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Trujillo, 1986

Denisse Vega Farfán

ignoro lo que pende en mí

si un rayo     un búfalo muerto

o un jardín de estacas 

a punto de clavarse

 

le huyo a la noche

al sol de los paganos

me alimento con el pan que nadie quiere

me embriago con el silencio que el hombre ignora

 

duermo sobre el ombligo de una acémila muerta

que es mi nombre   

escarbo su pelambre aromada por desollados frutos

de pureza

 

no poseo un rostro definido

mi piel está hecha del cuero de muchos animales

mis órganos son los frutos  

de alguna mandrágora venenosa

mi historia es el tartamudeo 

de cada dios inexistente

mis ojos son humo

y humo azul mi lengua

 

todo canto que llega a mis oídos 

se convierte en plaga

no conozco padres

soy la consecuencia de varios apareamientos

probablemente la marea que sube y baja en mi cabeza

es producto de aquél entre un salmón y una loba

 

no sé dónde permanecer

si en la tierra     en el agua

o en la atmósfera que tiene la expresión

de un enorme ahogado 

que licua el universo

 

mi nombre está detrás de todos los nombres

pergeñando sus vestidos

tratando de descifrar cómo dignamente deben morir 

las especies como yo

 

no sé si por mi rostro corre azufre

o las resonantes palabras de los muertos

 

por tantos siglos antes de los siglos

algo parecido a la sed y la ondulación de la abeja

me ha desgarrado la nuca

 

animal de ceniza

esteparia sangre

coágulos de cieno mal zurcido 

 

mi sombra ha abandonado los espejos

y desaforada ríe 

en el dintel de las cosas

 

el sol de aluminio ha caído

anidándose en mis vísceras

la eternidad y sus hierros 

se han desplomado sobre mis hombros

el hombre de lata golpea y golpea

su ciego tambor bacante

busca entre sus despojos un charco limpio

para alzar un torrente

de fuegos     de sílfides     de escamas

intenta anudar las corrientes en un solo verbo

con manos impropias 

hasta para amar a las piedras

 

no ha de herirme

no ha de verme

aunque lo embista con una antorcha viva en sus ojos

 

pero sus hilos como máquinas

jadeos de un ángel desvanecido 

al ras de mis talones 

el reptil que adivina el paisaje 

y delinea la frontera

las escalas    

los descensos 

el cebo atorado en la garganta

la soledad desde la primera culpa

el obituario

 

he de retirarme de aquí como un ciego

que arroja el bastón

he de cubrir con cal mis señales 

saltar sobre esas cabezas soleadas

que no voltean la noche

ese amor de caucho

removiendo la polvareda

 

De “Una morada tras los reinos” (Centro Cultural de España & Lustraeditores, 2008)

POEMA

 

A lo mejor hay una línea que sobrevuela la muerte 

y respira en el poema.

De pie ante un destino que muge, 

los trémulos ojos de extranjero

detenidos en el recibidor.  La espiral de insignias y sellos

que nada dicen de nuestro nombre apenas entrevisto.

Cuando de pronto, sin consultarnos, se nos echa de la vida

con la casa a medio hacer 

o la pavesa de lo nunca sido entre los dedos. 

Soñando con sujetar lo que veloz y fugazmente bate

en la opacidad del verano

nos confiamos al metal que cede en la hoja,

ligamento de una otredad que libremente gesticula, 

agua llevándonos río abajo a una inviolada memoria.

Negados astros resbalan de nuestro índice 

-poder incierto de las gloriosas aguas,

satélite ebrio de días siempre inaugurales– 

y es nuevamente pura la confusión de los ojos.

 

MANOS

 

 If my craft is blest;
                                                                                    if this hand is as
accurate, as honest
as their carpenter’s
 WALCOTT

 

Tienen mis manos las molduras de mi padre,

mas en ellas un viento sordo 

construye su casa violenta a oscuras.

Adivino mejor, ahora que lucho con palabras 

para encontrar el poema,

el cepillo de mi abuelo deslizándose 

sobre la tosca madera recién cortada

hasta dejarla como el pómulo de un jacinto.

Persigo el camino del punzón sobre la piel de añosos árboles, 

la figura que, al final, asciende a la superficie, 

revelando su amordazado grito en la hondonada

-testigo de un origen proscrito a nuestra búsqueda-.

La labor de perforar en lo secreto, duro e inflamable.

La destreza de detenerse cuando, del otro lado, 

algo nos advierte del peligro de seguir acercándonos.

Muerto, cuando apenas dispuse de seis días 

para intentar saludar al mundo,

sus manos son ahora un indescifrable tallado en el aire.

En pie siguen las puertas, las mesas, los muebles que hizo,

receptando el tedio y la ventura de las generaciones. 

 

ENCLAVE

 

El poema está listo. 

Eleva casas, puentes, barcas hundidas, 

aves de diversa estación migratoria, vidas

que hacia todos lados se desplazan.

Hace realidad lo que no se toca 

y simple fábula lo palpado todos los días.

El poema está listo.  Yo estoy en otra parte.

El que estuvo escribiéndolo al pie del aserradero, 

ha desaparecido. 

Desde el vidrio del poema 

veo su último retrato, enjambre en vilo. 

El poema está aquí, tiene forma humana, animal,

de mesa, calle, estrella.  Ocupa mi espacio, 

que ya no es propio.  Respira por mí, habla por mí,

en una olvidada lengua por nuestro cansancio. 

El poema está listo.  Le es entendible 

el trémolo final de la tierra.

Roer no es necesario.

 

De “El primer asombro” (Animal de Invierno & Paracaídas Editores, 2014)

NACIMIENTO

Luces de colores: perseas, líridas, desciendan sobre mí.  

Chorro estelar, eyaculatorio: no soy aún una posibilidad.  

Las milicias paternas persiguen el sol de mi madre

que se posiciona central, en el dínamo de una negra galaxia 

que apaciblemente ignora.

Solo una duda, la que ella califique menos peligrosa, alcanzará su núcleo

y la multiplicará hasta hacerla crecer como un bulto carmesí en sus entrañas

que, luego de madurar lo suficiente para enfrentar los duros climas del orbe,

habrá de expulsar evitando que la mate.

Luces de colores: me alimento de sus mejores zumos;

abandono mi gelatinosa condición de mancha en la intermitencia inaugural.

El raudal de silenciosos sismos que preceden al nacimiento

o una mejorada versión de saurio –eso se pretende-

hace su nicho en el hangar de mis células.

¿Y el órgano de Poesía?: indetectable al transductor.  

¿Desde qué cálculo audaz de esta ingeniería

-que me talla el mural de mis predecesores-

viene replicándose esa invisible molleja de fauces y palabras, 

que me resumen escribiendo aquí ahora? 

Madre acaricia la redonda superficie de su anhelo,

la luz del mundo golpea su techo prolijamente cableado,

por donde la vida insiste con su lenguaje de ostra.  

Es hora de salir, dice la luz, con suavidad, a veces con violencia.  

Pero yo duermo.

Luces adentro abrazo la incertidumbre de no saber qué soy:

¿un meteorito, una tumoración? 

¿Será por eso que no salgo y su lecho pélvico me envuelve más y más

como una reserva de proteínas contra la hambruna?

Esas puertas por las que pasó pitando el deseo

no ceden paso a su última transformación que soy yo.

Un delgadísimo corte, ojo de lince previo al zarpazo, me asoma.  

Luces de quirófano: el mundo intenta controlar su hemorragia 

desde que fue mundo,

se coloca guantes de polietileno para simular asepsia 

y no dejar rastro del zarpazo que me despierta 

a su celada.

ISLA BLANCA

¿Acaso no es esta isla un animal yaciente?

Hunde su cabeza en el día,

haciendo contacto con lo que se nos escabulle

en la avidez de no sentirnos vaciados; 

la eleva en la noche

cuando hemos depuesto las armas,

agotados, luego de perseguir al asesino

masillado por nuestros propios dedos. 

Se cubre con una manta de guano de gaviotas, 

zarcillos y pelícanos.  La mierda esplende, 

y es la isla una pupila de mármol

viendo lo que jamás avistaremos en la oscuridad de la bahía, 

de nuestras involuntarias simulaciones. 

La rodeamos en lancha. Siempre hago esta excursión

cuando arriban amigos por primera vez al puerto

teniendo como única referencia el chamuscado olor de las fábricas.

Lobos se sumergen anunciando nuestra proximidad dudosa,

ostreros buscan las alturas, 

cangrejos se mimetizan con el musgo. 

Descendemos por el flanco más caliente de su cuerpo,

nuestros pies se calzan de pulverizadas conchas

que alguna vez oficiaron las ceremonias del mar.

Recorremos su calcárea piel hasta lo más alto de su lomo.

Desde aquí, la ciudad se ve tan a salvo de sí misma 

que, por un instante, creemos que si la isla existe 

es para obsequiarnos esta comisura de veteada esperanza. 

De pronto, desde algún punto indetectable de su flujo

una ocarina empieza a soplar, ¿la escuchan?

Es un llamado que no llama a nadie

como el arrastre de una ola

que se lleva todo a su paso

para no devolverlo jamás

o varar su hinchado envoltorio.  

 

*

Lo que retorne el mar no será la misma criatura.

Como en la vida, me adentro sin saber nadar.

Camino, pesadamente, hasta que toda visión de mí es una cabeza,

una boya que no orienta los barcos hacia los grandes cardúmenes 

pero advierte del hundimiento de un artefacto de circuitos misteriosos

que es mejor evitar. 

Me sumerjo, corroboro la complicidad de mis pulmones

cascados por un asma infantil. 

Aun así, los conmino a retener la porción necesaria de aire

más un excedente de contingencia. 

Pierdo peso -ligerísima alga-.

El agua bloquea el monologante bullicio

de la máquina que allá afuera nos galopa.

Toda lucha se reduce a que mis alvéolos 

-ya casi violáceos por retener el dióxido- 

no cedan a la tentación de la entrega. 

Floto por el prodigio del líquido amniótico 

que me nutre y asiste hasta el fin de mi desarrollo fetal.

Si abuso de su benevolencia; se volverá contra mí. 

Reconozco mi finitud.  

Exploro los límites de la percusión de mi cuerpo,

el llamado de mis latidos que acuden 

en contundentes golpes contra mi tórax

recordándome que aquí sigo,

que el ser humano podría ser, si se empeña,

una especie de hydra a su mamífero modo

luego de haber sido innúmeras veces desmembrado.

En un esfuerzo, abro los ojos, la isla me muestra su perfil escondido

aguardando el acallamiento de las naves.

¿Soy una nave que te estorba?, fabulo interrogarla.

No, pero tu tiempo aquí se ha terminado, 

regresa a la superficie con los de tu especie.

Asciendo, y mientras lo hago con la aorta al borde del estallido, 

un sedimento se desprende de alguna parte de esta otra isla

que secretamente llevo, flotante, en una estupefacción primordial,

para adherirse a su ínsula mayor. 

 

*

Ya de retorno a lo terrestre, una vez más, 

un bípedo de incierto paisaje,

no pienso en el fin aunque lo lleve consigo.

La isla me ha dicho que no lo haga,

que solo me ocupe de esa suspensión 

semejante a las aves cuando abandonan su peso

sin despreciar cualquier corriente de aire minúscula.

Ya la vida avisará o no, inútil interrogarla como a un sicario.

Años más, años menos, seducida transito el vado en este envoltorio

que amo y repudio cuando súbitamente me amenaza, 

del que nunca sé lo suficiente y, sin embargo, no es requisito para su uso 

y disfrute, sentir la belleza entrando, afilada, hiriéndote sin sangrar, 

encendiendo su bombilla y visibilizando lo perdido de golpe. 

Me dejo llevar por el torrente del día,

exploro la complejidad del Namacalathus hermanastes 

que son estas calles, en las que una entrada es una salida y viceversa,

cualquier rostro podría ser el mío y cualquiera 

una versión de la isla.  Un archipiélago, al fin y al cabo, 

lactante el uno del otro, aunque nos esquivemos con moderna habilidad.

Me detengo en su arteria más congestionada, me atraviesa 

el silente bramido de los viandantes, sus urgentes trayectorias 

contrarias a sus altísonos deseos.  Llega la noche, 

no sé si el día obtuvo de mí lo que quiso,

si es consciente de mi discurrir áptero

o solo nos arroja para su recreo y ver

hasta dónde llega nuestro primario asombro.

Camino hacia el muelle, la isla parece prescindir de objetivo,

es un seno níveo flotando firme en el añil arrullando los botes. 

Un pescador se pone en pie alistando los anzuelos

mientras yo me marcho a casa.

Ven a la fiesta del poema.

Nadie te invitó, 

no estás enlistado

pero entra. 

 

Es así siempre,

asistir a su fenómeno con la sensación de irrumpir 

en una fiesta ajena, 

seducido por la tentación de un goce   

irreductible a otro ejercicio humano 

con la duración de un celentéreo.

 

O la pulsión 

de rasgar ahí en lo invidente 

y homicidamente calmo.

 

Ven, 

no busques al agasajado,

saboteó su propio festejo. 

 

El agasajado que es la incertidumbre 

por la que el germen del eterno retornar a esta hoja

no deja de replicarse. 

 

No hay quien te reciba el saco

y cautele tus oscuras riquezas. 

 

No hay quien te llene la copa

con denso líquido proteico

evitando la oxidación del lenguaje

con el que se erectaron todas las seguridades 

que confías te convocaron aquí hoy.

 

Tan necesario te crees, tan considerado

con tu parcela de palabras

alineando sentencias. 

 

La poesía no es anfitriona,

hace de todo para que te vayas temprano.

 

En cuanto adviertes un relente 

abriéndote paso entre los silos, acusa: 

“¡por ahí no es!”. 

 

En cuanto le ofreces las palabras de tu demorado bolo alimenticio:

“No intentes embutirte en el traje equivocado. 

Importa el alcance de tus movimientos,

o nada será la combustión de tu ofrenda

intentando derrotar la noche.” 

 

Invítate a bailar en un rapto de peligrosa confianza,

acordónate a ti mismo 

hasta presentir el reptil que te inaugura.

 

No esperes la luz adecuada, la absoluta fidelidad del sonido,

la versión final del ensayo, todo es ensayo 

para una presentación prescindible.

 

No aguardes la posición más visible en el poema,

nada es inadvertido a su mirada. 

 

Reconoce tu espacio, 

baila desde tu lugar,

verás cómo la mínima loseta se ensancha

hasta revestir todo el salón. 

 

De “Fiesta” (Alastor Editores, 2021)

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