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Arequipa, 1965

Fátima Carrasco

No me preguntes por qué

Querida Elsita:

El motivo de la presente, ante todo, es felicitarte por tu cumpleaños. Te deseo lo mejor, que celebres un lindo día en la grata compañía de tus nietas e hijo.

Acá en el barrio todas te tenemos presente y esperamos que disfrutes de tu viaje.

Te contaré que otra vez nos están visitando los amigos de lo ajeno. A tu casa, como es una fortaleza con tantas llaves y sistemas de seguridad, ni se han asomado. En cambio donde Dorita Chávez entraron la otra noche y les robaron absolutamente todo. Y eso que ella y su esposo dicen que ahora todo el mundo tiene pistola, que es lo más natural. Resulta que Dorita se había ido a la despedida de soltera de su ahijada Martina. Cuando quién te dice que el pobre Tito, que estaba en medianoche, oyó ruidos en la sala.

Se asomó a la escalera en pijama temblando y vio a los ladrones escogiendo qué se llevaban, tranquilamente, como si estuvieran en una tienda. Así que se encerró en el dormitorio muerto de miedo, sin hacer ruido, él que tiene tanto carácter (como desayuna ajíes), hasta que felizmente se fueron llevándose inclusive la alfombra del perrito, que es su adoración (y eso que el animal, bien entronado, se orinaba como si nada en la sala, yo qué iba a aguantar).

Pero ahí no acabó la cosa. El jueves pasado les tocó a los Olmedo. Ya sabes que Silvia es de armas tomar y el marido ni se diga. Pero ni por ésas se libraron, igualito tuvieron que esperar que los ladrones se fueran y los pelaran para poder ir al baño a orinar, figúrate, encima de robarles se sentaron como si nada en el comedor, se comieron toda su fruta y le dejaron las cáscaras tiradas en la mesa.

Con este panorama, Isabelita ya se imaginaba lo peor (como vive frente a la casa de los Chávez), así que propuso convocar a todos los vecinos a una asamblea de seguridad. Los hermanos italianos ofrecieron su casa. Francamente yo ni ganas tenía de verlos. No me han hecho nada y hacen buena labor, como franciscanos que son. Pero desde el día que los invité a almorzar y hubo el terremoto justo cuando tomábamos el helado de lúcuma les tengo pavor, no me preguntes por qué, y ellos ni se diga, verme a mí es como ver al diablo, me miran aterrados, a las justas nos saludamos. Pero en fin, la asamblea era importante, qué íbamos a hacer, fuimos nomás. ¿Has visto que como la convocaban a la hora del almuerzo (que es el único momento que estamos todos, porque en la noche quién sale con este frío y los ladrones encima) se me puso que iba a haber otro terremoto?

La cosa empezó bien, pero luego empezó a desviarse por otros problemas como es el recojo de basura. Porque el chófer del camión basurero ha dado un ultimátum: apenas oigamos la lambada que pone a todo volumen para que nadie se haga el sordo, es la señal para que inmediatamente estemos todas en la puerta con la basura lista, porque él no tiene toda la mañana para esperar (y tiene razón el hombre, total, para la miseria que ganará). Así que la mayoría se quejaban se estar a la intemperie esperando con la basura; aunque el camión avanza a paso de tortuga porque va recogiendo en cada esquina, como somos unos vejestorios no podemos correr. Yo en cambio, hubiera protestado por esa música horrorosa de la lambada, habiendo cosas tan bonitas (de otro tiempo, eso sí, como Nube Gris o la Serenata Nocturna de Schubert que yo llegué a tocar en el piano perfectamente con las dos manos cuando era jovencita, de qué época te estoy hablando, figúrate).

Menos mal que Isabelita sacó unos presupuestos de varias empresas, ella que es una mujer tan preparada y se maneja tan bien en los negocios, en fin, nos dio las cifran mensuales en dólares, prohibitivas como puedes imaginarte. Porque si la mayoría no tienen ni para pagar a un huachimán nocturno (por eso nos robaron a todos la vez pasada), menos todavía para esos sistemas de alarma. Con qué plata.

Pero no te imaginas lo más increíble, el colmo de los colmos: Hilda Bonilla se presentó haciendo un esfuerzo, como su esposo está tan viejito y enfermo no puede dejarlo solo. Mientras, la empleada había salido un segundo a comprar azúcar. Quien te dice que cuando estábamos en plena asamblea de seguridad los ladrones se metieron en su casa por la puerta trasera. El viejito, como ya tiene un pie en la sepultura, seco, ni se enteró, y los ladrones se llevaron todito haciendo su salida triunfal por la puerta delantera y a plena luz del día. ¿Qué te parece? ¿Hasta dónde vamos a llegar?

Sin más que contarte y esperando tu pronto regreso, se despide con un cariñoso abrazo tu amiga, Olivia.

 

De Toda la vida (2010)

La última visita

Con un esfuerzo sobrehumano aunque imperceptible, Eloísa soportó la luz del amanecer sobre los párpados. Tenía adormecido un lado de la cara, que apoyaba en la ventanilla helada. Abrió su espejito redondo y plateado y se empolvó el arrugado rostro sin mirarse, dejando un rastro blanquecino con aroma a rosas. Se le enredaron los dedos en el pelo, electrizado, corto y anaranjado.

Distribuyó el contenido de sus maletines entre el sostén —que le quedaba grande exprofeso—, los distintos bolsillos interiores cosidos a su ropa y los pasajeros del ómnibus, a quienes pidió el favorcito hábil, veloz y en apariencia despreocupada.

Desaparecieron así latas de crema Nivea, colonias francesas, gargantillas, anillos y pulseras de fantasía; jabones y desodorantes de eficiencia garantizada, blusas y chompas finas, cajetillas azules de cigarrillos Gitanes y rojas y doradas de Dunhill, blanquirrojas Marlboro, mientras el ómnibus se quedaba estacionado en la aduana.

Después del minucioso y en cierto modo infructuoso registro de los aduaneros pudieron reemprender el viaje. Entonces, de forma paulatina Eloísa recuperó su mercancía, agradeciendo a sus desconocidos cómplices. Suspirando, cerró los diminutos ojos verdes, casi sin pestañas; se sonó la huesuda nariz y logró dormir el resto del trayecto.

Ya en la ciudad, la primera visita de su ruta a pie fue a la sastrería de Hernani. Eran malévolos quienes le atribuían un affaire, las suyas eran visitas de negocios. Hernani era demasiado pedante y Eloísa, con ovarios infantiles y el recuerdo de sus hermanas, era por completo indiferente al género masculino. Tenía además los riñones delicados y mucha sed. Hernani pagaba siempre de inmediato y tenía siempre muchas novedades que contar.

Con uno de los maletines medio vacíos ya podía pagar la comida y el pasaje de regreso. En un restaurante que no conocía pidió un plato de ocopa y una jarra chica de morada y pregunto al mozo de forma casual si la señora del saco guinda era la dueña. Pagó la cuenta y se dirigió hacia ella, segura de que en fechas como ésa algo compraría. Un par de frascos de Jolie Madame sirvieron para estrechar lazos comerciales.

Con un esfuerzo sobrehumano pero imperceptible, en uno de los días más ajetreados del año hizo cola para comprar el pasaje de regreso.

—Pasado mañana, a la ventana como siempre, ¿no, señorita? Cuántos kilómetros habrá hecho usted ya —dijo el vendedor.

—Cientos de miles, seguro — respondió ella con su voz ronca, nasal y apagada.

Tres horas y cinco minutos después, ya no tenía nada que vender.

Fue contando una a una las diecinueve cuadras de la avenida interminable, desierta. No había luz en las calles, no sabia por qué contingencia: ¿sabotaje?, ¿sequía? Pero ella conocía el camino de memoria. Cada bache, incluso, que ningún alcalde ni plan vial arregló jamás, desde que Eloísa tuvo que irse de la ciudad.

Ya estaba cerca.

Llegó al pasaje estrecho, cuesta abajo. Le habían dicho que se había vuelto un sitio peligroso. A una chica, catedrática, le habían robado amenazándola con una navaja un jueves a las tres de la tarde. Parejas con ocultos propósitos acudían a hospedajes que habían abierto allí.

En completa oscuridad, Eloísa palpó el muro, que raspaba los dedos como siempre, recordó. Ahí estaba la que fue su casa. Que dejó tras el accidente de sus hermanas, que se empeñaron en subir al auto de esos milicos. Sin saber que uno estaba casado. Que chocarían, volcarían y saldrían ilesas, pero no intactas. Ese fue el origen de su vida en la carretera, su particular kilómetro cero: un hombre recto, una curva mal señalizada.

El escándalo amargó a su padre, viudo, inspector de educación, hijo y nieto de ilustres educadores. Arruinó su vida y su trabajo. Fue entonces cuando la joven Eloísa compró un pasaje de ómnibus y se fue sola y sin casi plata a la capital. Trabajó en una fábrica de cojines de champú, alquiló un cuarto, mandó plata a sus hermanas, que la siguieron. Su padre vendió la casa poco antes de morir. Eloísa llegó al final del pasaje alarmada por unos ladridos. Alguien se acercaba en dirección contraria, alguien que apestaba a cerveza.

Eloísa palpó en su cintura el bolsillo con su plata y una bolsita con bisutería y cigarrillos que había reservado para su última visita.

Amelia rallaba zanahoria, cuando sonó el timbre otra vez. Avergonzada musitó desde el umbral: —Un momento, por favor.

No sabía quién era, pero sí a qué venia. Sacó un par de bizcochos chancay de una de las bolsas de papel que su padre había traído.

—Tome usted —dijo sintiendo la humillación como un boomerang antes de cerrar la puerta.

La Navidad era una fecha tan triste como otra cualquiera. Peor, pensó observando la fuente de zanahoria rallada, el pavo con ciruelas, etc… Y la gente deambulando por ahí, buscando comida, ropa, juguetes, sobras, lo que le dieran. Niños adultos. Incluso un borracho acababa de tocar la puerta, reclamando indignado un trago en vez de dos chancay de a medio, esgrimiendo un vaso sucio, vacío.

Marina estaba impaciente y disgustada, aún tenía que cambiarse y le faltaba hora y media para llegar a su casa.

—Vete nomás, muchacha, yo sirvo la comida—dijo la madre de Amelia, quien, desde su silla, observaba la fuente de zanahoria rallada quele recordaba, de modo impreciso, algo grato.

El timbre la asustó.

—Será el borracho que ha vuelto —Dijo Marina, ya arreglada y con el peine en la mano.

—No contestes —dijo la madre de Amelia. El timbre volvió a sonar. A través de las cortinas se distinguía una silueta inmóvil en la calle oscura. Marina, dispuesta a irse, entreabrió la puerta. Amelia oyó la voz ronca, nasal apagada, exclamar:

— ¡Marinita! ¿Dónde está mi prima? Vengo a pasar la Navidad con ustedes, si no tienen inconveniente.

Amelia dio un salto, feliz de saludar a su tía Eloísa, con el pelo zanahoria.

Eloísa. La misma que aparecía sin avisar un par de días —o de horas, nada más—cada temporada, repartiendo optimismo y hebillas para el pelo. La misma que dormía agotada en una cama plegable Comodoy junto la cama de Amelia. Con un camisón de algodón blanco, los brazos arrugados, flacos, pálidos y su charla en tecnicolor sobre ingratos pormenores profesionales. La misma que hablaba sin rencor sobre la gente que la excluyó al despertar, con ojeras abolsadas, como medialunas, al amanecer, mientras enrollaba el tapador. La real y de algún modo maravillosa tía Eloísa, a quien Amelia no volvería a ver, por sus riñas con otros parientes (“La señorita Eloísa me paró en la calle, bien triste y me pregunto por su sobrina, ya será una señorita, dijo”). La misma que convirtió en feliz aquella ultima Navidad.

Eloísa, muerta y enterrada no sabía cuándo ni dónde.

 

De Toda la vida (2010)

Colectivo de cumpleaños

Amparo, aferrada a su cartera, caminaba apurada mirando a los transeúntes.

“Medio peligroso el centro de la ciudad a ésta hora” pensaba, cuando la llamaron por su nombre.

—¡Amparito! ¿Cuánto tiempo, qué gusto de verte!

—¡Viviancita! —gritó Amparo aliviada, reconociendo en aquel rostro de mentón huidizo, cabello canoso y lentes gruesos, los ojitos miopes de su vieja amiga.

—Años que no te veía —añadió abrazando con dificultad a Viviancita, que llevaba unos frascos de vidrio en la mano y un bolsón de rafia al hombro.

—Desde antes de mi jubilación, creo.

— ¿Y cómo te va?

—Aquí, vendiendo unos dulcecitos —dijo Viviana con aire cohibido, mostrando los frascos etiquetados con su correcta caligrafía como “Mermelada de Durazno”.

Amparo evitó mirarla y aseguró que por casualidad había salido a comprar algo dulce.

—A ver si nos llamamos —dijo mientras hurgaba en su monedero.

—No tengo teléfono, pero si quieres te apunto la dirección de mi casa nueva.

—Cómo no, aquí mismo —Amparo le extendió su agenda y un lápiz gastado.

—Tu familia, tu hijito, ¿todos bien?

—Bien, bien. No te quito más tiempo — respondió Amparo y la besó

—No te pierdas, cholita —dijo Vivian y se perdió entre la gente.

Amparo continuó su camino en total oscuridad. Otra vez había apagón en su barrio. Llegó a su casa con el ánimo igual de apagado. Encendió una vela y comió pan con dos tajadas de queso. Mientras fumaba un cigarrillo, pensó en Vivian treinta años atrás, cuando ella, su esposo y su hijo iban a recogerla los domingos de verano para ir a la playa. Aparecía, bolso de paja al hombro, llevándose una fuente de vidrio, con un enorme sombrero, conjunto de hot pants y blusa estampada, sin mangas, y sayonaras con un enorme crisantemo de plástico —naranja, amarillo, fucsia, azul— entre los dedos del pie. Viviancita llamaba “pantaloncitos calientes” a los hot pants, que no eran más que unos shorts. Bajaba los escalones de su casa con afectación, y se sentaba con remilgos en la parte trasera del automóvil, tras sus saludos.

Dos horas después y antes de estacionar en la playa, paraban en el mercado de Mollendo. En el puesto de comida compraban escabeche de pescado. Vivían y Amparo transportaban con precaución la fuente de vidrio. Ignacio rebuscaba en la canasta un tenedor y probaba qué tal estaba el condumio. Al llegar a la playa, la fuente estaba medio vacía. Vivian se sujetaba un sombrero de vietnamita con ambas manos, hasta que decidía ir a nadar. Entonces se quitaba las gafas que guardaba bajo el sombrero, bajo la bolsa, bajo la sombrilla y nadaba, concentrada, ceremoniosa, un par de horas, con los ojos entornados y un gorro de plástico nacarado cubriéndole los rizos cortos.

—Qué, madre ¿filosofando en la penumbra?—dijo Ignacio tirando su chaqueta de drill sobre la mesa.

—Acordándome de mi amiga Vivian. Esta tarde la encontré vendiendo mermelada por la calle, me ha impresionado.

— ¿Y?

—Nada, pues hijo. Verla en esa situación a estas alturas del partido. ¡Ella siempre fue tan señorita!

No tenía ni padre ni parientes, más que su mamá. Desde los dieciocho años trabajaba en el Departamento de Contabilidad de la firma Todolux. A su mamá la atendió hasta la muerte, bien sacrificada. Toda la vida trabajando para acabar en estos apuros. Me apuntó su nueva dirección. No tiene ni teléfono. Me estaba acordando de los tiempos en que nos veíamos.

— ¿Y por qué dejaron de hacerlo? —preguntó Ignacio mientras untaba mermelada en el pan con queso.

Amparo observó el frasco un buen rato.

— ¿Quieres creer que ni sé? Yo era la que siempre la buscaba. Lo cierto es que cuando dejé de visitarla, la amistad de acabó. ¡Pero me dio tanta alegría verla! Y después, una pena… 

Días después, Amparo deambulaba por la dirección que le apuntó Vivian. Había sido una zona residencial hasta hace unos años atrás. La sensación de transitar por un sitio ido a menos era más intensa a esa hora de la tarde. Casonas gigantescas medio abandonadas. “Quién limpia esto en la penúltima lona”, pensaba, cuando distinguió a Vivian cruzando la calle.

—Viviancita, venía a saludarte, no localizaba la dirección exacta.

—Es que las casas no tienen el número en la puerta todavía —dijo Vivian guiándola por las hileras de ladrillos, bolsas de cemento, tablones y arena hasta enseñarle orgullosa su casa. A medio construir, las habitaciones vacías.

—Pasa nomás —dijo llevándola a una salita decorada con el aire pizpireto de su propietaria—. ¿Un tecito?

Mientras Amparo removía la infusión, Vivian le presentó a una niñita educada y huesuda, que de inmediato volvió al dormitorio, al lado.

—Se quedó huérfana y como soy su madrina, me hice cargo de ella —dijo Vivian bajando la voz.

Amparo le contó que Ignacio Padre, como solía llamarle, le había pedido el divorcio al jubilarse.

—Cuánto lo siento, cholita.

—Yo no. Cuando lo supe, acepté encantada, te firmo lo que quieras, le dije.

Triste había sido lo del divorcio de Ignacio Hijo. Pero entendía a su nuera, Amparo nunca quiso ser la típica suegra y a veces Ignacio era irritante, en cierto modo.

Cuando Vivian encendió las velas Amparo se dio cuenta de que la casa no tenía ventanas ni vidrios. El ruido de fondo que sentía era el viento soplando contra el plástico. 

Vivian dijo que el presupuesto de la casa de dos pisos, garaje y dos jardines se lo había desequilibrado la inflación, las devaluaciones de moneda, ya sabes.

Entonces Amparo le dio su opinión. Y oyéndose a si misma, supo la verdadera razón del ocaso de su amistad con Viviancita: no podía soportar que viviese fuera de la realidad.

Y eso fue lo que dijo:

—Pero Viviancita, no se puede vivir fuera de la realidad.

Ella respondió con afectación que tenía todo el derecho a querer lo mejor para ella y su ahijada. ¿Acaso no había trabajado cuarenta y dos años, de siete a siete, de lunes a sábado? ¿Y por las noches, cosiendo por una miseria? ¿No había dedicado sus mejores años a su trabajo y a su mamá? ¿Acaso no se lo merecía?, pregunto ofuscada, sollozando.

—Más que nadie, Viviancita —aseguro Amparo secándose las lágrimas con la manga del saco.

Viviancita se sonó la nariz con un pañuelo celeste bordado que sostenían sus dedos deformes, enrojecidos y temblorosos.

Vivian le había cosido vestidos por una miseria. Le había hecho un ajuar de regalo a Ignacio cuando nació. Había convertido muchos domingos en días festivos de verdad.

Amparo le sugirió que vendiese la casa tal como estaba, “igualito como hiciste con la de tu mamá para comprar ésta”, y que comprase un departamentito en el centro, más cómodo, “con medios de transporte al lado, si aunque hicieras el garaje no tienes auto, ni sabes manejar.

Ella, tras su divorcio, había tenido que deshacerse de muchas cosas, incluso alquilaba habitaciones por temporadas. Habló de sentido común, de la responsabilidad con una niña en una casa a medio hacer, sin ventanas, sin luz, podían asaltarlas, robarles.

— ¿Y entonces, qué te haces? —concluyo.

Vivian sacó brillo a sus lentes y consultó su reloj. Amparo se levantó.

—Te acompaño, no te vayas a tropezar.

—Estoy acostumbrada, en mi barrio cortan la luz cada dos por tres.

—A ver si no vemos más —dijeron al unísono.

Cuando Amparo le contó a su hijo los pormenores de su visita, no pudo evitar exasperarse.

— ¿Me quieres decir cómo, alguien en su sano juicio, a esas edades, puede vivir así?

—Ella siempre tuvo sus ideas. ¿No te acuerdas de sus sombreros de recolector de arroz asiáticos? Iba siempre al último alarido de la moda.

—Ay hijo, por Dios, la Viviancita siempre fue muy buena, tan señorita.

—Eso no tiene nada que ver, ya sé, ella reparó mi oso.

— ¿Cual oso?

—Madre, estás senil, el único animal de peluche que conservé. Jugando le rompí un ojo, lo destripé, le colgaba la cabeza. Vivian se lo llevó un día y en mi cumpleaños de seis me lo devolvió lavado, con dos ojos de vidrio nuevos, el hocico y el cuello recosido y rellenado. ¿Por qué no la imitas y haces algo por ella, simplemente, respetando sus preferencias?

—Tienes razón.

—Pero insisto en que sus modelitos eran sui generis —añadió Ignacio mientras cerraba la puerta de la calle.

El día que Vivian cumplía setenta años Amparo y un grupo de conocidas suyas —que no se conocían entre sí— celebraron una fiesta en la casa sin ventanas. Vivian apagó la vela número siete a la primera, pero el cero se le resistió.

—Este regalo es en nombre de todas nosotras, con todo cariño —le dijeron señalando una ventana y un vidrio atados con una cinta roja.

Vivian dijo que era el mejor regalo de su vida, enjugándose las lágrimas con un pañuelo verde agua.

—Y el próximo año —prometió Amparo—, te cae otra ventana.

 

De Toda la vida (2010)

Fiestas patrias

Los ladrones lanzaron contra la puerta una de las botellas de gas, que también se llevaron junto a muebles, ropa, electrodomésticos, joyas, puertas interiores y ventanas entre otros.

En cambio, desecharon los libros.

En el suelo de una habitación vacía destacaban los viejos textos universitarios.

Desde entonces, la ingeniera Cuadros llenaba de aire sus pulmones antes de entrar en la casa, cuya hipoteca, ahora sí, pagarían per secula seculorum. Cuando preguntaron al custodio del orden si podría recuperarse algo, respondió:

—Depende, si ustedes tienen alguito… ya sabe.

La ingeniera tranquilizó a su esposo: al menos estaban vivos, con salud y los ahorros en dos planes de jubilación.

—Me faltan solo siete meses y a ti dos años para jubilarnos, así que no puede pasarnos nada peor —afirmó.

Plastificaron las ventanas y pusieron una chapa de zinc en lo que quedaba de puerta. Sus compañeros de trabajo y vecinos recolectaron para ellos un sofá cama que cumplía ambas tareas. Un juego de mesa y sillas de jardín blanco, medio oxidado, completaba la ecléctica decoración

Semanas antes de jubilarse la ingeniera Cuadros, la financiera se esfumó con su dinero, con rumbo desconocido y total impunidad. “Una estafa piramidal”, según los abogados.

—Al menos te quedan las clases en la universidad y otras cositas, ya encontraré yo algo — dijo ella.

No había sido la primera y única ingeniera de su promoción —graduada cum laude— para arrugarse por cualquier cosa, dijo, quitándose el saco y guardando sus lentes bifocales en la funda sujeta al cinturón.

Pese a su extenso currículum y probada experiencia y veteranía —o a causa de esta— la ingeniera Cuadros no conseguía trabajo; ni siquiera un trabajito.

Terminadas las opciones, convocatorias y entrevistas a las que acudir, tuvo una ocurrencia.

—Dicen que Moisés Carpio está en un buen proyecto. Cada año se va a Sukupiro por estos días. Podría hablar con él. Le ayudé bastante cuando éramos estudiantes, aparte de que es mi paisano.

Su esposo asintió. Prefirió no recordarle a la ingeniera que allí estaba su hermana, con quien no se entendía, ni bien ni mal, en buena cuenta.

La ingeniera Cuadros llegó agotada a Sukupiro.

El viaje por carretera fue un festival de Doce Boleros Inolvidables —por desgracia— El chófer riñó al copiloto por olvidarse la bolsa con los otros casetes en la terminal.

Veintitrés horas duró la banda sonora del trayecto entre la desolación de la carretera nocturna y el ansia y tristeza que los vendedores exhibían asomándose a las ventanillas junto con sus productos.

Pararon tres veces en sendos establecimientos con paredes de adobe y techo de esteras con carteles que ofrecían ricas viandas día y noche.

La ingeniera deambuló en la oscuridad buscando un sitio dónde orinar que no fuese el llamado “baño”, seguida por varios perros intrigados.

Superó también los controles obligatorios de los custodios del orden y la seguridad nacionales.

Algunos pasajeros se quejaban de no poder dormir con tanta parada, si total los terrucos nos pueden asaltar igualito en cualquier momento, con esos pasamontañas quien distingue a uno de otro. Sin embargo, hubo quién roncó, despertando envidias.

Las últimas horas no hubieron interrupciones, aunque la ingeniera no pudo descansar por las tres cruces clavadas /quizás, quizás, quizás.

La luz del crepúsculo le hirió los ojos. Su hermana no la esperaba en la terminal y por fortuna, tampoco en su departamento, pues nada sabía de su viaje.

El taxi la dejó cerca del centro, en la vieja casa de sus padres. Tomó aire antes de abrir la

puerta. La sala vacía y en penumbra olía a humedad.

Su hermana había instalado allí una academia de idiomas, hasta que le robaron todo el mobiliario, en la sala donde jugaban y peleaban cuando eran chicas.

Llamó a la casa de Carpio desde una cabina, pero nadie contestó.

En una tiendecita compró pan, queso fresco, tres naranjas y una bombilla de 40 watts que alumbró su cena.

El día de Fiestas Patrias la ingeniera se duchó con agua fría y escasa y desayunó pan y zumo de dos naranjas, que acabó de destemplarla.

 

Las banderas, nuevas o descoloridas, ondeaban en cada casa.

Decidió ir andando a la casa de Carpio y se perdió entre tanta urbanización nueva. Era mediodía cuando encontró el lugar. Llamó al timbre y dos perros iracundos le replicaron ladrando, mientras un ojo y media nariz asomaban tras la verja medio despintada.

—Buenos días, señora. Soy la ingeniera Cuadros, estudié con su esposo en la universidad, incluso fui a su matrimonio, no sé si usted se acordará. Estoy aquí unos días y quería hablar con él, si usted lo permite, de un asuntito de trabajo.

—No está —contestó la mujer tras mandar callar a los perros—. Deje usted su dirección o teléfono y yo le aviso —añadió.

—Yo me voy mañana por la noche —dijo la ingeniera extendiéndole el papelito con la certeza de que era en vano—. Como no tengo teléfono, si le parece puedo llamarles esta noche, ¿no?

—Como quiera, hasta luego —dijo la mujer echando cerrojos.

A la ingeniera se le cayeron los lentes. El tornillito que sujetaba el brazo a la montura se había perdido. Como ella, que se sintió extraña en un lugar que ya no veía bien.

Hizo señas a una combi.

—¿Al centro?

—Suba nomás —contesto el chófer.

Los pasajeros fueron bajando antes de llegar a la avenida que conducía a la Plaza de Armas y entonces la combi dio media vuelta.

La Ingeniera Cuadros, inútil sin sus bifocales, dedujo que ésos tres tipos iban a asaltarla. Sólo llevaba dinero para un menú vegetariano; no podría mantener la calma.

Por eso, cuando el chófer frenó y se levantó con un objeto que no supo distinguir —¿navaja, cuchillo?— la ingeniera se levantó, y aflojándose el cinturón del saco mostró la gruesa funda de sus lentes.

—Ni se les ocurra, animales. Ni un paso más. No se acerquen —vociferó aterrada, sin reconocer su propia voz—. Soy terruca y aquí dentro llevo una bomba, así que vamos a volar toditos.

Pero sólo los tres volaron a velocidad de vértigo, fuera de la combi, dejando las puertas abiertas y las llaves puestas. El llavero, en forma de tapón de cerveza, oscilaba, como las puertas.

La ingeniera de sentó. En el aire flotaban las banderas y el olor a cebolla frita, cerveza caliente y cohetes quemados por Fiestas Patrias.

 

De Toda la vida (2010)

Cáscaras de tomate

 

(FRAGMENTO)

 

Dicen que los gatos tienen siete vidas. No es cierto. Los gatos abandonados a su suerte -que es poca- no  siempre sobreviven mucho tiempo. Pero a veces un gato puede tener vidas distintas.

 

El primer encuentro fue breve: tras algunos días creyendo distinguir a un animal de pelaje exuberante, la vi de frente: hurgaba entre las cáscaras de frutas y verduras que echábamos alrededor de los árboles  del jardín junto a la casa.

 

Si no fuera por el afán de abonar jamás la hubiéramos conocido. Vi a ese fabuloso gatazo con pinta de lince y  largo pelaje ahumado. Levantaba la cola-saludo felino-pelada, como un alambre, con dos pencas de cactus adheridas a ella. La cara redonda, con expresión irónica y mirada ambarina. Una cáscara seca de tomate colgaba de sus bigotes, oscilando.

Nos observamos, inmóviles, hasta que le dije miau, aproximándome a esa estupenda criatura, que maulló acercándose sin dudar, con absoluta y asombrosa confianza, con esas patas que parecían columnas. Como si me conociera de toda la vida.

 

No se inmutó ante la actitud belicosa de Teo, el cocker spaniel -su compadre  espiritual, como se vería después-.

 

Saqué un cepillo y comida, tratando  en vano de quitarle las pencas de cactus incrustadas en su cola. – ¿Tú de dónde has salido, de dónde vienes? –Méow, contestó.

 

Después de comer, ronronear, dar vueltas a mi alrededor, terminada su performance de relaciones públicas, la linda gataza persa se fue, perdiéndose de un salto espectacular entre las zarzas y la mala hierba.

 

A la tercera visita logré quitarle las pencas de cactus, mientras ella fanfarroneaba. No podía evitarlo: era una figurona. Y eso que tenía halitosis, legañas y las orejas inmundas. Sus visitas acababan siempre al oírse unos tenues maullidos entre las zarzas.

 

De Flora

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