice que hay que dejar de ser paranoica y de ver violadores por todas partes. Llevamos una hora hablando con ellos, tienen pinta de simples tarados, graciosos, realmente nada agresivos. Esta proximidad quedará entre las cosas imborrables: cuerpos de hombres en un lugar confinado en el que estamos encerradas, con ellos, pero sin ser como ellos. Nunca iguales, nuestros cuerpos de mujer. Nunca seguras, nunca como ellos. Somos el sexo del miedo, de la humillación, el sexo extranjero. Su virilidad, su famosa solidaridad masculina, se construye a partir de esta exclusión de nuestros cuerpos, se teje en esos momentos. Es un pacto que reposa sobre nuestra inferioridad. Sus risas de hombres, entre ellos, la risa de los más fuertes, de los más numerosos.

Mientras ocurre ellos hacen como si no supieran exactamente qué está pasando. Como llevamos minifalda, como tenemos una el pelo verde y la otra naranja, sin duda «follamos como perras», así que la violación que se está cometiendo no es tal cosa. Como en la mayoría de las violaciones, imagino. Imagino que, después, ninguno de esos tres tipos se identifica como violador. Puesto que lo que han hecho es otra cosa. Tres con un fusil contra dos chicas a las que han pegado hasta hacerlas sangrar: no es una violación. La prueba: si verdaderamente hubiéramos querido que no nos violaran, habríamos preferido morir, o habríamos conseguido matarlos. Desde el punto de vista de los agresores, se las arreglan para creer que si ellas sobreviven es que la cosa no les disgustaba tanto. Es la única explicación que he encontrado a esta paradoja: a partir de la publicación de Fóllame me encuentro con mujeres que vienen a contarme: «Me violaron, cuando tenía tantos años, en tales circunstancias». Esta situación se repetía tan a menudo que resultaba molesta, y en un primer momento me preguntaba si mentían. En nuestra cultura, desde la Biblia y la historia de José en Egipto, la palabra de la mujer que acusa al hombre de haberla violado es una palabra que ponemos inmediatamente en duda. He aquí un hecho aglutinador, que conecta a todas las clases sociales, todas las generaciones, todos los cuerpos y todos los caracteres. Pero ¿cómo explicar que nunca oigamos al adversario: «Fulanito ha violado a fulanita, en tales circunstancias»? Porque los hombres siguen haciendo lo que las mujeres han aprendido a hacer durante siglos: llamarlo de otro modo, adornarlo, darle la vuelta, sobre todo no llamarlo nunca por su nombre, no utilizar nunca la palabra para describir lo que han hecho. Se «han pasado un poco», ella estaba «un poco borracha» o bien era una ninfómana que hacía como si no quisiera; pero si ha ocurrido es que, en realidad, la chica consentía. Que haga falta pegarla, amenazarla, agarrarla entre varios para obligarla, y que llore antes, después y durante, eso no cambia nada; en la mayoría de los casos, el violador se las arregla con su conciencia: no ha sido una violación, era una puta que no se asume y a la que él ha sabido convencer. A menos que ese no sea un peso demasiado difícil de soportar, también del lado de ellos. Pero no sabemos nada, ellos no dicen nada.

Solo se identifica en prisión a los psicópatas graves, los violadores en serie que cortan coños con cascos de botella, o a los pedófilos que atacan a las niñas. Porque los hombres, claro está, condenan la violación. Lo que ellos practican, eso es otra cosa.

A menudo se dice que el porno aumenta el número de violaciones. Hipócrita y absurdo. Como si la agresión sexual fuera una invención reciente, que tuvo que ser introducida en las mentes a través de las películas. Sin embargo, que los machos franceses no hayan ido a la guerra después de los años sesenta en Argelia aumenta seguramente el número de violaciones «civiles». La vida militar hasta ahora era una ocasión habitual de practicar violaciones colectivas «por la buena causa». Se trata en principio de una estrategia de guerra, que participa de la virilización del grupo que la lleva a cabo y debilita, al mismo tiempo, al grupo adversario. Esto es así desde que las guerras existen. Dejen de hacernos creer que la violencia sexual contra las mujeres es un fenómeno reciente, o propio de un grupo específico.

Los primeros años, procurábamos no hablar de ello. Tres años más tarde, en la cuesta de la Cruz Roja de Lyon, violan a una chica a la que yo quería mucho: un tipo la sigue desde la calle y la viola en su casa, sobre la mesa de la cocina. El día que me entero estoy trabajando en una pequeña tienda de discos, Ataque Sonoro, en el casco viejo de Lyon. Hace un día estupendo, luce el sol, la luz inunda los muros de las calles estrechas de la vieja ciudad, las piedras talladas y pulidas, los bancos amarillos y anaranjados. El muelle de Saône, el puente, las fachadas de las casas. Siempre me ha impresionado la belleza de la ciudad, y ese día especialmente. La violación, como si estuviera ya contenida de algún modo en la ciudad, no perturba esa tranquilidad. Cierro la tienda y voy a dar una vuelta. Me indigno más ese día que cuando nos ocurrió a nosotras. A través de su historia comprendo que la violación es algo que te agarra y de lo que después no puedes librarte. Contaminada. Hasta ese momento, yo creía que lo había encajado bien, que tenía la piel gruesa y cosas mejores que hacer que permitir que tres paletos me traumatizaran. Pero al darme cuenta de hasta qué punto yo veía la violación de mi amiga como un acontecimiento a partir del cual nada sería nunca como antes, acabé aceptando, de rebote, lo que nosotras mismas sentíamos. La herida de una guerra que se libra en el silencio y en la oscuridad.

 

Cuando violaron a mi amiga, yo tenía veinte años. Entonces no me interesaba que me hablaran de feminismo. Poco punk y demasiada buena voluntad. Después de su agresión, cambié de idea, y participé en un fin de semana de formación de Stop Violación, una línea telefónica de ayuda para hablar después de una agresión o para encontrar información jurídica. El seminario apenas había empezado y yo ya estaba refunfuñando en mi silla: ¿por qué aconsejar a alguien que pusiera una denuncia? A ir a la policía, salvo para recibir el dinero de un seguro, no le veía ningún interés. Declararse víctima de una violación en una comisaría, pensaba yo de forma instintiva, era una manera de ponerse de nuevo en peligro. La ley de los maderos es la ley de los hombres. Después una participante nos explica: «La mayoría de las veces, una mujer que habla de su violación empezará llamándola de otro modo». En mi interior, como siempre, sigo renegando. Eso me parecía altamente improbable: ¿por qué no dirán esa palabra y, además, qué sabrá ella, la mujer que habla? ¿Acaso se cree que nos parecemos todas? De repente, me obligo a parar el carro:

¿Qué he hecho yo hasta ese momento? Las pocas veces –a menudo borracha– que he querido hablar del tema, ¿acaso he dicho la palabra? Nunca. Las pocas veces que he intentado contarlo, he esquivado la palabra «violación»: «una agresión», «un lío», «un agarrón», «una mierda», whatever… Mientras no lleva su nombre, la agresión pierde su especificidad, puede confundirse con otras agresiones, como que te roben, que te pille la policía, que te arresten o que te peguen una paliza.

Esta estrategia de miopía resulta útil. Porque, desde el momento en que se llama a una violación violación, todo el dispositivo de vigilancia de las mujeres se pone en marcha: ¿qué es lo que quieres?, ¿que se sepa lo que te ha sucedido? ¿Qué es lo que quieres?, ¿que todo el mundo te vea como a una mujer a la que le ha sucedido eso? Y de todos modos, ¿cómo es posible que hayas sobrevivido sin ser una puta rematada? Una mujer que respeta su dignidad habría preferido que la mataran. Mi supervivencia, en sí misma, es una prueba que habla contra mí. El hecho de tener más miedo a la posibilidad de que te hubieran matado que a quedar traumatizada por los golpes de pelvis de tres cabrones parecía algo monstruoso: yo nunca había oído hablar del tema, en ninguna parte. Gracias a mi condición de punky practicante, podía vivir sin mi pureza de mujer decente. Porque es necesario quedar traumatizada después de una violación, hay una serie de marcas visibles que deben ser respetadas: tener miedo a los hombres, a la noche, a la autonomía, que no te gusten ni el sexo ni las bromas. Te lo repiten de todas las maneras posibles: es grave, es un crimen, los hombres que te aman, si se enteran, se van a volver locos de dolor y de rabia (la violación es también un diálogo privado a través del cual un hombre declara a los otros hombres: yo me follo a vuestras mujeres a lo bestia). Así que el consejo más razonable, por diferentes razones, sigue siendo: «Guarda eso en tu fuero interior». Asfixiada entre dos órdenes. Púdrete, puta, como quien dice.

Así se evita la palabra. A causa de todo lo que la palabra abarca. En el campo de las agredidas, como en el de los agresores, todo el mundo da vueltas en torno al término. El resultado es un silencio cruzado. Los primeros años después de la violación, una triste sorpresa: los libros no podrán ayudarme. Eso no me había ocurrido nunca. Cuando, por ejemplo, en 1984 me internaron en un hospital psiquiátrico durante unos meses, mi primera reacción al salir fue leer. El pabellón de los niños locos, Alguien voló sobre el nido del cuco, Cuando tenía cinco años me maté y los ensayos sobre psiquiatría, internamiento, vigilancia y adolescencia. Los libros estaban ahí, me acompañaban, hacían que aquello fuera posible, enunciable, que yo pudiera compartirlo. La prisión, la enfermedad, los malos tratos, las drogas, el abandono, la deportación, todos los traumas tienen su literatura.

Pero ninguna mujer después de haber pasado por una violación había podido utilizar el lenguaje para hacer de esa experiencia el tema de una novela. Nada, ni guía, ni compañía. Eso no pasaba al dominio de lo simbólico. Es asombroso que las mujeres no digamos nada a las niñas, que no haya ninguna transmisión de saber, ni de consignas de supervivencia, ni de consejos prácticos y simples. Nada.

Finalmente, en 1990, voy a París a un concierto de Limbomaniacs, en el tren leo Spin, una revista americana. Una tal Camille Paglia escribe un artículo que me interpela y me hace reír, en el que describe el efecto que le causa ver a los jugadores de fútbol sobre el terreno, fascinantes bestias de sexo llenas de agresividad. Empieza su artículo hablando de cómo le gusta toda esa rabia guerrillera, ese alarde de sudor y de piernas musculosas en acción. Y eso la lleva, como de oca en oca, a hablar de violación. He olvidado los términos exactos. Pero, era algo así, en esencia: «Es un riesgo inevitable, es un riesgo que las mujeres deben tener en cuenta y deben correr si quieren salir de sus casas y circular libremente. Si te sucede, levántate, dust yourself, desempólvate, y pasa a otra cosa. Y si eso te da demasiado miedo, entonces quédate en casa de mamá y dedícate a hacerte la manicura». Eso me da rabia en su momento. Pero unos minutos después, se instala en mí una paz interior: me impacta. París, estación de Lyon, se ha hecho de noche, llamo a Carolina, la misma amiga de siempre, antes de tirar hacia el norte en busca de la sala de conciertos de la calle Ordener. La llamo, emocionada, para hablarle de esta italoamericana, tiene que leerla y decirme lo que piensa. El artículo impacta a Carolina como me impactó a mí.

A partir de ese momento ya nunca ha habido nada prohibido, cerrado como antes. Pensar por primera vez la violación de una manera nueva. El tema había sido tabú hasta entonces, tan minado que no nos permitían decir otra cosa que «qué horror» y «pobres chicas».

Por primera vez, alguien valoraba la capacidad de recuperarse de una violación, más que explayarse en la serie de traumas de forma condescendiente. Desvalorización de la violación, de su alcance, de su resonancia. Eso no anulaba nada de lo que había pasado ni borraba nada de lo que habíamos aprendido aquella noche.

Camille Paglia es, sin duda, la más controvertida de todas las feministas americanas. Propone pensar la violación como un riesgo inevitable, inherente a nuestra condición femenina. Una libertad increíble de desdramatización. Sí, estábamos fuera, en un espacio que no era el nuestro. Sí, habíamos sobrevivido en lugar de haber muerto. Sí, íbamos con minifalda y solas, sin un hombre que nos acompañara; de noche, sí, habíamos sido idiotas, y débiles, incapaces de partirles la cara, dé­biles como las niñas aprenden a serlo cuando las agreden. Sí, eso nos había ocurrido a nosotras, pero por primera vez comprendíamos lo que habíamos hecho: habíamos salido de casa, porque en casa de papá y mamá no pasaba nada interesante. Habíamos corrido el riesgo, habíamos pagado el precio, y más que sentir vergüenza por estar vivas podíamos decidir levantarnos y recuperarnos lo mejor posible. Paglia nos permitía imaginarnos como guerrilleras, no tanto responsables personalmente de algo que nos habíamos buscado, sino víctimas ordinarias de algo que podíamos esperar cuando se es mujer y se quiere correr el riesgo de ir al exterior. Ella era la primera que había sacado la violación del horror absoluto, de lo no dicho, de lo que no debe ocurrir nunca. Ella hacía de la violación una circunstancia política, algo que debíamos aprender a encajar. Paglia cambiaba todo: ya no se trataba de negar, ni de morir, se trataba de vivir con.

Verano de 2005, Filadelfia, estoy frente a Camille Paglia, realizando una entrevista para un documental. Asiento con la cabeza entusiasmada escuchándola: «En los años sesenta, en los campus universitarios, se encerraba a las chicas en los dormitorios a las seis de la tarde, mientras que los chicos podían hacer lo que querían. Nosotras preguntamos: “¿Por qué esta diferencia de trato?”. Nos explicaron: “Porque el mundo es peligroso, corréis el riesgo de ser violadas”. Respondimos: “Entonces dadnos el derecho de correr el riesgo de ser violadas”».

He aquí algunas de las reacciones que la narración de mi historia ha suscitado: «¿Y has hecho autostop después?». Porque yo contaba que no se lo había dicho a mis padres, por miedo a que me encerraran en una caja fuerte por mi bien. Porque evidentemente había vuelto a hacer autostop. Menos contenta, menos cordial, pero lo he vuelto a hacer. Hasta que otros punkis me dieron la idea de viajar en tren a golpe de multa no conocía otra manera de ir a un concierto en Toulouse el jueves y a otro el sábado en Lille. Y en esa época, ir a un concierto era más importante que cualquier otra cosa. Justificaba cualquier riesgo. Nada podía ser peor que quedarme en mi habitación, lejos de la vida, cuando ocurrían tantas cosas fuera. Así que seguí yendo a ciudades en las que no conocía a nadie, seguí esperando que las estaciones de tren cerrasen para poder pasar la noche dentro, seguí durmiendo en los portales esperando un tren para el día siguiente. Haciendo como si yo no fuera una chica. Y si nunca me han violado después, he corrido no obstante ese riesgo cientos de veces, simplemente por estar fuera. Lo que viví en esa época, a esa edad, fue irremplazable, mucho más intenso que encerrarme en el colegio y aprender la docilidad, o quedarme en casa a hojear revistas. Esos fueron los mejores años de mi vida, los más ricos y bulliciosos, y todas las mierdas que vinieron con ellos, yo encontré la manera de vivirlas.

Pero evité escrupulosamente contar mi historia porque sabía cuál sería el juicio de antemano: «Ah, así que has seguido haciendo autostop; si eso no ha bastado, es que te debió de gustar.» Porque en la violación siempre es necesario probar que no estábamos realmente de acuerdo. La culpabilidad está sometida a una atracción moral no enunciada, que hace que todo recaiga siempre del lado de aquella a la que se la meten más que del lado del que la mete.

Cuando se retiró de los cines la película Fóllame, muchas mujeres –los hombres no se han atrevido a decir nada al respecto– afirmaron públicamente: «Qué horror, sobre todo no hay que creer que la violencia es una solución contra la violación». ¿Ah, no? Nunca oímos en el telediario hablar de chicas, solas o en grupo, que arrancan la polla del violador con los dientes durante la agresión, que les buscan después para vengarse, o que les dan una hostia. Esos ejemplos existen únicamente en las películas hechas por hombres: La última casa de la izquierda de Wes Craven, El ángel de la venganza de Abel Ferrara, Escupo sobre tu tumba de Meir Zarchi, por ejemplo. Las tres películas empiezan por una violación más o menos repugnante (más bien más que menos, por otra parte). Después, en la segunda parte, detallan las venganzas ultrasangrientas que las mujeres infligen a sus agresores. Cuando los hombres ponen en escena personajes femeninos, rara vez suele ser para intentar comprender sus vivencias o lo que ellas sienten como mujeres. Es más bien para poner en escena su sensibilidad de hombres en un cuerpo de mujer. Volveré sobre esta cuestión al hablar de porno, que sigue la misma lógica. En estas tres películas, vemos cómo los hombres reaccionarían frente a la violación si estuvieran en el lugar de las mujeres. Un baño de sangre, de una violencia despiadada. El mensaje que nos dirigen está claro: ¿por qué vosotras no os defendéis más violentamente? Lo que resulta sorprendente, efectivamente, es que no reaccionemos de ese modo.Un principio político ancestral, implacable, enseña a las mujeres a no defenderse. Como siempre, doble obligación: hacernos saber que no hay nada tan grave, y al mismo tiempo, que no debemos defendernos, ni vengarnos. Sufrir y no poder hacer nada más. Una espada de Damocles entre las piernas.

Pero las mujeres sienten aún la necesidad de afirmar: la violencia no es una solución. Sin embargo, el día que los hombres tengan miedo de que les laceren la polla a golpe de cúter cuando acosen a una chica, seguro que de repente sabrán controlar mejor sus pasiones «masculinas» y comprender lo que quiere decir «no».

Yo habría preferido, aquella noche, ser capaz de dejar atrás lo que habían enseñado a mi sexo y degollarlos a todos, uno por uno. En lugar de vivir como una persona que no se atreve a defenderse, porque es una mujer y la violencia no es su territorio, como si la integridad física de un hombre fuera más importante que la de una mujer.

Durante la violación, llevaba en el bolsillo de mi cazadora Teddy blanca y roja una navaja, mango negro brillante, mecánica impecable, cuchilla fina pero larga, afilada, perfecta, radiante. Una navaja que yo sacaba con bastante facilidad en esa época globalmente confusa. Me había acostumbrado a ella; a mi manera, había aprendido a usarla. Esa noche, la navaja se quedó escondida en mi bolsillo y la única idea que me vino a la cabeza fue: sobre todo que no la encuentren, que no decidan jugar con ella. Ni siquiera pensé en utilizarla. Desde el momento en que comprendí lo que nos estaba ocurriendo, me convencí de que ellos eran los más fuertes. Una cuestión mental. Luego me he dado cuenta de que mi reacción habría sido diferente si hubieran intentado robarnos las cazadoras. Yo no era temeraria, pero sí bastante inconsciente. Pero en ese momento preciso me sentí mujer, suciamente mujer, como nunca me había sentido antes y como nunca he vuelto a sentirme después. No podía hacer daño a un hombre para salvar mi pellejo. Creo que habría reaccionado de la misma manera si hubiera habido un único chico contra mí. Era el proyecto mismo de la violación lo que hacía de mí una mujer, alguien esencialmente vulnerable. Se domestica a las niñas para que nunca hagan daño a los hombres, y las mujeres las llaman al orden cada vez que se saltan esa regla. A nadie le gusta saber hasta qué punto es un cobarde. Nadie quiere sentirlo en su propia piel. No estoy furiosa contra mí por no haberme atrevido a matar a uno de ellos. Estoy furiosa contra una sociedad que me ha educado sin enseñarme nunca a golpear a un hombre si me abre las piernas a la fuerza, mientras que esa misma sociedad me ha inculcado la idea de que la violación es un crimen horrible del que no debería reponerme. Sobre todo, me da rabia que frente a tres hombres, una escopeta y atrapadas en un bosque del que no podíamos escapar corriendo, hoy todavía me sienta culpable de no haber tenido el coraje de defendernos con una pequeña navaja.

Al final, uno de ellos encontró la navaja y se la enseñó a los otros, sinceramente sorprendido de que yo no la hubiera sacado. «O sea que les gustaba.» Los hombres, francamente, ignoran hasta qué punto el dispositivo de castración de las chicas es imparable, hasta qué punto todo está escrupulosamente organizado para garantizar que ellos triunfen sin arriesgar demasiado cuando atacan a mujeres. Creen inocentemente que su superioridad se debe a su gran fuerza. No les incomoda pelearse con una escopeta contra una navaja. Piensan, alegres imbéciles, que ese combate es igualitario. Ese es el secreto de su tranquilidad de espíritu.

Resulta sorprendente que en 2006, mientras que todo el mundo se pasea con minúsculos ordenadores portátiles, con cámaras de fotos, teléfonos, agendas y aparatos de música en el bolsillo, no exista todavía un solo objeto que podamos meternos en el coño cuando salimos a dar una vuelta y que cortaría en pedazos la polla del primer idiota que quisiera entrar sin permiso. Quizá no sea deseable hacer que el sexo femenino sea inaccesible por la fuerza. Es necesario que siga abierto, y temeroso: una mujer. Si no, ¿qué definiría la masculinidad?

Posviolación, la única actitud que se tolera es volver la violencia contra una misma. Engordar veinte kilos, por ejemplo. Salir del mercado sexual, porque has sido dañada, sustraerte voluntariamente al deseo. En Francia no se mata a las mujeres violadas, pero se espera que sean ellas mismas las que tengan la decencia de señalarse como mercancía deteriorada, contaminada. Putas o feas, que salgan espontáneamente del vivero de las casaderas.

Porque la violación fabrica las mejores putas. Una vez abiertas por la fuerza, guardan a veces a flor de piel algo marchito que excita a los hombres, un toque desesperado y seductor. La violación es a menudo iniciática, esculpe en la carne para fabricar la mujer abierta, que no se vuelve a cerrar nunca completamente. Estoy segura de que hay como un olor, algo que los machos detectan y que les excita especialmente.

Nos obstinamos en hacer como si la violación fuera algo extraordinario y periférico, fuera de la sexualidad, evitable. Como si concerniera tan sólo a unos pocos, agresores y víctimas, como si constituyera una situación excepcional, que no dice nada del resto. Cuando, por el contrario, está en el centro, en el corazón, en la base de nuestra sexualidad.

Rito de sacrificio central, está omnipresente en el arte; desde la antigüedad su representación en los textos, la escultura, la pintura es una constante a través de los siglos. En los jardines de París y en los museos, vemos representaciones de hombres forzando a mujeres. En Las metamorfosis de Ovidio parece que los dioses pasan el tiempo queriendo tirarse a mujeres que no están de acuerdo, consiguiendo lo que quieren por la fuerza. Fácil, para los que son dioses. Y cuando se quedan embarazadas, encima las mujeres de los dioses se vengan de ellas. La condición femenina, su alfabeto. Siempre culpables de lo que nos hacen. Criaturas a las que se responsabiliza del deseo que ellas suscitan.

La violación es una programa político preciso: esqueleto del capitalismo, es la representación cruda y directa del ejercicio del poder. Designa un dominante y organiza las leyes del juego para permitirle ejercer su poder sin restricción alguna. Robar, arrancar, engañar, imponer, que su voluntad se ejerza sin obstáculos y que goce de su brutalidad, sin que su contrincante pueda manifestar resistencia. Correrse de placer al anular al otro, al exterminar su palabra, su voluntad, su integridad. La violación es la guerra civil, la organización política a través de la cual un sexo declara al otro: yo tomo todos los derechos sobre ti, te fuerzo a sentirte inferior, culpable y degradada.

La violación es lo propio del hombre; ni la guerra, ni la caza, ni el deseo crudo, ni la violencia o la barbarie, la violación es lo único que las mujeres –hasta ahora– no se han reapropiado. La mística masculina debe construirse como si fuera peligrosa, criminal e incontrolable por naturaleza. Por ello, debe ser rigurosamente vigilada por la ley, gobernada por el grupo. Detrás del velo de control de la sexualidad femenina aparece el objetivo principal de lo político: formar el carácter viril como asocial, pulsional, brutal. La violación sirve como medio para afirmar esta constatación: el deseo del hombre es más fuerte que él, no puede dominarlo. Oímos todavía decir «Gracias a las putas, hay menos violaciones», como si los varones no pudieran contenerse y tuvieran que descargarse en alguna parte. Creencia política construida y no evidencia natural –pulsional– como nos quieren hacer creer. Si la testosterona hiciera de ellos animales de pulsiones indomables, entonces matarían tan fácilmente como violan. Y este no es el caso. Los discursos sobre la cuestión de la masculinidad están esmaltados con residuos de oscurantismo. La violación, el acto condenado del que no se debe hablar, sintetiza un conjunto de creencias fundamentales sobre la virilidad.

La fantasía de la violación existe. La fantasía sexual. Si quiero hablar de «mi» violación, entonces tengo que pasar por esto. Es una fantasía que tengo desde que era una niña. Diría que es un vestigio del poco de educación religiosa que he recibido, indirectamente, a través de los libros, la tele, los otros niños del colegio, los vecinos. Las santas, atadas, quemadas vivas, las mártires son las primeras imágenes que me provocaron una emoción erótica. La idea de ser entregada, forzada, obligada era una fascinación mórbida y excitante para la niña que yo era entonces. Después, esas fantasías me acompañan. Estoy segura de que son muchas las mujeres que prefieren no masturbarse fingiendo que eso no les interesa, antes de saber lo que les excita. No todas somos iguales, pero no soy la única. Esas fantasías de violación, de ser tomada por la fuerza, en condiciones más o menos brutales, que yo rechazo a lo largo de mi vida masturbatoria, no me vienen out of the blue, de la nada. Se trata de un dispositivo cultural omnipresente y preciso, que predestina la sexualidad de las mujeres a gozar de su propia impotencia, es decir, de la superioridad del otro, más bien a gozar contra su propia voluntad que como zorras a las que les gusta el sexo. En la moral judeocristiana, más vale ser tomada por la fuerza que ser tomada por una zorra, nos lo han repetido suficientemente. Hay una predisposición femenina al masoquismo que no viene de nuestras hormonas, ni del tiempo de las cavernas, sino de un sistema cultural preciso, y que tiene implicaciones perturbadoras en el ejercicio que podemos hacer de nuestra independencia. Voluptuosa y excitante, resulta también perjudicial: que nos atraiga lo que nos destruye nos aparta siempre del poder.

En el caso preciso de la violación, se presenta el problema del sentimiento de culpabilidad: puesto que he tenido a menudo esa fantasía, soy corresponsable de la agresión. Para empeorar las cosas, de ese tipo de fantasías no se habla. Sobre todo si te han violado. Somos probablemente numerosas las que nos hallamos en esta situación: haber pasado por una violación y haber tenido anteriormente fantasías de este tipo. Con todo, sobre el tema solo hay silencio, porque lo que no se puede decir puede destruir sin trabas.

Cuando el chico se da la vuelta y declara «Se acabaron las risas» y me da la primera bofetada, no es la penetración lo que me aterra, sino la idea de que nos van a matar, para que no podamos hablar después. Ni denunciarlos, ni declarar. En su lugar, después de todo, eso es lo que yo hubiera hecho. Del miedo a la muerte, me acuerdo de manera precisa. Esa sensación blanca, una eternidad, no ser nada, ya nada. Eso se acerca más a un trauma de guerra que al trauma de la violación, tal y como de ello hablan los libros. Es la posibilidad de la muerte, la proximidad de la muerte, la sumisión al odio deshumanizado de los otros, que hace que esa noche sea imborrable. Para mí, la violación posee ante todo esa particularidad: es algo obsesivo. Vuelvo a ello, todo el tiempo. Desde hace veinte años, cada vez que creo haber acabado con ello, vuelvo. Para decir cosas diferentes y contradictorias. Novelas, relatos, canciones, películas. Aún imagino que un día podré acabar con ello. Liquidar el evento, vaciarlo, agotarlo.

Imposible. Es fundacional. De lo que soy como escritora, como mujer que ya no es exactamente una. Es al mismo tiempo lo que me desfigura y lo que me constituye.

*Extraído de su famoso libro Teoría King Kong, 2006.
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El Comando Plath surge del hartazgo. Hartazgo de ser estereotipadas, hartazgo de ser invisibilizadas, violentadas y ridiculizadas. El Comando Plath somos un grupo de mujeres escritoras, artistas e intelectuales. El Comando Plath somos todxs.

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