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Lima, 1975

Gabriela Wiener

díptico

 

I

una vez le di de comer a los locos

porque pensaba que así estaría cerca de Dios

había sido mala con el chico que me quería

y esas bocas llenas de baba oscura

acariciaban hermosamente mis culpas

esa vez encontré en el manicomio

a Jorge del Pozo en una camilla

arrastrada por dos enfermeros

 

era el chico más guapo de la escuela

de piel dorada y cabellos dorados

yo nunca supe que escribía poesía

hasta que lo vi en el manicomio

 

con las piernas rotas

 

había querido escapar por una ventana

para fumar pasta y desde ahí

mirar las chimeneas apagadas

de los barcos oxidados

sobre el acantilado gris

llamado Costa Verde

 

no hice mucho más en mi vida

que alimentar a los locos

y acariciar la frente de Jorge del Pozo

antes de desertar

 

II

otra vez hice prácticas en un periódico de economía

escribía sobre temas tecnológicos

 

en el piso de abajo

trabajaba un amigo

al que conocía

de la universidad

creo que era corrector de estilo

ortotipográfico

a veces salíamos a fumar juntos

él armaba un troncho y me ofrecía una calada

un día se dio un volantín en el jardín de la empresa

la hierba estaba súperverde

un verde que no he visto muchas veces en Lima

yo me reí mucho

porque era muy alto y cuando los hombres altos se dan volantines

en los jardines ejecutivos de las empresas

puede ser muy gracioso

 

casi no hablábamos

no parecía haber ninguna necesidad

pero a mí el silencio me hacía sentir estúpida

o quizá estaba muy ansiosa por decir algo que no fuera estúpido

en esa época yo pensaba que todos eran más inteligentes que yo

y que todos querían tener sexo conmigo

pero él no quería tener sexo conmigo ni con nadie

sólo quería caminar y fumar en la niebla.

la tarde del paseo me preguntó

¿por qué sólo haces preguntas?

yo sentí mucha vergüenza

no sabía cómo decirle que preguntaba

porque no tenía nada qué decir

quizá él ya lo pensara

y era verdad

 

años después escribió un libro

donde decía que incendiaba su cuerpo

porque no quería saber nada

ni de esta realidad

ni de la otra

y se quemó vivo

 

creía firmemente en el silencio

no volver al gato

 

no quería volver a dormir

en la pequeña habitación de Luismi

con el gato

la mujer

y su gripe

me pasé aquella noche intentando

no irradiar demasiada luz

con mi vieja computadora

para no despertar a nadie

fue la primera vez que no me detuve

a mirar la torre

la esquivé durante el día y

también por la noche

cuando brilla como una princesa lejana

(de un tiempo a esta parte siento

que no me merezco ese tipo de cosas)

y me fui a los pueblos llenos de negros y MacDonalds

y al volver anduve

por la calle de los chinos

desde la Rue de Belleville hasta la iglesia

donde recé con los audífonos puestos

por un muerto que no era mío

canticorum iubilo regi magno psallite

and we will never be alone again

because it doesn’t happen every day

 

y llegué a casa de Vanessa

y un indio en el ascensor me dijo que había estado en Lima

y me bajé cuando me preguntaba algo

que no llegué a escuchar

y pensé si a lo mejor había ignorado

a la única persona en el mundo

a la que le importaba en ese momento

Vanessa dormía abrazada a su amiga francesa

y no quería compartir el wifi

ni su cama

entonces yo volví sobre mis pasos

por la iglesia y el sitio de kebabs

y ya no volví a rezar

juré que no volvería a rezar

e intenté no dudar más

había aprendido que la duda es otra forma de certeza

 

Remé con todo a mi favor

y me dolieron los brazos

solo para no volver a ver al gato

 

el gato blanco y gordo

igual a un peluche

me acompañaba al baño cada mañana

y me miraba hacer desde la ducha

era el único que sabía lo que me pasaba

princesa cautiva

 

él me compraba ropa

en el mercado de pulgas

un pantalón de cuero

un disfraz de indiecita

dos piezas de hilo dorado

y una pluma escarchada

solía llevarme al Comedor Popular

viejos

locos y vagabundos

devoraban pequeños esqueletos

en platos de plástico rojo

bajábamos de los barrios altos hasta las tiendas de los chinos

nos gustaba ver moverse los corazones de los pescados agónicos

y brillar las patas de cangrejo sobre las plantas artificiales

 

cuando salía me encerraba con llave

si venía a buscarlo uno de sus amigos

yo salía a la ventana

y le mostraba eufórica

uno de mis pechos

sus manos estiradas hacia mí

apretaban furiosas

a través de los barrotes

hasta hacerme escapar

el tipo se iba con las manos vacías y llenas de espinas

 

cuando él volvía me daba vueltas en el aire

supongo que con alegría

y abría mi blusa con teatral violencia

los botones caían como lágrimas

yo también caía

también quería romper algo

estrellar su colección de canicas

contra el suelo oscuro

pero las canicas soportaban todos los golpes

como yo

al menos como solía ser yo

y el ruido

la luz de las canicas cayendo

esparciéndose como pequeñas plumas sopladas en mi corazón

El sexo de las supervivientes

 

Nuestro erotismo es una mezcla de cultura, porno, moral y trauma: las primeras experiencias harán que eroticemos ciertas cosas y no otras, y para demasiadas mujeres el no consentimiento y el abuso habrán sido su marca indeleble

 

Publicado en elDiario.es el 30 de abril de 2018

 

Ayer una amiga se derrumbó sobre nosotras después de varias horas de hablar de #Cuéntalo. Ya habíamos pasado por todos los temas, de lo menor a lo más escalofriante, y estábamos en la sobremesa de las confesiones comentando nuestras fisuras anales, que desde hace años y hasta ahora nos sangran por todas las veces que accedimos a tener sexo anal cuando en realidad no queríamos o no demasiado. Y también por las veces que ni siquiera accedimos y en las que les dijimos que ya estaba bien, que ya vale, que pararan y siguieron hasta reventarnos el culo y nunca los vimos más excitados que en ese momento. Entonces fue cuando ella se puso a llorar desconsoladamente.

 

–Algo horrible me ocurre porque si no, no lo entiendo… al leer las historias de #Cuéntalo me… excité. No quería, fue completamente involuntario, solo empecé a calentarme, a lubricar y mientras trataba de rechazar esa sensación completamente inoportuna, al mismo tiempo empecé a llorar, a sentirme un monstruo, a hundirme en la vergüenza…

 

A ella, que ha estado sobre todo en relaciones tóxicas con tipos que la han maltratado, forzado, acosado y violado, de pronto, para su estupefacción, le estaba pasando “eso” al leer historias tan tristes y sublevantes como las que tuvo que pasar ella misma.

 

Le cogimos de la mano, buscando desesperadamente las palabras, improvisando con calidez. Yo le hablé de todas las veces que busco porno asqueroso para excitarme, por ejemplo vídeos de tocamientos indebidos cuando me paso la vida escribiendo contra ellos, y cómo después de masturbarme con eso me siento peor que antes. Otra le dijo que se había masturbado una vez pensando en el sexo que tenía con esa pareja que la había manipulado y abusado de ella, y de toda la culpa que sintió. Le hablamos de tantas mujeres violadas cuando eran niñas y que hoy cuando lloran sienten una especie de excitación fuera de lugar, porque un desgraciado decidió que por el resto de su vida trauma y sexualidad fueran indesligables. De la chica a la que su padre violó y ya no hay forma de que sienta placer ni plenitud con nada bueno o sano o hermoso, porque solo el desafecto, la traición de la confianza, la pérdida de la inocencia, todo lo que se parece a la autodestrucción, le excitan. Nos imaginé a todxs reproduciendo en nuestras camas los patrones de esa violencia primigenia, bautismal, que se queda como una memoria dormida en el cuerpo, condicionando la libido, automatizando la voluntad.

 

Hablamos de todo eso que no debió pasar y de sus secuelas extrañas, complejas, que no podíamos ni siquiera contárnoslas a nosotras mismas y que ahora brota imparable en hilos de sororidad como #Cuéntalo, en el que la gran mayoría de mujeres confiesan agresiones ocurridas cuando tenían menos de diez años, que normalizaron como parte de sus vidas de mujer y que deben sacar, trabajar para sanar. Hablamos de que en los primeros años se forma o se deforma nuestra mirada del mundo, nuestra trastornada relación con él, gracias a todo aquello que será nuestra precaria educación sexual. Nuestro erotismo es una mezcla de cultura, porno, moral y trauma, todo eso que se vuelve deseo, morbo y fantasía. Esas primeras experiencias en adelante harán que eroticemos ciertas cosas y no otras, y para demasiadas mujeres el no consentimiento y el abuso habrán sido su marca indeleble.

 

Yo no lo hablé en ese momento, pero si tuviera que contar algo asquerosamente machista que marcó mi sexualidad, contaría que me sentí tan rechazada cuando era niña y adolescente porque no encajaba, porque era ruca, mujer fácil, fea, chola, libre, que hasta ahora me cuesta sentirme deseada, y eso que tengo gente a mi lado que me lo asegura, pero nunca es suficiente. Durante el largo tiempo en que me odié el sexo fue mi único poder, aunque también fue culpa y estigma por atreverme a vivirlo, y busqué salvajemente experiencias, algunas mías pero muchas centradas en complacer a los hombres para gustarles, para que no me dejaran, por las que acababa vacía, rota, casi siempre maltratada y desechada una vez que se satisfacían conmigo, muy lejos de mi propio placer. El amor me ha curado muchísimo pero el cuerpo a veces habla de esa herida, o mis orgasmos lloran. Y la rabia florece.

 

A veces sueño que hago un viaje o que ya lo estamos haciendo, la odisea del relato propio encadenado, el cadáver exquisito con nuestras historias, que evitará que nos volvamos cadáveres verdaderos.

 

En ese viaje, pongamos que hemos alquilado un coche azul descapotable con nuestra mejor amiga Thelma o Louis.

 

Yo he viajado al momento en que mi primer novio me hizo llorar a los 13 años porque no quise bajarme el pantalón. Y me dejó ese día.

 

Y he buscado dónde vive ahora el tipo que me sedujo y me convenció de ir a su casa y no me hizo ni puto caso cuando le dije que parara, que no quería, y tuve que salir corriendo.

 

Y en un pasillo de mi mente he encontrado a ese sujeto con el que me enrollé una vez y que mientras teníamos sexo vio que me había venido la regla y me empujó muerto de asco, me obligó a bañarme y me botó de su casa.

 

También a esos dos que me follaron borracha en una playa sin protección y me contagiaron ladillas.

 

En ese viaje he llegado hasta el tipo que me folló violentamente en el techo de un edificio, con medio cuerpo sobre el abismo y temí que me matara.

 

Y he corrido detrás del hombre que siguió a mi hermana, cuando tenía 14 años, hasta nuestro edificio, se metió con ella en el ascensor y comenzó a menear su pene delante de ella hasta asustarla de por vida.

 

Y siempre, siempre, a por el ex que me reventó la nariz porque se partía en dos de celos.

 

He podido volver a cagarme en la vida del viejo que me metió la mano cuando pasé a su lado con mi minifalda escolar.

 

Y he decidido no olvidar al que eyaculó dentro de mí sin decirme nada porque no se aguantó y pensó que eso es lo normal, que ya me tomaré una píldora al día siguiente.

 

No sé dónde acabará nuestro viaje justiciero y feminista, compañeras, si acabaremos muertas o más vivas, solo sé que tenemos que hacerlo por las que vienen. Mi hija tiene 11 años y en su colegio algunos niños ya la llaman “hembrista”.

 

Yo no creo como la escritora Catherine Millet –alguien maravillada por la posibilidad “técnica” de que una mujer tenga un orgasmo durante una violación (sic)– que lo que importa es salvaguardar la mente o el espíritu, mientras el cuerpo puede independientemente sufrir degradaciones al paso, deseadas o no. Creo en la unidad de lo que somos porque la mente es cuerpo, porque todo lo que ha hecho el machismo en nuestros cuerpos ha marcado profundamente nuestra alma y estamos empeñadas no en seguir disociadas, al contrario, más bien en reunirnos y en poner todo a buen recaudo.

 

Le oí decir a la feminista peruana Angelica Motta, que suele darle vueltas al tema de la educación sexual en los niños, que hay que erotizar el consentimiento desde muy temprano. Sí, porque si las mujeres sufren tantas violaciones es porque los hombres lo que tienen erotizado –por su escasa educación sexual, por su consumo precoz de porno de mierda, por el patriarcado que los atraviesa, etc.– es el forzar y violentar mujeres; así como muchas mujeres tienen erotizados la obediencia, la pasividad y el sometimiento, porque desde niñas las obligan a darle un beso al tío y luego el tío las toca y ellas callan. Y seguimos callando hasta hoy que hablamos y dejamos mudo al resto del mundo.

 

Me gustaría pensar en cómo hacer cada vez más del sexo una experiencia consentida y con sentido, en que aprendamos a jugar, salir y entrar en roles, consensuar, ficcionar oscuridades pero volver a la luz, acordar y cuidar, buscar que el sexo sea también una vivencia real de encuentro con el otro y la otra, de verdad y trascendencia.

 

Empezar a cuidarnos en serio no es de puritanas, es de supervivientes.

El cuerpo es una historia de amor que también acaba

 

“El cuerpo aceptado es solo teoría. El cuerpo marginal, el cuerpo que cambia incomoda, por escasez o abundancia, me incomoda a mí, incomoda a todos”.

 

Publicado en: Vice en español el 25 de marzo de 2020

 

Nací vieja, me dijo cuando se lo mencioné, y yo pensé que entonces podíamos intentarlo. Ella tiene trece años menos que yo. Eso quiere decir que cuando a mí me vino la regla ella no había nacido. Cuando tuve sexo por primera vez ella aún usaba pañales. Cuando leí Cien años de soledad ella aún no había aprendido a hablar. Cuando hizo su primera comunión yo ya había abortado. Podría seguir. He hecho demasiadas veces estas comparaciones perturbadoras y desasosegantes. Para mí 1988, el año en que nació, fue ayer.

 

Lo primero que cambia cuando empiezas a amar a alguien más joven, sobre todo si eres una mujer, es tu autopercepción.

 

El cuerpo cambia por sorpresa. Nada que tenga que ver con la decadencia corporal es una apuesta ganada, ni siquiera si te pones en el peor de los casos. Cómo calcular objetivamente todo lo que cae y se pierde, lo que se oxida y se entumece, lo que no se recupera, sin sumirte en el desánimo, el escarnio o la viejofobia. Para qué siquiera intentarlo. Puedes tratar de ignorar el paso del tiempo como una aplanadora sobre la carne y los huesos haciendo muchas cosas, pero siempre habrá algo que te lo recuerde.

 

Mi marido dice que sigo atractiva pero que deje de comer mantequilla. Mi hije adolescente dice que a veces me visto con looks de colegiala hentai. Antes se burlaba de mí pero creo que ha notado mi congoja y ahora me llama “Diosa” cada vez que me visto emulando a Becky G.

 

Mi novia llama a la vejez embellecimiento. Por eso nunca menciona el tema de nuestra diferencia de edad; es demasiado elegante o demasiado feminista o demasiado maja para hacer eso. Dice que no se me nota, que me veo más joven que ella, que le gusto tal como soy. Dice que no tengo canas. Dice que no he subido de peso. El otro día llegó al colmo de decirme que mi ano no tiene arrugas. Lo del amor es ciego cobra una nueva dimensión cuando la que ama es ella.

En cambio yo me paso mucho rato de la vida con los ojos muy abiertos escrutando mis cambios físicos.

 

Todo me sorprende, que una cana surja y crezca fuerte y luminosa como el ichu andino en el centro de mi raya al medio, rígida y erecta como una antena parabólica que capta mis nuevas frecuencias. Cuando en el espejo veo brillar la hebra blanca pelo de muñeca la arranco con voluntad de precisión como se caza un bicho en el aire. No siempre puedo, peleamos siempre mi cana y yo con ferocidad a ver quién gana en el duelo de la vida; solo logro partirla en dos, como cuando se corta la cabeza a la serpiente y esta sigue coleando; porque ahí sigue la muy perra, pequeñita, un resto de mi nuevo yo naciente resistiéndose al borrado automático que le infringe mi fobia a los años. A veces tengo que pedir ayuda: sácamela. Aún no acepto que me muero, ni siquiera ahora que el pelo gris plata es el must de la temporada.

 

También me sobresalto cuando, en los primeros minutos del sueño, me despiertan mis propios resoplidos, porque esos no son ronquidos. No entiendo por qué de un tiempo a esta parte hago esos sonidos o por qué ahora puedo oírlos. La senectud viene con nueva banda sonora. Creo que los míos solo pueden definirse como relinchos. Cuando vemos una película al final de un día agotador que acaba con el hermoso silencio que dejan atrás dos niños dormidos, yo me duermo a la mitad y ella la termina. Me siento un animal que duerme de pie, un caballo que baja los párpados y cierra el telón. Sospecho que mis cachetes crecieron o están más flojitos y hacen de caja de resonancia. Pero no descarto una metamorfosis superior.

 

Cuando marchamos en las manifestaciones feministas ella siempre va rápido y por delante, y yo lenta y por detrás, intentando alcanzarla. Yo le digo que ir tan rápido no es muy feminista de su parte y ella desacelera. Luchar juntas ha borrado nuestra diferencia de edad.

 

El cuerpo aceptado es solo teoría. El cuerpo marginal, el cuerpo que cambia incomoda, por escasez o abundancia, me incomoda a mí, incomoda a todos. El troll se alimenta del miedo, el tiempo es miedo y yo soy mi propio troll. La posibilidad de un cuerpo mejorable, aceptable, futurible, acosa desde dentro, va minando las posibilidades de ser un cuerpo válido ahora mismo. Un cuerpo rechazado, marrón, vive, a la vez, anclado en el pasado, cada día vuelve a sentirse el cuerpo de una niña que miran los racistas.

 

La mujer que duerme conmigo no solo es blanca y más joven, también es muy delgada. Cuando hacíamos el amor al principio cerraba fuerte los ojos para no ver que mi cuerpo casi doblaba al suyo en masa muscular. Estuve a punto de terminar con ella porque pensé que no iba a poder excitarme mucho sin sentirme pequeñita en la cama, cosas del patriarcado. Luego aprendí a sentirme grande y a adorarla como adora una ola que se traga una estrella de mar. A veces me siento para ella la madre gigante que nunca tuvo y yo sí. La edad y el peso son solo unidades de medida que no miden lo importante.

 

Desde que me enamoré de una mujer más joven veo porno con señoras, normalmente con chicas más jóvenes y más delgadas, a veces interracial. La señora negra, claro, soy yo. Dime con qué porno andas y te diré quién eres. El porno es el espejo invertido del alma. El porno es como tu perro, se te parece, tiene lo mejor y lo peor de ti. La mayoría de videos son pésimos, pero hay algunas extrañas joyas en las que pasa algo que hace que me lo crea todo: me conmueve la ternura y devoción con que el cuerpo joven de una mujer trata sexualmente a un cuerpo anciano de mujer, pasivo y receptor. Me parece interesante ver cómo una mujer blanca lame el ano de una mujer negra. Me lo creo tanto que ya toda la demás pornografía me parece lo que es: un timo.

 

Cuando veo mis fotos de hace veinte años me gusto, estoy buenísima. Y en las de hace diez años me gusta la chola que soy, con esa increíble piel marrón enmarcada en un largo pelo negro brillante. Y también me veo guapa en las fotos de hace cinco años. Cómo podía verme fea, cómo podía sentirme tan mal, en qué cristal me estaba mirando, a qué putos racistas estaba escuchando, qué me estaban diciendo de mí misma, qué me estaba diciendo yo. Cómo desperdicié tanto tiempo. Cómo pude no disfrutarme. Las fotos me sirven para hacer un esfuerzo por hacerlo mejor esta vez. El amor propio no tiene edad.

 

El roce con una misma crea incomodidad. Es la permanente autoconsciencia. Me refiero a esa íntima fricción de los pliegues del alma que no alivia ni el talco. Como dice mi amiga Mafe Ampuero, para nosotras las grandes el roce no hace el cariño. El de unas tetas enormes rozando el abdomen mientras tecleo con vehemencia este artículo, la música dolorosa que hacen mis muslos forzados a tocarse hasta la rozadura debajo mi falda veraniega.

 

Los cuerpos, también, habitan silenciosamente distintas zonas climáticas. Mi chica es tan delgada que siempre se muere de frío. Yo siempre me muero de calor. Mi cerebro vive en el trópico y el suyo en Madrid. Sudo desde que nací hasta empaparme, más en público que en privado, por mi raza, por mis nervios y ahora quizá hasta por la premenopausia. Me falta para eso, pero yo hice mi casa en el país de las conjeturas. Casi siempre lo achaco todo a lo pre-algo. Tengo un SPM lascivo y melodramático, lloro y ansío con la misma desesperación.

 

Pero no he caminado lo suficiente, por ejemplo, sobre el suelo pélvico, ese conjunto de músculos que sostienen la vejiga, la uretra, el útero, la vagina y el recto. Una obstetra me dijo que es como un ascensor y que uno puede apretar allí abajo y hacer que suba y baje mentalmente, que es una manera de ejercitarse para no terminar cagándote mientras haces la compra. A mí no me ha pasado semejante cosa, pero desde que tuve une hije hay estornudos y algún ataque de tos que hacen que se me escapen unas gotitas de pis como si me llegara un mail del futuro. Solo me he meado entera riéndome de mis propios chistes. Temo a la hipotética sequedad vaginal como a la muerte, aunque mis mayores dicen que es otra leyenda.

 

Amar a alguien mucho menor que tú puede efectuar cambios extremos en tu vida, por ejemplo, cambiar el futuro.

 

Ya no haré muchas cosas que pensaba que haría y haré otras completamente inesperadas. Por ejemplo, caerme jugando al pilla pilla con mi hijo pequeño, al que decidimos traer el mundo cuando yo ya tenía edad para ser casi su abuela. Así que se podría decir que me caí persiguiendo la juventud.

 

Me caí de la manera más estúpida. La estupidez no tiene nada que ver con el tiempo. Pero sí con el capitalismo, con el agotamiento. Llevo muchos años cuidando gente y redactando cosas hasta en sueños. Salgo del texto para entrar en la lavadora y le sacudo la arena del parque de los zapatitos para volver al texto y abandono el texto para regresar a preparar la cena. Pensé que cada vez cuidaría menos, pero cuido más que nunca. Aunque aún no me cuido a mí.

 

Un día te cansas y te caes.

 

Me rompí el hombro derecho en tres pedazos y ahora llevo una placa de titanio y unos cuantos clavos. Si te caes y te levantan es como volver a nacer. Los primeros dos días mis parejas me limpiaban el culo como si tuviera dos años. Me pasé una semana sin poder abrazar, sin poder escribir, fue un alivio. Pero soy una trabajadora autónoma y no puedo alargar esos lujos, así que lo de escribir con dolor dejó de ser un titular coqueto para la prensa y comenzó a ser literal. Tuve que ir a rehabilitación durante varios meses junto a un montón de gente rota. Para algunos la rehabilitación consiste en actuar como niños que aprenden a caminar otra vez. De repente, yo era la más joven de la planta de fracturados. Las señoras de ochenta años se caen todo el tiempo. Empecé a tener fantasías pornográficas en las que ahora yo era la joven. Las señoras sentadas en unas sillas y tirando de poleas, hablando de nuestras caídas y soledades como si habláramos de nietos. A veces el futuro simplemente te alcanza.

 

Un día su cuerpo y el mío se sincronizaron, incluso nuestras menstruaciones. De alguna manera la mujer que nació vieja y yo hemos conseguido estar en la misma línea temporal sin necesidad de viajar a la velocidad de la luz. Pero el tiempo sigue corriendo y yo tendré que correr un poco más hasta que por fin habré llegado primero que ella a algo. Le he pedido que cuando alguna enfermedad me postre traiga gente a casa y me deje verlos follar por un agujerito como en Rompiendo las olas. Me ha dicho que no. Lo que sí me ha prometido es que cuando llegue el día me cambiará la cuña y humedecerá mis labios cuando me bese la muerte. Qué ternura dan dos cuerpos prometiéndose eternidad. Ah, el cuerpo, esa historia de amor que también acaba.

Orgullo marrón

 

 

Jamás se me hubiera ocurrido hace unos años llamarme a mí misma “marrón”. En el imaginario colectivo racista en América Latina es un color asociado a la suciedad. ¿Es posible resignificar una palabra para reclamar una identidad?

 

Publicado en The New York Times el 14 de julio de 2020

 

MADRID — Es probable que ninguna persona marrón pueda olvidar la primera vez que alguien le sugirió que se bañara, señalando una supuesta suciedad de su piel. A mí me lo dijeron en una playa limeña. Recuerdo cómo al volver a casa lloré restregando cien veces la esponja a ver si se borraban las partes más oscuras de mi piel. No sé cuántas veces he tenido que decir la frase “soy así” a gente que ha sentido como legítima su curiosidad por la gradiente de marrones que sube y baja caprichosamente en mi epidermis.

 

Jamás se me hubiera ocurrido hace unos años llamarme a mí misma marrón. En el imaginario colectivo racista es un color alevosamente asociado a la suciedad, incluso al excremento. Y eso que hay muchísimas cosas marrones hermosas, como la tierra, las hojas en otoño, las galletas recién horneadas. Pero no. A las niñas y niños peruanos, en gran parte marrones, nos enseñan en el colegio que el rosa pálido de nuestros lápices es el “color piel” y el que se parece a nuestra piel, el “caqui”. Hace unos años, una persona racista se hizo famosa en Perú porque insultó a otra llamándola “color puerta”.

 

¿Es posible un orgullo marrón, un orgullo color puerta? Hoy, una comunidad expropia la etiqueta que servía para despreciar y decide recuperarla resignificada para reclamar una identidad. Son personas a las que durante años se intentó meter en el mismo saco de “lo mestizo”, como parte del proyecto civilizatorio blanco de borrado cultural y étnico. Rotulados como morenos, trigueños, cobrizos, cholos, los descendientes de indígenas que sufrieron directamente la violencia colonial se acuerpan para rechazar la opresión racial. Este es nuestro momento.

 

En las últimas semanas, con el trasfondo de Black Lives Matter y en buena medida activados por el gran impulso que vive la lucha contra la discriminación en el mundo, activistas de varios países de América Latina han señalado cómo funciona históricamente el racismo también hacia las personas marrones para acuñar simbólicamente algo así como un Brown Lives Matter, pero aplicado a cada casa.

 

Así, se ha cuestionado en Argentina, la hipocresía de colocarse el lema importado de Estados Unidos mientras allí se sigue ejerciendo discriminación contra migrantes andinos y contra sus propios compatriotas de ese origen, por lo general olvidados por la idea de una Argentina blanca y porteña. Allí está esa señora que le enmendó la plana a un presentador de televisión que le preguntó de dónde había migrado: “Soy salteña —contestó—. Se les olvida que los argentinos somos coyas”. Los coyas son los pueblos indígenas originarios del norte de Argentina. Se les olvida, como se les olvida también que existen afroargentinos.

 

En la pandemia, que ha sido ese gran amplificador de nuestras miserias y desigualdades, quienes retornaron de Lima hacia sus comunidades, por hambre, caminando y exponiéndose a la enfermedad, no fueron blancos sino cholos e indígenas pobres. En Perú, a inicios de junio, había en promedio una prueba de la COVID-19 por cada cincuenta personas, mientras que en las localidades de los indígenas awajún, había aproximadamente una por cada 494, según un análisis de Ojo Público. Quienes mueren en las olas de frío, en los huaycos, en las inundaciones y en las pandemias son siempre los mismos. Es a las comunidades indígenas a quienes el gobierno peruano ha querido negar agencia y participación política para acelerar la cesión de sus territorios a las mineras. Ese abandono histórico, se llama racismo. Empecemos a llamar por fin a las cosas por su nombre.

 

El racismo que practican las élites criollas en Latinoamérica, tradicionalmente blancas y que han concentrado el poder político, social y económico de generación en generación, es estructural y consecuencia directa de la colonización. El color de piel sigue determinando el lugar que ocupas en la sociedad. La idea de que las personas tienen lo que tienen o han llegado a dónde han llegado solo con base en su esfuerzo y su valor o talento personal, esa fábula del capitalismo, es negar siglos de historia colonial.

 

En el Perú, los niños también crecemos rogando ser menos cholos para ser menos discriminados. Nadie quiere ser el más cholo, el más marrón, el más negro, porque para muchos más racialidad significa más acoso y exclusión, también más pobreza. Y eso que según los últimos censos, que ya incluían la autoidentificación étnica, más del 60 por ciento de la población se define como “mestiza”, mientras los blancos no llegan ni al 6 por ciento. Sin embargo, en los puestos de poder aún se ven indígenas solo como cuotas.

 

Y es que en mi país los racistas todavía nos mandan a bañar. Hace unos meses, durante un debate electoral, un candidato blanco le entregó a otro no blanco un jabón. Tras la polémica, por primera vez un acto racista fue tratado como tal y condenado masivamente. Por fin parecía alejarse la costumbre de endilgar supuestos complejos de inferioridad a quienes son en realidad víctimas del racismo. El candidato del jabón no fue elegido y la fiscalía abrió una investigación contra él por discriminación.

 

¿Algo está cambiando? Desde hace solo pocos años existen instancias del gobierno para alertar contra el racismo en el Perú y más políticas públicas antidiscriminación, pero aún queda mucho por hacer.

 

La buena noticia es que, pese a que el acoso racista aún es habitual en calles y redes, la organización y el orgullo son cada vez más fuertes. Hay afrodescendientes y cholos activando y poniendo el cuerpo, haciendo esforzada pedagogía cada día en los medios, publicando libros, ofreciendo talleres y participando en debates y charlas como “Quiénes somos las marronas”, que dio hace poco Primakabra, activista marrón y disidente sexual.

 

Lo que viene ocurriendo ha provocado litros de “white tears”, como se llama con humor al modo en que responden las personas blancas a estos cuestionamientos. Este también es su momento: deben revisar la manera en que se han beneficiado de este sistema que prioriza, cuida y enaltece unos cuerpos sobre otros. Deben saber que para desmontar este orden aún colonial solo hay un camino: participar de la lucha política antirracista. No será sencillo, porque no es fácil aceptar que incluso sus buenas intenciones están asentadas en una construcción racista y clasista. Pero se tiene que hacer.

 

Hay, además, una creciente tribu de jóvenes disidentes de los estereotipos raciales en toda la región, que reivindican el orgullo marrón, su arte, sus historias, combatiendo la estética dominante, reivindicándose a través de fotos y videos como cuerpos que importan, que son bellos y dignos del deseo, de amor y cuidados. Pelean contra esos lugares comunes que relacionan, por ejemplo, al marrón con la sumisión, la pobreza y el dolor.

 

La activista Sandra Hoyos, del colectivo argentino Identidad marrón, siente que lo marrón es sobre todo una identidad política. Lo que se viene, pues, es resistencia y lucha, desde los cuerpos negros y marrones.

 

Si seguimos trabajando contra el racismo, quizás algún día a Marco ya no le vuelvan a prohibir entrar a una discoteca, ni vuelvan a confundir a Joseph con el camarero de la ceremonia del premio que se había ganado él. Ni a mí con la niñera de mi hijo. Ni a Rosa con la ladrona del supermercado. Ni a ningún niño o niña la manden a bañar por ser marrón.

Dame el tuyo, toma el mío

 

 

Publicado en cronicasperiodisticas.wordpress.com el 14 de noviembre de 2008

 

Esta noche me dispongo a ser infiel con permiso de mi marido. La puerta del 6&9 es tan discreta que nos hemos pasado de largo dos veces. Llevo encima un abrigo para camuflar mi look temerario y tres tragos de cerveza. J lleva una barba de cuatro días: lo veo tan guapo y tan mío que no puedo imaginar que en unos minutos se irá a la cama con alguien que no soy yo. Hay que tocar el intercomunicador. Deben estar viéndonos por una cámara. Nos abre un sujeto pigmeo y con cara de aburrido que dice que la entrada doble cuesta treinta y cinco euros. Vengan por aquí. Toman la posta dos mujeres atractivas, las relacionistas públicas (digamos lúbricas) del lugar. ¿Qué queremos beber? Estamos ante una barra larga y desierta. Somos los primeros, maldita sea. Son las once de la noche de un jueves en Barcelona. En el televisor sobre la barra se ve una película porno en la que un camionero la emprende contra una rubia quebradiza. ¿Es la primera vez? Sí. Vengan conmigo, nos repite una de las anfitrionas de hoy, con acento sevillano. Es menuda, lleva el cabello ondulado y unas botas hasta las rodillas parecidas a las mías. No es una anfitriona más: es la dueña del 6&9. Conoció a su novio por un aviso publicado en una revista swinger, se enamoraron y abrieron juntos este local para intercambio de parejas que ya tiene más de cinco años.

 

Esta noche es una promesa intergeneracional, multirracial y multiorgásmica. A diferencia de otro club como el Limousine, que se repleta de adinerados sesentones cuesta abajo, el 6&9 es popular por su buena disposición para recibir a jóvenes de clase media que todavía no veo por ninguna parte. En mi encuesta previa lo habían calificado además de «higiénico», un tema que yo había soslayado inicialmente por mi creencia de que el sexo es sucio sólo si se hace bien, pero que terminó siendo un punto a favor del 6&9 cuando decidimos venir. Seguimos a la anfitriona sevillana en un recorrido relámpago que tiene por finalidad describirnos el lugar y explicarnos las reglas del juego. Dejamos atrás el bar. Ésta es la sala del calentamiento, dice ella: aquí podéis bailar una pieza o echar un vistazo a la porno mientras bebéis algo. Bajamos las escaleras hacia un sótano que es la versión erótica de la caverna de Platón o, a lo mejor, la cueva donde se divierte una pandilla de antropófagos. A partir de aquí sólo se puede pasear como se vino al mundo. La llave para los casilleros se pide en la barra y luego aparece el impresionante escenario del escarceo: los treinta metros de cama en forma de ele que los fines de semana hacen crujir hasta cincuenta parejas a la vez, pero que a esta hora aún luce vacante. Justo enfrente, un dispensador de preservativos. A la derecha de los camerinos, el jacuzzi, y más allá las duchas para parejas y el cuarto oscuro, una especie de minidiscoteca nudista.

 

–Si no queréis nada con alguna persona basta con tocarle el hombro.

 

Ésta es la contraseña del 6&9. Cada club recomienda a los clientes una manera delicada de informar a los demás cuáles son tus límites.

 

–¿Y para qué es esta habitación? –pregunto.

 

–Es la habitación de las orgías. Aquí vale todo.

 

No me froto las manos, no trago saliva. Sólo miro de reojo a J con un signo de interrogación en la cabeza. Esto recién comienza.

 

Llevo aquí una hora y lo único que he intercambiado son cigarrillos. Se supone que deberíamos intentar ligar con otros swingers menos tímidos que nosotros, pero por ahora no atinamos más que a mirar. Me había pasado toda la tarde preparándome como una novia para su boda y seguir al pie de la letra las instrucciones del anuncio del 6&9: «Chicas, por favor, con ropa sexy». Me ceñí una súper minifalda negra con pliegues, cortesía de mi mejor amiga, una ex sadomasoquista. Me puse una blusa escotada del mismo color y unas botas altas que hacían ver apetecibles mis muslos flacos. Opté por la depilación total. Se la enseñé a J. Me dio la impresión de que al ver lo explícito de mis argumentos, él recién se tomó en serio adónde íbamos y para qué. La gente suele venir a un club swinger para no mentir. Había leído en la web de la North American Swing Clubs Association (Nasca) que el propósito swinger más elevado consiste en que, al relacionarte genitalmente con otras parejas bajo la atenta mirada de tu consorte, evitas sucumbir al sexo extramarital y al engaño. Según la misma asociación, más de la mitad de matrimonios comunes practica la infidelidad secreta. Nada, entonces, como los honestos swingers. Me intriga esta aventura conjunta, esta libertad sexual que surge del consenso, este adulterio vigilado.

 

Nunca habíamos pisado un club como éste, pero a J y a mí podrían considerarnos como una pareja liberal. Más por mí que por él. Me explico: mi primera vez fue a los dieciséis años (nada raro). A la misma edad, tuve mi primer trío (con un novio y una amiga) y mi primer trío con dos hombres completamente extraños (y con aquel antiguo novio de testigo). No es ningún récord, lo sé, pero es suficiente para que los liberales con membresía no me miren tan por encima del hombro. Con cinco años juntos, J y yo contamos entre nuestras experiencias liberales con un intercambio frustrado y varios tríos, aunque siempre con una tercera mujer. En cuanto a los celos, tema superado para los swingers, para mí siempre han tenido que ver con el amor o con la fascinación. Si él se enamora de otra o se fascina por alguien, me pongo celosa. Los celos para él pasan por el sexo: si otro hombre me toca, le rompe la cara.

 

Antes de venir, J mostraba una buena actitud y parecía tomar nuestra incursión swinger como una saludable aventura. Estaba dispuesto a dar el gran paso, o sea, dejarme llegar todo lo lejos que me propusiera, aunque prefería no decirlo con todas sus letras. Para mí, nuestro swinger-viaje era más un ajuste de cuentas (ver tríos sólo con mujeres en el párrafo anterior), pero a pesar de que confiaba en la buena fe de J, tenía miedo de un arrepentimiento de último minuto. Nunca puedes estar seguro de cuán liberal eres de verdad hasta que te encuentras al lado de parejas profesionales de la libertad y el exceso. Según el decálogo swinger, los arrepentimientos a medio camino se dan entre parejas inmaduras que no tienen la mente abierta ni los sentimientos claros. Lo que es un insulto para una dupla que se precie de moderna.

 

Estábamos tranquilos y esperanzados en poder cumplir esta máxima swinger: una actitud liberal se basa en la confianza mutua entre los miembros de la pareja. Un voto de confianza suficiente como para prestar a tu esposo a tus amigas de una noche. Porque un buen swinger es generoso con los compañeros liberales, pero sólo ama a la mano que le da de comer. Se zurra en el noveno mandamiento, pero vuelve a dormir a su casa. Lleva condones a las fiestas de fin de semana, pero permanece fiel todos los días de su vida hasta que la muerte los separe. Siempre he creído en mi capacidad de compartir y sobre todo en mi capacidad de usufructuar. Pero ahora, sentada en esta barra del 6&9, empiezo a preocuparme. Todavía no hemos sido más que tímidos voyeuristas. Veo al fondo del pasillo a un par de jóvenes con los que haríamos buena pareja. Había leído que la mejor estrategia para ligar en estos sitios es que las mujeres tomen la iniciativa. Al fin me decido. Cruzaré los metros que nos separan y me presentaré diciendo alguna genialidad como: «Qué tal, ¿por qué tan solitos?».

 

Por suerte llega nuestra anfitriona. Al notar nuestras caras de perdedores se ofrece a conseguirnos una pareja. Hacer el papel de celestina entre los swingers novatos está incluido en el servicio del 6&9. Miro hacia donde estaban mis primeros candidatos: se han ido. Muchas parejas, antes de ir al punto, prefieren empezar bebiendo unas copas mientras van descubriendo quién es quién. Es un signo más del refinamiento de estos leales y nobles heterosexuales, además de divertidos. Pero aceptar la ayuda de una celestina en minifalda no sólo sería grosero, sino también una prueba de que nuestra timidez nos ha derrotado. Ya es la medianoche. Unas treinta parejas se han acomodado en la sala de los ligues. Sólo los «martes y miércoles de tríos» se permite que ingresen hombres solos. Ahora todos están tomados de las manos en algún sofá, diciéndose secretos al oído. Las mujeres visten minifaldas y los hombres, camisas bien planchadas y están bien afeitados. Casi no hay grupos. A esta hora es evidente que algunos no sólo vienen a ligar, sino a enrostrar su mercadería a los demás y también a montar su propia película porno. Están las parejas retraídas y acobardadas, las escrupulosas que miran de arriba abajo a cada tipa y tipo que atraviesa la puerta, y las libidinosas que te desvisten con los ojos y te llevan mentalmente a la cama. Otras vienen simplemente a mirar, quizá porque no les queda más alternativa. Hoy, está claro, yo no sólo quiero mirar.

 

Hay quienes creen que los swingers están pasando de moda en Europa y en Estados Unidos porque a la gente le gusta más comprar que intercambiar. Prefieren gastarse el dinero de sus vacaciones haciendo turismo sexual, dejarse de cortejos y rodeos y pagar por una prostituta o un prostituto en lugar de ofrendar algo, digamos, tan tuyo. No recuerdo quién decía que el sexo es una de las cosas más bonitas, naturales y gratificantes que uno puede comprar. Los swingers podrían confundirse, así, con personas generosas y desinteresadas que no compran ni venden nada. A mí nunca me gustó intercambiar: siempre he tenido arrebatos de generosidad, egoísmos repentinos, ingratitudes y pequeños robos. Esta noche me siento preparada para que me paguen con la misma moneda. O con un poco menos. Porque la premura del intercambio no da tiempo para mostrar tus garantías, y esta pretendida equidad swinger puede acabar en injusticia. Miro a mi alrededor y sé que en este supermercado de cuerpos todos corremos siempre el peligro de llevarnos gato por liebre.

 

Pero, por lo que veo, el intercambio sólo consiste hasta ahora en altas dosis de caricias, exhibición y harto voyeurismo. Demasiado entusiasmo y nada de acción. En verdad pocas veces se llega hasta el final: digamos, a la cópula cruzada. Aun así, la transacción se pretende lo más justa posible. Si esta noche alguien se me acerca con intenciones de prestarme a su esposo, yo estaré obligada a prestarle el mío. Ni más ni menos. Pero la utopía comunista de Marx no es posible en el 6&9. El trueque siempre es engañoso: demasiado primitivo para nuestra mentalidad moderna. Nos sentimos ridículos y eso que aún estamos vestidos. La mayoría empieza a ser sospechosamente cariñosa con su pareja, salvo los de la mesa de al lado: un cuarteto de intelectuales fashion que parecen haber llegado juntos y, a juzgar por su conversación sobre el parlamento europeo, manejan bien la situación. Las otras parejas estacionadas en la sala de los ligues seguimos incomunicadas, mirándonos con el rabillo del ojo y preguntándonos si somos dignos de ellas o si ellas son dignas de nosotros. Empiezo a tenerle miedo a esta entidad abstracta llamada pareja swinger.

 

La tensión es tal que J y yo no tenemos ganas ni de besarnos. El esnobismo de ser swinger me está matando. Quiero refugiarme en el amor. Pero justo en medio de este trance existencial comienzan las olas migratorias hacia la zona nudista, el territorio del trueque. J y yo intercambiamos una última mirada cómplice antes de cometer el crimen. Bajamos a toda velocidad las escaleras que conducen hacia los casilleros del sótano. Vamos al encuentro de la terapia de choque. A juzgar por los vapores y los gritos, Lucifer debe vivir en las profundidades del jacuzzi del 6&9.

 

Primera vacilación de la noche: quitarse la ropa en medio de un iluminado pasillo, junto a dos «adultos mayores» mofletudos y en pelotas. Los abuelos, sin embargo, ni nos miran, y sus cuerpos, que ya han vivido el apogeo y la caída del imperio de los sentidos, desaparecen en la oscuridad. Optamos por copiar a los conservadores y nos envolvemos con unas toallas blancas. Todos nos miran. La gente tiene debilidad por las novedades. Paseamos por el lugar. En la súper cama de treinta metros, unas diez parejas se besan y acarician: algunas con sobrada calma y otras que parecen acercarse ruidosamente al clímax. Me decepciona no encontrar sexo en grupo por ninguna parte. Como recién llegados no podemos saber si los que ya están en la cama son el producto de varios intercambios discretos. Quizá ninguna de las parejas que se revuelcan en el lecho colectivo sea la original. Una breve ojeada alrededor nos avisa que la diversión parece estar en una cueva contigua, aislada por unas cortinas estampadas de penes azules. Ocho parejas en toallas bailan en la penumbra mientras la temperatura sube sin control. Se entregan al juego, aunque todavía no intercambian nada. Yo también me entrego.

 

Segunda vacilación de la noche: tener sexo delante de tanta gente. Me pregunto si estoy lista. Pero mi impaciencia estalla y se me despierta una especie de espíritu competitivo. Al ver que los demás se manosean, decido desmarcarme y regalarle a J unos minutos de sexo oral casero y devoto, escudada en la oscuridad, pero conciente del exhibicionismo de mi arrebato. Los demás se acercan a mirarnos y siguen nuestro ejemplo. Siempre quise ser una agitadora sexual y éste es sin duda mi cuarto de hora. J toma mi iniciativa con gusto. Las toallas se deslizan a nuestros pies.

 

Esta bienvenida a Swingerlandia ha estado bien para mí. Siento que he ganado algo de protagonismo y que el grupo se ha soltado gracias a mi buena acción. O al menos es mi fantasía. Comienzo a vivirla: creo que los compañeros han empezado a mirarme lujuriosamente. Creo que ha comenzado a tocarme un pulpo precioso. Creo que estoy en los brazos de un sujeto calvo. Su mujer se me planta al frente y empieza ese bailecito lésbico de videoclip que tanto les gusta a los chicos. La sigo, qué más da. Es guapa y muy delgada, suda y, para ser sinceros, tiene una cara de loca o de haberse metido éxtasis. Yo ni siquiera estoy borracha. Todos nos tocan y nos empujan suavemente a una contra la otra. La ola del deseo se propaga. ¿Pero quién es éste que no me suelta las tetas? ¿Es otra vez el calvo o es otro? Imposible saberlo.

 

En un segundo busco a J y lo veo con la chica éxtasis, también manoseando a su antojo. Siento un ligero escozor, pero nada serio. Imagino que él debe estar igual o peor. Me alivia saber que también se divierte y no se preocupa por mí, o al menos que lo finge muy bien. Sigo yendo de mano en mano, descubro que me gusta sentirme así, que nadie sepa quién soy, abandonarme a los caprichos de algo que está más allá de mi conciencia. Empiezo un juego solitario que consiste en toquetear con insolencia a las parejas que no se han integrado, lo que me hace saber que estoy excitadísima. Me miran mal y casi me hacen despertar de mi fantasía. Quizá estoy violando una regla swinger sin darme cuenta. No distingo entre los cuerpos anónimos a J. Me angustio, me hago la idea de que lo he perdido, si no para siempre, al menos por un buen rato. Pero entonces una mano penetra entre las ridículas cortinas y me jala hacia afuera.

 

He hablado con más de media docena de parejas swingers esta noche y todas defienden su opción como un antídoto contra el virus de la infidelidad. Juran que es una novísima forma de sexualidad, capaz de salvar matrimonios agónicos o al menos de estirarlos. Muchos no son otra cosa que versiones recicladas de aquellos cornudos y cornudas voluntarios de la década del setenta (o sus hijos) que consagraron el amor libre y el sexo extramarital. Devotos de la consabida frase: «La fidelidad es el falso dios del matrimonio». Creyentes de que su iconoclasta vida de pareja se enriquecerá sacando una que otra vez los pies del plato. Swinger significa «algo que oscila» y alude a esa facilidad humana para viajar de cama en cama. Define al tipo de persona que renuncia a hacerse de la vista gorda, que reniega de la doble moral y se atreve a actualizar sus máximos delirios con otras personas, aunque dejando que el amor sea el único campo minado para los intrusos. Pero esta regla también se viola a cada instante y algunos confiesan haberse enganchado alguna vez con la pareja de otro e incluso haberse visto a escondidas con ella. Hay casos graves de incumplimiento de contrato que se convierten en matrimonios de cuatro.

 

Georges Bataille decía que es un error pensar que el matrimonio poco tiene que ver con el erotismo sólo porque es el territorio convencional de la sexualidad lícita. Lo prohibido excita más, eso se sabe, pero los cuerpos tienden a comprenderse mejor a la larga: si la unión es furtiva, el placer no puede organizarse y es esquivo. Imagino que los swingers no le darían crédito al francés Bataille cuando además escribió: «El gusto por el cambio es enfermizo y sólo conduce a la frustración renovada. El hábito tiene el poder de profundizar lo que la impaciencia no reconoce». Para la mentalidad swinger, un matrimonio es impensable sin fiestas, sin orgías, sin una visita eventual a un club de intercambio. Yo imaginaba que éste sería un templo de sofisticación y placer al estilo de Eyes Wide Shut, la última película de Kubrick. Pero lo que ocurre dentro de un club swinger no se parece tanto a esas escenas de glamour y lujuria que la gente suele imaginar desde afuera. Para empezar, está lleno de panzones sudorosos y mujeres con siliconas. Tampoco es esa utopía de la paridad que quieren vender los políticos swingers: un mundo repleto de gente con fantasías para compartir y cuyo fin es reducir los índices de divorcios. Lo que dicen las cifras es que los divorcios son más comunes entre parejas liberales. ¿Y? A los swingers esto no parece importarles.

 

La mano que me jalaba era la de J, por cierto. Tras la virulencia del cuarto oscuro, ahora lo sigo hasta la súper cama en forma de ele. Queremos un momento de paz e intimidad. Comenzamos a acariciarnos, pero yo estoy desconcentrada. J, en cambio, ya está encima de mí, muy dispuesto. Le pregunto qué tal. Más o menos: no le gustó que la chica del éxtasis lo tocara con modales de actriz porno. Me sorprende mi éxito, le digo un poco presumida, y le susurro palabras al oído.

 

–¿Tuviste celos? ¿Tuviste ganas de matar?

 

–¿Tú qué crees? Me daban vértigos.

 

–Pero, ¿rico?

 

–…

 

–¿Rico verme con otro?

 

–No, francamente espantoso. Mejor si puedo evitarlo el resto de mi vida.

 

Yo le diré lo de siempre: verlo con otra me excita tanto como me duele. Hacemos el amor. Sin querer nos estamos comportando como unos swingers: nos han estimulado extramaritalmente y procedemos a consumar el sexo conyugalmente. De vez en cuando volteo a la derecha y a la izquierda, atenta a nuestros compañeros de cama. A la derecha hay una pareja de chicos que no llegan a los veinticinco años. Ella es tan morena que no parece de aquí. Él le practica un sexo oral con evidentes muestras de torpeza. Ahora hacia la izquierda: una pareja mayor, ambos muy gordos, me hace pensar en el peso de la costumbre. Ella está encima y no pierde su ritmo eficaz hasta que se viene. No sé si sentir pena o alegría por la evolución: a la larga llega el conocimiento, el declive. Y ese gesto lúdico e intrascendente que anhela hacer renacer una excitación ¿perdida? con experiencias nuevas es nuestra caricatura. Pero J entra y sale con una especie de furia tardía, y entonces mis cavilaciones se extinguen en un orgasmo larguísimo.

 

Entramos en receso, nos damos una ducha fría y salimos hacia la calefacción. En la sala conocemos a una pareja muy simpática. Él es transportista y ella, enfermera. J me dice que la mujer le recuerda a su profesora de matemáticas. Tiene gafas y unas tetas enormes. Me parece una bonita fantasía hacerlo con tu profe de mate. Ya dije que no soy celosa, aunque su marido se parece al Hombre Galleta. Es casi enano, corpulento y tiene el rostro rugoso. Ambos son dulces. Los cuatro nos hemos sumergido en el jacuzzi y la estamos pasando bien.

 

Tercera vacilación de la noche: hacerlo con la primera pareja poco atractiva que te dirige la palabra. Estamos ante un caso muy común dentro de este mundillo: uno de los miembros de una pareja (J) se interesa por un integrante de la otra pareja (profesora de matemática con tetas), mientras el otro elemento (yo) sigue pensando en que mejor sería volver a encontrar al calvo y a la loca del éxtasis y acabar lo empezado. En estos casos es mejor abortar el plan, recomiendan los expertos: un club swinger podría convertirse en el Club de la Pelea.

 

Ni lo sueñes, le digo a J cuando al fin nos quedamos solos. La pareja se ha ido a bailar al cuarto oscuro, de seguro creyendo que iríamos tras ellos. No me gusta el Hombre Galleta, el marido de la profesora, qué puedo hacer, aunque me decepciona no ser tan democrática como pensaba. Huimos de manera cobarde hacia la habitación de las orgías, un buen lugar para esconderse. Siguiendo nuestro atrofiado instinto swinger, llegamos por fin a lo que parece ser un intercambio de parejas con todas las de la ley. Hay unos espejos frente a una cama más pequeña que la de afuera, y allí se desparraman varios cuerpos jadeantes. En este punto sería muy complicado tratar de saber de quién es qué. El eufemismo pareja ya no tiene ningún sentido. No hay forma de individualizar, son una gran entidad: podría tratarse de Lengualarga, esa diablesa hindú con vaginas en todas sus extremidades, que está haciendo el amor con el nieto del dios Indra, aquel ser que tiene igual cantidad de penes. Los gemidos nos dicen que hemos llegado tarde, pero igual intentamos participar. Dos parejas muy hermosas parecen divertirse de lo lindo muy cerca de nosotros.

 

Cuarta vacilación de la noche: quizá sea una orgía privada a la que no estamos invitados. Una mujer que podríamos llamar la Yegua –poseedora de una gran energía sexual según mi Kamasutra de bolsillo– está masturbando a un tipo mientras otro la penetra. Ambos se detienen, tienen fuerzas para levantarse de la cama y ponerla contra la pared. La acometida es vibrante, hay un componente bestial en todo esto. La Yegua grita. Nosotros somos mudos observadores de las maravillas de la naturaleza, pero sobre todo de las maravillas de la cultura. Esta escena se trae abajo otro mito del mundillo liberal swinger: el de la igualdad de oportunidades. Aquí, como en el mundo real, sólo tienen éxito los que son hermosos y sensuales, los que van al gimnasio y se operan. Los que no, tienen que resignarse al onanismo. La competencia puede ser descarnadamente desleal.

 

Mira quiénes vienen por allá, me dice J. Vemos que están entrando la profesora de matemáticas y su marido, el Hombre Galleta, y rápidamente ocupan su lugar al lado de nosotros. Ella empieza a hacerle un fellatio y, una vez que logra su objetivo, se inserta dentro de él bamboleando sus supertetas y lo cabalga suavemente. J estira sus manos hacia los pechos de su profesora, mientras yo le hago un nuevo sexo oral a él. El Hombre Galleta hace uso de su derecho y estira sus manos hacia mí. Me coge los senos. Yo le cojo los senos a su mujer. Todos le agarramos las tetas a la profe. Deliberadamente monto al hombre dándole mi espalda y me quedo cara a cara con la profesora, quien a su vez recibe los embates de J desde atrás. Para este momento, el Hombre Galleta, con dos mujeres encima, ya me está masturbando con sus dedos de conductor de autobuses hasta que me vengo. Soy la única que alcanza un orgasmo. Me siento agradecida por tantas muestras de cariño desinteresado. Luego J y yo nos alejamos de ellos sin despedirnos.

 

Han pasado ya varios días desde que perdí mi virginidad swinger. Rebobino la película y vuelvo a viajar por un instante a ese mundo de intercambios sexuales. Veo a los desposeídos del placer siendo objeto de las multinacionales y sus tentáculos, pretendidos alquimistas del sexo que convierten lo banal en oro, que ofrecen paraísos artificiales, falsas fuentes de la eterna juventud y otros paliativos contra la infelicidad. Veo matrimonios al borde de la debacle, mujeres frígidas, adultos mayores, fármaco-dependientes, cocainómanos en última fase, buenos católicos, despojados del Viagra, eyaculadores precoces, micropenes, dictadores, impotentes, presidentes del mundo libre, clase trabajadora en general, swingers con los días contados viviendo la extinción del deseo como un infernal viaje hacia la desesperación.

 

Ésta es una noche de viernes en una Barcelona asfixiada de calor y J duerme con el televisor encendido en un partido de fútbol mientras yo escribo sin parar, tal vez esperando la llamada de mi amiga, la ex sadomasoquista, sintiéndome de todo menos liberal. Me regalo el privilegio de ver el mundo de los swingers y sus manjares desde la distancia: no de una distancia orgullosa, pero sí a salvo, con la tranquilidad de quien se sabe joven y amada, aunque sea con fecha de caducidad. No sé si era Aldous Huxley quien decía que es un problema descubrir un placer realmente nuevo porque siempre se quiere más. Cuando uno se lo permite en exceso se convierte en lo contrario: cada placer aloja la misma dosis de dolor. Sé que fui liberal alguna vez, pero sólo hasta que regresé del planeta de los swingers. He traicionado el voto de confidencialidad de la mafia. La última regla para un swinger es no revelar nunca lo que ocurre entre liberales del sexo. Quizá nunca lo fui.

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