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Lima, 1951

Ana María Gazzolo

Plenitud del cuerpo

 

Si este cuerpo no precisara

más que tediosos cuidados

atender nerviosamente a sus latidos cotidianos

a sus despóticas prisas y a su mando

o escrutar su buena marcha

como un perfecto esclavo

lo dejaría extinguirse enmohecerse y oxidarse

y me apartaría impasible

a contemplar su decadencia

 

Si por dejarlo vivir y darle descanso

no acumulara cuentas que pagar

y tiempo desperdiciado

ni lo sacudiera algún temblor premonitorio

o el roce de tanto incendio

no me revolvería contra su pobre estado

increpando y maldiciendo

 

Si solo en él se abreviasen

la forma más lúcida del placer

y la prisión de la ternura

si pudiera agotarlo de silencio

y el cansancio fuera un durazno abriéndose despacio

sería magnífico ostentarlo

como una generosa dádiva

hacer hogueras de inmenso para iluminarlo

y dejarlo andar por los años

ebrio de universo

Vía Bolognese

 

Calle empinándose

por donde baja en viento

que hace difícil la cuesta

 

Calle despertando

Se abren las puertas

y escobas inquietas barren las veredas

 

Rumor que se levanta y la revive

Buenos días

de vecinos mirándome de reojo

 

El aroma del pan recién horneado

acompaña mi ascenso cada mañana

 

(de Cabo de las tormentas, 1990)

El rito empieza cuando abrimos los ojos

y salimos a escena con atavíos y máscaras

de una perfección macabra

Los horarios han sido ajustados

pero a pesar de la práctica adquirida

aún perdura el desafío de imprevistas fallas

El personaje masculino –por ejemplo–

debe entrar cuando hace mutis el femenino

pero corrientes contrarias confunden las llamadas

Las reglas del drama especifican que nunca se encuentren

que desplieguen la feria de sus movimientos

y reiteren sus monólogos

ante la mirada mortecina del único espectador

El rito lo incorpora en contra de su voluntad

 

Todo ocurre en un austero escenario

sin cambio de decorado

Las puertas no llevan a ninguna parte

chirrían con desgano para los diestros sonámbulos

Las ventanas asoman a un cielo plano

que ni siquiera la lluvia rasga

A veces un perro aúlla a una luna que no vemos

y el desgastado sol tan solo ilumina

la persistencia del polvo

Con este paraje descolorido solo armonizan los cuervos

No poseo ni la cama donde duermo

ni la colcha que malamente abriga mis deseos

Todas las noches recuerdo

que pronto tendré que devolverlas

sin un hoyo de cansancio

sin una arruga de rabia

sin una mancha de desconsuelo

 

En la cama –en todas– alienta

un sueño de unidad que siempre se desploma

El sudor que hiela el cuerpo

es lo que queda para recorrer la sombra

y un embate de preguntas y visiones falsas

para ahogar el ansia

 

Nada se cumple en estos días de fulgor ajeno

y cada vez uso menos mi derecho a la mentira

Solo una lenta desposesión me va cubriendo

No busco ya el hueco en la pared

y sus pálidas promesas

no ya la cama para los sueños

solo un catre pelado donde arrojar los huesos

Hoy vi aparecer un animal en la boca de la cueva. Traía una fatiga antigua,
la cabeza mansa sobre un costado. Buscaba un refugio para
el invierno, o tal vez el descanso para los deberes de su especie. Se
detuvo a mirar hacia la oscuridad donde yo me encontraba, la
respiración suspendida, como perforando la sombra con la sombra.
Percibí el calor de su piel solitaria, el vaho que emanaba de su
aliento, el jadeo leve. El instinto lo mantuvo en la zona de
penumbra, calculando el peligro de hallar otro morador con quien
tener que disputar el dominio del refugio. Abatido y desconfiado
rehuía la pelea, y prefería vagar por los páramos sin hacer suya
ninguna madriguera. Lo vi alejarse con la opaca luz de la luna baja
sobre el lomo.

 

Desde el fondo de la cueva ansié el aliento, el jadeo, la espesa
bruma de los páramos.

 

(de Arte de la noche, 1997)

Anoto hoy –al filo del anochecer– mi arribo
a este rincón de los vientos, dominio de hoscas aves de
presa, en donde detengo mis pasos. Nada sino polvo
en las calles semioscuras y una brisa pegajosa que
estanca la vida. Traigo conmigo el viejo baúl de
alcanfor y en él lo que me queda, cuya relación
detallada dejo a fisgones improbables al término de mi
suerte. Lo he arrastrado, olfateado por los perros,
remontando callejuelas de cansados portales hasta este
retiro impensado y maldito. No tengo poder sobre el
destino. Ni busco anticiparme a la muerte. Aquí me
quedo, aquí yaceré: lugar de malos aires propicio para
el fracaso.

Denso, envuelto en papel de seda, amaneció el tercer
día. Como los días del Ártico, iguales a sus noches,
pero blancos, donde cada paso horada el espesor de la
nada. La niebla había abolido las sombras. Invadiendo
lentamente el espacio fue cancelando y confundiendo.
Cuando bajé las escaleras, la casa no tenía paredes y en
el lugar del techo un cielo sin fronteras se había
instalado. La luz no venía de ninguna parte ni tenía
rumbo. Parecía estar en el centro de las cosas. No
pude ver mis pies andando sobre un suelo sin sonido y
mis manos se perdían tratando de asirse a objetos
anulados. Quise pegar mi cuerpo a la tierra, pero hasta
el placer del roce se había desvanecido. Me hallé sin
peso, sin aliento, no me quedó sino aguardar a que el
tiempo echara a andar o me abandonara en este reino
de turbia claridad.

 

(de Felice Ianua, Cuaderno de ultramar, 2004)

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