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Tacna, 1952

Giovanna Pollarolo

cada noche el vuelo del zancudo

me anuncia el desvelo

escucho desde lejos el zumbido

sé que viene a mí

a espantarme los sueños

y empieza el inacabable acomodo

buscando un lugar frío

en el enredo de sábanas calientes

un hueco inexistente donde enterrarme

mientras la sangre hierve

y ya me siento devorada presa

renacen antiguos y olvidados temores

y me amenazan

aunque encienda la luz

aunque adivine el día.

El sueño del bodeguero

 

La palabra bodega la aprendí en Lima,

en Tacna decíamos despacho

y antes era pulpería

ser pulpero o hijo de pulpero

enorgullece a algunos y avergüenza a otros.

Mis abuelos tenían un despacho

estantes altos llenos de latas

cajones de fideos, azúcar, arroz

medio kilo de harina, madama

le decían

y ella colocaba un papel en la balanza

papel café, de despachar

cogía las dos puntas y le daba vueltas admirablemente

yo miraba, quería aprender

olía el despacho a aceitunas

a queso fresco, a vino que el abuelo compraba

en las bodegas después de probarlo y saborearlo.

Me gustaba hacer paquetes

caminar entre sacos y barricas

el olor a kerosene del piso de madera

y cuando me preguntaban

qué vas a ser/a hacer cuando seas grande

sin dudar yo contestaba

atender en un despacho igual a este

y se reían de sueño tan pobre:

no habían hecho tremendo viaje

para que la nieta terminara como ellos

detrás del mostrador.

Y me mandaban a estudiar, porque el que estudia

aunque sea mujer, triunfa.

Yo me hago la dormida

cada noche

rezo para que él llegue tarde

y no me toque

hace años que odio su olor, las puntas de su bigote

sus jadeos

la cara

la baba, el sudor

cierro los ojos hasta que acaba

dura poco pero demasiado

apenas si me da tiempo a pensar

en el filo de un cuchillo.

La hora del recreo

 

Arroz con leche

hacemos una gran ronda, mano con mano

la señorita Leontina canta 

me quiero casar

las niñas escuchamos atentas

todas queremos ser elegidas

con una señorita de Portugal

que sepa coser (¿o era cocer, cocinar?)

que sepa bordar.

Buenos días su señoría

matatiru tirulán

yo quería una de sus hijas

a cuál de ellas escogería/canta la que hace de mamá

complacida

pero no tanto

y qué oficio le daría/preocupada

cocinera

lavandera 

costurera

no sabíamos otros oficios

nunca cantábamos

doctora

abogada

actriz

cantante

poeta

las doncellas en vitrina gritábamos

ese oficio no me gusta

matatiru tirulán.

Pero el juego empezaba a aburrir

si nadie soltaba la mano de su compañera

y pasaba al otro lado

con su matatiru

con esta sí, con esta no

con esta señorita me caso yo.

Y se abrían las puertas para ir a jugar

(y también a llorar).

Así era y así fue

cuando dejó de ser solo un juego

que se jugaba en los recreos.

Pregunta con respuesta

¿Qué has estado haciendo durante todo este tiempo?

He estado limpiando mi casa

y todavía no termino.

Después de la noche
(de Entre mujeres solas, 1991)

Yo ahora estoy bien

camino tranquila y sin miedo

por fin miro a los hombres como a mis iguales

olvidada ya su persistencia

de llevarme a la cama, de seducirme

olvidadas ya las inquietudes

del amor

ahora me siento libre

atrás quedó el terror del abandono

aprendí a dormir sola

a hablarme por las mañanas

no tengo que esperar a que desocupen el baño

tampoco recoger ropa que no es mía.

En el medio de la frente

Me ha salido un grano en la frente.

En el medio de la frente

sobre la nariz.

¿Has estado muy nerviosa?

¿Comes demasiada grasa?

Hace cuánto tiempo que no haces el amor.

 

He estado muy nerviosa

irritable hasta el llanto en cualquier lugar

y circunstancia

insomne más de una noche.

Sueño con un hombre al que persigo

me lanzo sobre él

le pego, lo insulto, lo beso.

Y siempre me da la espalda

 

Me levanto con dolor de cabeza

Me acuesto con dolor de cabeza.

 

No. No como grasa.

No como chocolates. Como poco. Como

como un pajarito.

Pero fumo. ¿Es ese mal hábito el culpable?

 

¿Y el amor?

Me despierto entre sollozos huyendo de no sé quién o de qué 

buscando su cara tras esa espalda inasible

convertida en una planta, un árbol despoblado 

y un grano en la frente. En el medio de la frente.

¿Has visto alguna vez una bandada de estorninos?
(de Entre mujeres solas, poesía reunida, 2013)

 

Una gaviota seguía a la otra

se iban posando en la orilla sobre la arena recién mojada por la última ola.

Esperaban un pez, un cangrejo, quién sabe.

¿Has visto alguna vez una bandada de estorninos?

No. Nunca.

Yo tampoco, pero me han contado. ¿Quieres que te cuente?

Si quieres, cuéntame.

Mirábamos el mar. Era verano.

Son aves pequeñas, frágiles y leves. Tan leves

que el viento cuando sopla

así sea suave, así sea brisa

les impone su dirección y velocidad.

Los estorninos van donde los lleva el viento, siempre.

¿Nunca pelean? ¿No van a contracorriente alguna vez?

No. Saben que es inútil y se entregan con gozo.

Eso te lo has inventado.

A algún lugar querrán ir alguna vez de su propia cuenta

no siempre el viento estará a su favor.

A los estorninos no les importa mañana ni pasado, expliqué

no saben de puertos, nido ni destinos

solo saben ir donde los lleva el viento. ¿A santo de qué van a pelear?

A veces, una tormenta los atrapa, los golpea.

Muros, árboles, montañas.

Pero saben que es solo un mal viento

y como nada pueden hacer

—tampoco quieren—

se dejan estar

esperando que pase el mal rato.

Lo miré: miraba el mar.

¿Te gustan los estorninos?

Pero él no me escuchó

atento a las gaviotas que abandonaron la orilla

sin razón alguna. Simplemente se fueron.

Una ola inmensa reventó

cuando ya todas habían alzado el vuelo.

El viento empezó a soplar. Pronto, en la noche,

él también se iría con el viento. Como un estornino.

A veces ocurre

 

te despiertas a medianoche

enciendes la luz y la luz no se enciende

caminas a oscuras, adivinando. 

O te quedas pensando

tratando de olvidar que tienes sed.

O frío

tanto, tanto frío

sabes que necesitas una frazada pero no te levantas

prefieres no levantarte

esperas que venga el sueño. Esperas, esperas. 

El sueño tarda pero termina por llegar.

Y al día siguiente 

sin saber por qué 

aprietas el interruptor

y el foco se enciende

recuerdas el frío y ves una frazada, estaba a la mano

ahí, a un paso. 

Puede ser que te preguntes

¿qué me habrá pasado?

o no te preguntes nada porque ya es de día;

dices: ya pasó la noche y no quiero pensar

pudo haber sido un sueño.

Y te lo echas a la espalda, como todos los sueños.

Yo fui tu inasible
(de La ceremonia del adiós, 1999)

 

Amada inasible, me llamaste una vez

inasible amada

fui 

fui

era

hasta que me hice asible

dejé que me tomaras

casi, casi

desaparecí entre tus manos

me dejé devorar. Tus dientes amados

tus manos fuertes, el sabor de tu saliva

me salvé dentro de tu piel

me hice grano, pus

piojo en tu pelo

parásito en tu estómago

dentro de ti no corría peligro

pegada, 

bien asida la inasible.

Me prendí a ti con garras que saqué

solo Dios sabe de dónde

y conseguí ahogarte. Fuiste, mi cadáver exquisito.

No podías respirar

y era yo, alojada en tus pulmones

en la garganta, en la tráquea

no podías comer

y era yo en tu estómago

en el hígado.

No podías dormir, no podías amar:

era yo en todas partes.

En ruinas

 

Algunos vidrios de las ventanas están rotos. 

La fachada se ha convertido en un mural donde noche a noche los enamorados escriben sus nombres. 

Se declaran amor eterno

dejan constancia del día, el año y la hora de su juramento 

sabiendo, o no,

que el tiempo pasa.

También los pandilleros se han apropiado de las paredes y hasta de la vereda.

Hacen dibujos estrafalarios que envejecen al día siguiente

escriben lemas y frases de protesta contra el mundo

declaran campeón  a su equipo de fútbol favorito. Viva el equipo de mis amores, escriben 

y dejan botellas de plástico vacías, latas de cerveza  

restos de pizzas grasosas, cajetillas de cigarros apretadas con fuerza

como con rabia

servilletas sucias, hasta papeles higiénicos y preservativos usados. 

Allí, en el pequeño jardín donde antes había un sauce, una tipa  y una hermosa buganvilia roja solo crecen las hierbas que antes el viejo jardinero arrancaba con furia. 

El pequeño jardín se ha convertido en un punto de acopio.   

Un día un vecino, luego otro y otro como si se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a dejar sus bolsas de basura. Ahora el camión de Baja Policía se detiene solo ahí, en esa esquina; 

A pie y en furgonetas destartaladas, cuando cae la noche, aparecen cual fantasmas grupos silenciosos de hombres y mujeres que separan plásticos, vidrios, papeles y restos de comida. Los perros merodean, vuelven a romper las bolsas, se arranchan a dentelladas frutas podridas, restos de carnes, pellejos, huesos. Los recogedores que Ribeyro llamó “gallinazos sin plumas” están contentos, ya no tienen que subir y bajar, bajar y subir de casa en casa. 

 

El óxido avanza como un cáncer por las rejas, basta la presión de una mano para partirlas, como tu mano cuando rompió la chapa de la puerta. 

Tu pie cuando la pateaste para abrirla. 

El tiempo.

 

Solo el letrero sobre el techo luce impecable como recién puesto. Dice, con letra clara, en negro sobre blanco: 

“Esta propiedad no se vende” 

Abandonada

 

No es lo mismo una en ruinas que una abandonada. 

 

Puertas y ventanas cerradas. Palos viejos de escoba, cañas, hasta cartones. Cadenas, candados herrumbrosos. Pero una o más sombras se asoman detrás de las ventanas. A veces, una vez al día, o a la semana, o al mes, depende, la única puerta sin tranca se abre sigilosamente. Alguien sale, alguien entra. Parece abandonada; no lo es. Todavía es una casa en ruinas acompañando la ruina de quien la habita.   

 

A la abandonada le han arrancado las puertas y ventanas, desde afuera se ve su interior, lo que le queda: la sala, el comedor, el baño, los dormitorios. Algunos sillones desfondados del color del polvo, sillas sin patas ni espaldar, un colchón destartalado, un inodoro en el centro de lo que fue, quién sabe, la sala donde se recibía a las visitas, donde bailaron los quinceañeros y los matrimonios y los aniversarios. Vidrios rotos en el piso de madera que ya no es. Huellas, en lo que fue la puerta o en lo que queda de paredes, advierten la presencia nocturna de pandillas, drogadictos o mendigos. Pero no la habitan más de un día o dos, dicen que hay fantasmas, ruidos extraños. La mayoría se va porque ellos viven así, moviéndose de un lugar a otro, no se acomodan, no se hallan. 

 

Agonizan sin poder morir como los cuerpos golpeados, pateados, apuñalados una y otra vez. En lo que queda se puede adivinar su pasado esplendor, diría el guía turístico. Pero su final ya estaba anunciado, como el de todas.    

Del Señor
(Inéditos. Título del poemario: Casas)

 

“¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? (1 Corintios 3:16-17)

 

¿Qué hiciste, qué hiciste en mis adentros?

En este mi cuerpo, la casa del Señor.

¿Qué me hiciste? ¿Qué le hiciste estando yo dormida? 

 

Saqué todo, dijo. 

¿Todo? 

 “Tú lo consentiste, tú firmaste, acá está tu carta”. 

¿Quieres vivir? Me había preguntado antes del sopor.  

Sí, quiero.

 

Descubrió mi vientre, lo abrió de un solo tajo. De arriba a abajo; desde el ombligo hasta donde empieza el Monte de Venus. Y empezó a hurgar. Fuera ovarios añosos, fuera útero tan inútil ya como el endometrio donde anidaron mis hijos. ¿Y la lesión maligna, la encontraste? La encontré. Hasta el apéndice te saqué. ¿Y la vagina? La corté, mientras menos interiores, menos riesgo de tumores. 

¿Podré hacer el amor si me curo y no me muero?  

 

Sacó todo. Lo malo y lo bueno. 

Todo lo bueno y todo lo malo que su mano encontraba a su paso porque hasta lo bueno ya es inútil y puede volverse malo con el paso de los años. 

Muerto el perro, muerta la rabia. 

Las hermanas

 

 

 –Podemos envenenarlo –dijo la mayor mientras acomodaba las fichas del Scrabble en el tablero. 

–¿Y si nos descubren? –se asustó la segunda en tanto que por su mente pasaba una fugaz imagen de la silla eléctrica.

 –No hay silla eléctrica ni pena de muerte en el Perú. ¿Conoces algún veneno? –preguntó la tercera, y colocó la primera letra en el tablero.

 –No, no conozco. Pero es cosa de averiguar. ¿Alguna de ustedes no es amiga de algún farmacéutico?

 –No –dijo la tercera–. A ti se te ocurrió la idea, pensé que ya tenías el veneno listo. 

Hubo un momento de silencio. La segunda hermana había empezado a temblar ligeramente pero no quería que las otras lo notasen. 

–¿Y si contratamos a una enferma de sida para que lo contagie? – dijo la mayor, entusiasmada con la idea y buscando la aprobación de la segunda. 

–Podría ser –contestó tímidamente mirando el tablero–. Así, nadie tendría la culpa. 

–Los enfermos de sida pueden vivir muchos años –sentenció la tercera, que se especializaba en desmoronar los planes y las ideas de la mayor–. Y terminaríamos nosotras pagándole los gastos de la enfermedad. Los de él y los de ella, concluyó sonriendo con ironía. 

–Ellos han dejado de tener relaciones –dijo la segunda mirando la palabra que se estaba formando. 

–¿Cómo sabes? –preguntó la mayor, curiosa. 

–Ella me lo confesó el otro día.

 –¿Cuándo? 

–Hace una semana, cuando fui llevándole la plata para que pague el alquiler.  –¿Y qué la hizo tomar tan sabia decisión? –insistió la mayor. 

–Creo que lo vio con otra. No sé. Solo me dijo eso, que ya no dormían juntos. 

–Es mentira, o en todo caso lo perdonó bien rápido, porque ayer cuando fui a recoger el recibo de la luz que ya se había vencido, me pidió que le comprara pastillas anticonceptivas en la farmacia –dijo la tercera. 

–¿Y se las compraste? –preguntó la segunda. 

–Por supuesto. De dos males, el menor. ¿Te imaginas el desastre si ella queda embarazada? 

–Por eso insisto en que tenemos que eliminarlo –dijo bastante irritada la mayor–. Yo ya estoy harta de las llamadas a medianoche, de los llantos y de las palizas. Y encima, tras que le da de alma, tenemos que pagarle todos sus gastos. 

–Los de ella y los de él –repitió la tercera con el mismo tono–. El tipo se da la gran vida a costa de nosotras. Al final, le financiamos sus borracheras, su ropa y sus mujerzuelas. 

–Debe estar enfermo –dijo la segunda–. No es normal que una persona le haga a alguien lo que él le hace a nuestra hermana. ¿Y si le pagáramos un tratamiento psiquiátrico? –se aventuró a preguntar.

–Yo no quiero seguir gastando un centavo en ayudar a ese imbécil –dijo la mayor–. Cada vez que me acuerdo de su cara se me revuelve el estómago. Y de enfermo no tiene nada. Es un sinvergüenza y punto. 

–No estoy tan segura –dijo tímidamente la segunda–. Ha tenido mala suerte en los negocios y supongo que eso lo hace sentir un fracasado y desfoga su frustración con esos actos de violencia. 

–¿De dónde sacas esas ideas absurdas? –dijo la mayor, algo sorprendida. 

–Parece psicología barata, y ese no es el tema –replicó la tercera–. Tenemos que pensar en cómo hacer que nuestra hermana se separe de él, en lugar de perder el tiempo hablando mal del tipo. Sus problemas psicológicos no interesan. 

La mayor se limitó a mirarla. La segunda se sintió avergonzada y se dedicó a estudiar sus fichas. 

Mientras duró la primera partida discutieron si sería mejor contratar un matón, inyectarle aire, darle pastillas, ponerle una bomba, organizar un secuestro, citarlo una noche en una calle oscura y dispararle o atropellarlo. Pero fue inútil. Ninguna de las tres había matado nunca a nadie y tampoco conocían a alguien que lo hubiera hecho. De matar solo sabían lo que habían visto en las películas o leído en las novelas. 

–Estamos perdiendo el tiempo –dijo la tercera–. Consigámosle un trabajo lo más lejos posible de aquí. 

–Sí –se entusiasmó la mayor, por primera vez de acuerdo con la tercera–. Mandémoslo a la China. 

–¿Conoces a alguien que pueda conseguirle un trabajo en la China? –replicó la tercera. 

No era la primera vez que sostenían una conversación sobre qué hacer con el marido de la hermana. Habían pasado muchas tardes sentadas delante del juego sin llegar a tomar ninguna decisión. Y mientras tanto seguían pagando los gastos, prestándole dinero y escuchando sus lamentos cada vez que ocurría algo entre ellos. Cuando una noche él intentó incendiar la casa, ellas pensaron aliviadas que era el fin. Lo creyeron porque no solo prendió fuego, sino porque había amarrado con sogas los pies y las manos de la pobre. Sin embargo, después del penoso rescate en el que intervinieron los bomberos y algunos vecinos, ella lo perdonó una vez más. Después de ese incidente ella no las llamó durante varias semanas. “Ya llamará”, predijo la tercera. “En cuanto se les acabe la luna de miel y el tipo vuelva a las andadas la tendremos otra vez por acá”. “En cuanto se les acabe la plata”, corrigió la mayor. La segunda no hizo ningún comentario. Las hermanas eran solteras y vivían en un edificio frente al mar. Antes de morir, el padre compró cuatro departamentos para que vivieran cerca una de la otra y a la vez mantuvieran una cierta independencia. Pero la cuarta, que era la menor, vendió el suyo para ayudar a su marido cuando este decidió poner un negocio de comida rápida, un fast food, que quebró en menos de un año. Ahora la pareja vivía en otro barrio, lejos del mar y sin parques ni jardines. La hermana mayor, que manejaba el dinero dejado por el padre, le había propuesto volver a comprar el departamento para ella, con la condición de que abandonase de una vez por todas a ese loco. Pero había dicho que no. Ninguna de las tres entendía por qué ella prefería vivir con ese hombre. No comprendían aquella elección que la llevaba hasta el punto de poner su vida en peligro.

 –Nunca la entenderé –dijo la mayor mientras repartía las fichas–. Vivir en ese barrio de porquería sufriendo humillaciones en lugar de estar acá con nosotras, en paz y sin preocupaciones económicas, es algo que nunca entenderé, nunca –repitió. 

–Será por amor –empezó a decir la segunda hermana, quien después de ganar el primer juego tenía el privilegio de comenzar la segunda partida–. Ayer escuché, en un programa de la radio que se llama “Para Solitarios de Medianoche”, un soneto de Lope de Vega sobre el amor. Descripción del amor, se titula y dice: creer que un cielo en un infierno cabe, esto es amor, quien lo probó lo sabe. Es más largo, claro. Pero no recuerdo lo que sigue. Terminó de hablar con un suspiro, y acariciando la ficha que tenía en las manos se concentró en el tablero. Las dos hermanas se miraron asombradas. Se olvidaron por un momento de las fichas que estaban acomodando. 

–Más vale sola que mal acompañada –dijeron a la vez. 

–Hay que ser valiente para amar de verdad –dijo la segunda algo nerviosa–. Pero ni ustedes ni yo podemos entenderlo, porque… 

–Hay que ser sonsa –interrumpió la mayor con una letra en la mano y mirándola con preocupación. 

–Ella es más valiente que nosotras tres juntas –casi gritó como si fuera presa de una furia repentina–. Ella sufre, sí, pero vive intensamente. 

–¿Eso te parece vida?, no seas ridícula –gritó la tercera con voz autoritaria.  

–¿Esto les parece vida? –dijo poniéndose de pie–. Esta paz es la paz de los sepulcros, nosotros estamos muertas ¿no se dan cuenta? –Y tiró con furia el tablero. Las fichas cayeron al suelo y empezó a llorar mientras las recogía una a una, temblando. 

–¿Estás loca? –dijo la mayor, molesta–. Pareces una histérica, cálmate. Cómo es posible que pierdas la compostura de esa manera. Me avergüenzas. No respondió. Arrodillada y gimiendo, parecía concentrada en el recojo de las fichas.

 –Déjala tranquila –dijo la tercera–. ¿No ves que está nerviosa? 

Y fue a la cocina. Regresó con un valium y agua de azahar, pero no pudo lograr que tomase nada. Cuando terminó de recoger las fichas, puso el tablero sobre la mesa y empezó a colocar una por una en su lugar. Ya no lloraba, pero tenía los ojos hinchados y temblaba ligeramente. Las hermanas pensaron que había recuperado la compostura y que se reiniciaría el juego como si nada hubiera pasado. Pero no. Cogió su cajetilla de cigarros y sin decir una palabra salió del departamento de la hermana mayor dando un portazo. 

–Tenemos que matarlo –dijo la mayor cuando se recuperó de la sorpresa–. Él tiene la culpa de esto. Es una pésima influencia para la familia. –Ahora solo falta que se ponga de su parte y quedaremos nosotras dos contra ellos. –Sí, totalmente de acuerdo –convino la tercera–. Ese tipo tiene que salir de nuestras vidas, hay que desaparecerlo de una vez por todas. 

–Tiene que ser algún veneno que no deje huella –dijo la mayor–. ¿Se te ocurre algo?

 –Mientras pensamos, juguemos una partida más –dijo la menor.

El foco rojo

 

 

Ella le dijo que así no podían seguir, que lo mejor era separarse.

Sí, dijo él. Es lo mejor. Separémonos. 

 

El sábado por la mañana se levantó temprano para salir a correr y cuando regresó, tras ducharse y acicalarse con su nueva ropa sport elegante, dijo que se iba a los festejos organizados por sus compañeros de promoción que celebraban 40 años de egresados. De 50 que fuimos, han confirmado 45. Los otros cinco ya fallecieron. Excelente convocatoria, dijo ella. Para la clase del recuerdo hemos invitado a nuestro profesor de Historia, ya jubilado pero muy activo. Luego asistiremos a la Santa Misa que oficiará un cura joven, lamentablemente nuestro capellán murió hace unos años; y finalmente la parrillada. ¿Me puedo abstener? preguntó ella. La celebración es sin esposas, dijo él. Ah, qué bien. ¿Y a qué hora terminará? No sé. Pregunto para saber si te dejo comida en el horno. Mejor no me esperes; tal vez llegue tarde. Y partió.   

Regresó siete días después, a las 8 pm. Desarreglado y soñoliento. Ella estaba cenando, acostada, en pijama. La bandeja sobre sus piernas, la televisión encendida. Le dijo que no podían seguir viviendo así mientras él se sacaba los zapatos y las medias, el pantalón. Y sorpresivamente, para ella: “Tienes razón”. Separémonos. Sí, separémonos. Se quedó dormido en la cama que había abandonado la última semana. Ella, insomne, extrañó la cama para ella sola y odió sus prolongados y persistentes ronquidos; el mal aliento, el calor de su cuerpo sudado. Se levantó, y en dos enormes maletas guardó toda su ropa: la de invierno y de verano, los ternos y corbatas, y su odiosa ropa de deporte recién comprada, de marca. Los más de veinte pares de zapatos estaban perfectamente alineados en un mueble especial que le hizo copiar al carpintero de una foto que vio en la revista Hola donde un conde o duque mostraba su “placard”; que se lo lleve con zapatos y todos. No lo quiero. El closet que ambos compartían quedó prácticamente vacío. Qué poca ropa tengo, pensó; cómo me he descuidado en estos últimos años y cuánto se ha cuidado él. Será por eso que anda tras tantas mujeres más jóvenes, más bellas, más elegantes. Será un alivio verlo salir de aquí mañana a primera hora y saber que al llegar la noche no pasaré hora tras hora esperando en vano su regreso. Solo quiero que te vayas, dijo mirándolo aun sabiendo que no la escuchaba. Que te vayas ¿me entiendes? No soporto un minuto más tu cuerpo; ocupa demasiado sitio en esta casa. Y se quedó de pie, mirándolo. Como si velara su sueño. 

Cuando él despertó, pareció desconcertado al verla ahí, parada al lado de la cama. Ella lo miraba como una diosa a punto de salvarlo o condenarlo. Las dos maletas parecían ofrendas dejadas a sus pies por algún devoto. ¿Qué pasa? Sobresaltado. ¿No te acuerdas de lo que hablamos ayer? ¿Ayer? Soñoliento. Ah, sí, separarnos. Exacto. Ya hice tus maletas; toda tu ropa está aquí. La de invierno y la de verano. El placard, como ridículamente llamaste a este mueble, puedes llevártelo. Yo no lo quiero. Solo falta que separemos nuestros libros, pero eso lo haremos más adelante; ¿te parece? 

Como quieras.  

Bueno, entonces qué esperas para irte.

¿Irme? ¿Yo me tengo que ir?   

¿No dijiste que estabas de acuerdo con que nos separemos? dijo ella, súbitamente desconcertada. Y su voz, a su pesar, dejó traslucir una esperanza, una alegría oculta por imposible. Pero él la volvió a la realidad: “Claro, vamos a separarnos; es una decisión tomada y ya no hay marcha atrás”. ¿Entonces qué esperas para levantarte de mi cama, agarrar tus maletas y largarte de mi casa? 

¿Tu casa? dirás “nuestra casa”. 

Ahora tenemos que separarla. Y no es tan fácil como crees, tras tantos años juntos. Aunque ya no te quiera. Aunque ya no me importes. Aunque me resultes una extraña. Aunque la decisión de separarnos sea de común acuerdo y parezca que está todo resuelto. No, señora; no es así. Qué buena gracia. Metes mi ropa en dos maletas, te paras en la puerta y me ordenas que me vaya. Buenas noches los pastores. ¿Dónde piensas que voy a ir? Para separarse hay que repartir; y no solo los libros, querida. 

¿Qué más crees que te pertenece además de tu ropa y algunos pocos libros? ¿Quieres llevarte las ollas, la vajilla, la alfombra de la sala, los muebles? OK, elige, llévate todo lo que quieras, menos mis libros.  

 

Y entonces él pronunció las palabras que los instalaron en el pantano sin salida, en el callejón oscuro, en el atasco asfixiante en el que se convertirían sus vidas los próximos años:

 “Puedes quedarte con los libros, muebles, discos, alfombras, vajilla, ollas, manteles, sábanas y almohadas. Todo lo que quieras. A mí no me importa.  Yo lo único que quiero es la casa”. 

No es tu casa. 

Es tan tuya como mía. Yo pago la hipoteca; hace diez años, sistemática y puntualmente, mes a mes; año a año. Pero esa deuda, claro, no es tu problema. Nunca te has preocupado por preguntar cómo me las arreglo para cumplir con el banco, a cuánto asciende, cuánto falta para saldarla.    

El que tiene mala memoria eres tú, veo que te has olvidado de que fui yo la que puso la cuota inicial gracias al dinero de mi padre y que, una vez más gracias a mi padre, nos dieron el crédito. ¿Qué querías, que él pagara también la hipoteca? 

 

No lo he olvidado.

 

¿Entonces? 

 

Muy simple: te pago tu parte, la de tu padre, mejor dicho, y me quedo. O me pagas mi parte y me voy. 

 

No puedo pagarte tu parte. 

 

Entonces véndeme la tuya.  

 

No quiero seguir hablando; no quiero estar un minuto más bajo el mismo techo que tú. Agarra tus maletas y lárgate. No soporto tu voz, ni tu olor ni tu respiración. No te soporto. 

 

Eso ya lo sé y lo mismo me pasa a mí. Así que mientras más rápido lleguemos a un acuerdo, mejor para los dos. Concentrémonos entonces en lo importante: la casa es mitad mía y mitad tuya. 50 % es tuyo y el otro 50 % mío. Explícame por qué tendría que irme yo. 

 

Yo soy mujer; las mujeres se quedan con la casa.

 

Eso era antes del feminismo, cuando la ley protegía a las mujeres porque las consideraba débiles, proclives a padecer enfermedades de todo tipo; nerviosas y víctimas siempre de su sangre derramada, de los malestares del embarazo, la depresión posparto. Ahora ya no es así ¿no es cierto? Hasta donde recuerdo, tú te has declarado feminista más de una vez protestando contra los hombres, el machismo, la sociedad patriarcal, la discriminación, el consabido “Ni una menos”, el acoso, la violencia de género. ¿Qué pasó? ¿Quieres volver a los viejos tiempos? ¿Ya no estás a favor del enfoque de género? 

 

El hecho de que sea feminista no te da derecho a quitarme la casa. Las mujeres se han quedado siempre con la casa. Lárgate, déjame en paz.

 

No te pongas histérica. Sé que estás pasando por la menopausia pero no por eso voy a compadecerte ni a ceder un milímetro. Conozco a muchas que están como tú pero siguen trabajando para ganarse la vida y se comportan normalmente. 

 

¿Estás insinuando que estoy loca?

 

Concentrémonos en lo que importa: si quieres que me vaya, págame mi parte.  

 

Y de dónde voy a sacar plata. Sabes que no tengo ingresos.  

 

Lo sé muy bien, querida. Por eso mismo me pregunto cómo piensas cumplir con la hipoteca. Si dejas de pagar un mes, el banco te quita la casa. 

 

La seguirás pagando tú. Según la ley, la obligación de un marido es mantener a la mujer; pensión de alimentos, se llama. 

 

La pensión de alimentos se paga cuando hay hijos. Nosotros no los tenemos. Además, acuérdate, eres feminista.

 

Acuérdate que yo dejé de trabajar por ti, acuérdate que cuando te cambiaron a Santa Rosa renuncié a mi trabajo. No sé cómo soporté vivir dos años en ese pueblo mísero y abandonado de Dios en las alturas de la puna. 

 

Ahora vas a decir que te obligué.

 

Prácticamente me obligaste, me manipulaste. Lloraste sobre mi hombro cuando salió tu cambio a ese pueblo de mierda ¿no te acuerdas? No voy a soportar la soledad, decías. No imagino la vida sin ti. Qué idiota y estúpido eras. Qué idiota y estúpida era yo. ¿Cómo pude hacerte caso?   ¿Cómo pude creerte? 

 

Te amaba, solo quería estar contigo. Tú me amabas, también querías estar conmigo. Éramos jóvenes.  

 

La dulzura con la que habló le devolvió a ese pasado remoto. Sí, se amaban. Lo miró y vio tristeza en sus ojos. Tuvo ganas de abrazarlo, pedirle que reconsiderara la separación. Podían intentarlo una vez más. Si él recuperaba esa manera de hablar, si ella fuera menos aprensiva y desconfiada, menos impaciente, tal vez. Desharía las maletas, se acostaría a su lado, harían el amor y olvidarían ese mal rato. 

 

Pensé que seríamos felices allá, en la soledad de ese pueblo; tú y yo. Prometí demasiado, lo reconozco. Es mi culpa. 

….

Se miraron en silencio. Por unos minutos solo se escucharon las bocinas de los autos, de las combis y de los ómnibus que recogían pasajeros en la avenida cercana. Pero de pronto volvió a ser el mismo hombre malhumorado y cruel en que se había convertido.

….

Pero acuérdate que fuiste tú la que decidió renunciar, yo no te obligué. Solo te dije, te pedí, que vinieras conmigo. ¿Recuerdas nuestra conversación de ese día? quedó bien clarito que entendería si preferías quedarte como otras jóvenes esposas para continuar con sus trabajos o sus estudios. Que nos veríamos una vez al mes, de viernes a domingo, tres días. Y fuiste tú la que dijo que no soportarías vivir separada de mí.  Te acuerdas, ¿no?

….

¿Me das la razón, entonces? 

 

Me convertí en ama de casa y alguna compensación debo recibir por ese trabajo. Gracias a mí tuviste siempre tu ropa limpia; desayuno, almuerzo y comida caliente, recién hecha; una casa ordenada. ¿Cuánto te hubiera costado una empleada del hogar? ¿600, 800, 1000 soles mensuales? Y sin contar los servicios sexuales. Porque a una puta sí le hubieras tenido que pagar por cada prestación ¿o no? Pero ese servicio no te lo voy a cobrar porque puta no soy ni he sido nunca. 

….

 

Así que multiplica 600, que hoy en día es un sueldo ínfimo, por 12; o sea un año; y después por 30. Y agradéceme que no cuente lo que te habría costado el seguro social, un mes de vacaciones, y los domingos y feriados. Más el CTS, o sea, un sueldo extra por año. Ah, y el aguinaldo navideño y el de Fiestas Patrias. Saca tu cuenta. A ver, haz números, tú que eres tan hábil para eso.  

 

Voy a hacerte una propuesta. Escucha bien: soy consciente de que por seguirme a tantos destinos no pudiste conservar nunca un trabajo y perdiste muchas oportunidades. Renunciaste a tus ideales por seguirme, te doy la razón y reconozco que tu sacrificio debe ser recompensado económicamente. Estoy dispuesto a recompensarte.  

 

¿Ah sí? ¿Cómo me vas a recompensar?   

 

Te pasaré, sin orden de ningún juez, solo porque soy comprensivo y reconozco tu sacrificio,  500 dólares mensuales de por vida.

 

¿500?

 

No me alcanza para más. Acuérdate que como jubilado gano poco. 

 

Está bien, con 500 me las arreglaré; puedes irte. 

 

No me voy a ir mientras no me compres mi 50%. O aceptes venderme tu parte. Soy dueño del 50% de esta propiedad ¿no lo entiendes? ¿Es que tengo que explicártelo todo de nuevo?

 

Así no podemos vivir. No, no podemos.  

 

Él se levantó, sacó ropa de una de las maletas, se vistió con parsimonia y salió de la habitación con las dos maletas. Ella respiró aliviada. Ansiosa y temerosa a la vez esperó el sonido de la puerta de calle abriéndose y cerrándose. El inicio del fin. Gané, pensó. Se fue. 

 

Pero no. No se fue a ninguna parte. Simplemente hizo de la sala su habitación; del sofá su cama.  

 

Y así, el “living room” se convirtió en una habitación de paso donde había dos maletas abiertas junto al sofá ahora cama. Un espacio donde se acumulaban en desorden medias y calzoncillos; pantalones, camisas y toallas húmedas, zapatos y zapatillas. Ceniceros, vasos, copas, platos sucios con restos de pollo y de pizzas que pedía por teléfono. Al cabo de una semana, desesperada, aprovechando que había salido a entrenar como todas las mañanas, recogió la ropa tirada en el piso de la sala, cerró las dos maletas y con rabia las dejó en la habitación matrimonial que hasta ese momento había sido suya. Aunque el cambio la perjudicaba, se acomodó en la habitación de servicio para que la sala volviera a ser lo que había sido: el lugar de las visitas, pese a que no recibían a nadie. Cuando él llegó y vio que la sala había vuelto a ser la de antes, se desconcertó un momento, pero rápidamente comprendió los términos del arreglo que ella acababa de establecer. Y entró, sonriendo, a la habitación matrimonial. Se recostó en la cama de dos plazas, su vieja cama; cuánto la había añorado. De allí nadie lo sacaría. Nadie. 

 

Ella se acomodó en el cuarto de servicio. Colocó su ropa en un mueble medio apolillado que tenía apenas dos estantes y se preguntó por qué lo habían construido tan pequeño; por qué no tenía un closet. Pero no es importante, se dijo en voz alta como si otra persona la estuviera escuchando; estaré acá poco tiempo. El tiempo que demore el juicio y el juez falle a mi favor.  ¿Y si no falla a tu favor? se oyó decir. De grado o fuerza, más tarde o más temprano, saldrá de mi casa. ¿Un mes? ¿Dos? ¿Un año?  

 

Le envió un correo electrónico: cada uno se ocuparía de la limpieza de su habitación; quedaba terminantemente prohibido hacer reuniones, cenas, almuerzos, invitar amigos, padres, parientes. Él seguiría pagando la luz, el agua, internet. Cada uno compra su balón de gas. Nos comunicaremos por este medio. Él aceptó todas las condiciones. El problema al cabo de unos días de convivencia en la casa dividida, ella en el cuarto de servicio y él en la habitación matrimonial, fue el uso de la cocina. A veces coincidían y ella no soportaba verlo. Sentía que le costaba respirar, que la sangre le hervía y sus venas y arterias iban a reventar en cualquier momento. Él no se inmutaba, como si ella fuera invisible. Pronto, desesperada, encontró (ella) una solución: colocaría un foco rojo en la puerta de la cocina, como esos de las cabinas de radio que cuando se encienden significa que el locutor está en el aire y por lo tanto se precisa silencio en el exterior. En el caso de ellos significaría: la cocina está ocupada, no entres. Se lo explicó en un correo electrónico: además de insistir en que dejes limpia la cocina cada vez que la ocupes y en que desconectes tu balón de gas, no olvides que debes apagar el foco rojo que encendiste en el momento de ingresar. Él respondió con un lacónico OK. 

 

Fue un alivio para ella. Si bien escuchaba sus movimientos, a veces hasta su voz cuando hablaba por teléfono, y sabía a qué hora salía y a qué hora llegaba de la calle, por lo menos no lo veía y así todo parecía haberse acomodado relativamente. La vida era más soportable desde que no se cruzaban en la cocina. 

 

Pero como siempre, él sacaría más ventaja que ella luego de este acuerdo. Dos o tres semanas después de instalado el sistema de alerta, él compró una refrigeradora; después una cocina eléctrica, utensilios y ollas que parecían de un cocinero profesional. Empezó a pasar cada vez más tiempo en la cocina; toda la casa olía a comida: aderezos, orégano, mariscos unas veces, carnes asadas, tomate, ají; hasta a panes y queques horneándose; a leche condensada convirtiéndose en manjar blanco. Al principio, ella llamaba a un delivery por una pizza o una hamburguesa y comía perturbada por los olores que venían de la cocina, deseándolos, extrañando sus sabores. ¿Para quién cocina con tal exquisitez?  ¿Qué hace con tanta comida? Tal vez está tratando de conquistar a una incauta, seguro que es eso, quién será, seguro una jovencita. Pero cuando terminaba de cocinar no salía a la calle llevando a otra casa los platos preparados. Comía él solo, en su cuarto, viendo el fútbol o los noticieros. 

 

“Te has apropiado de la cocina incumpliendo el acuerdo. Pasas entre seis y ocho horas sin pensar en que yo también necesito tiempo para preparar mis alimentos. Propongo que establezcamos horarios para el desayuno, almuerzo y la cena. Adjunto a este correo va un archivo con un rol de horarios. Anota los que te convienen considerando tres turnos: desayuno, almuerzo y cena”. 

 

“Excepto prender y apagar la luz roja al entrar y salir, contestó él, no acordamos nada más sobre el uso de la cocina. Yo no tengo ningún problema en que tú entres y salgas cuando yo estoy cocinando. Ni te veo, ni te escucho, ni te siento. Y por principio me niego a aceptar la rigidez de un horario simplemente porque nunca sé a qué hora tendré ganas de comer ni cuánto tiempo me demandará la preparación de lo que se me antoje hacer”. 

 

Epílogos

I

 

Tras varias noches de desvelo, urdió el plan: haría su maleta y se iría; pero antes de salir y cerrar por fuera con doble llave, prendería un fósforo y echaría gasolina a los muebles y estantes. Le complacía imaginar su cuerpo carbonizado pegado a la puerta que había tratado inútilmente de abrir. Podría decirse que murió en su ley: había hecho todo lo que estuvo en sus manos para no salir de esa casa y solo saldría cadáver rumbo a la morgue. Eso pensó, eso haría. 

 

No hizo ninguna maleta. 

 

II

 

Tras otras varias noches de insomnio, urdió un segundo plan: salió en dirección a la librería de la esquina y le preguntó al joven encargado de las fotocopias y escaneos si podía confeccionar un letrero de buen tamaño para ser colocado en la azotea de una vivienda de un piso. El joven dijo que podía hacerlo; que escribiera el anuncio y luego él lo diagramaría. Ella escribió: “Se vende esta propiedad” y debajo su número de celular. Volvió al cuarto de servicio y se dispuso a esperar la llamada del que sería el nuevo dueño. 

 

Ni para ti ni para mí, dijo en voz alta. 

 

Primero llamó una pareja de recién casados; se veían muy felices e ilusionados iniciando su nueva vida. Después, una pareja que buscaba una casa de un solo piso porque estaban haciéndose mayores y cada vez se les dificultaba subir escaleras. Le gustaron y los citó para el día siguiente por la mañana, cuando él salía a entrenar. Los eligió no porque estuvieron dispuestos a pagar lo que ella pedía, al contado y con un cheque de gerencia, sino por proteger a los recién casados de las malas energías acumuladas en esa casa dividida. Los viejos no tenían nada que perder, ya venían infelices de su anterior vivienda. La operación se llevó a cabo ante el notario y demoró menos de media hora.

 

Un domingo, antes de que empezara la trasmisión del partido en el que el “equipo de sus amores” disputaba el bicampeonato, o tricampeonato tal vez, mientras él se preparaba un sofisticado cebiche, sonaría el intercomunicador. ¿Quién es? Los dueños de esta propiedad. El dueño soy yo. No, señor, somos nosotros; mi esposa y yo, diría el anciano mostrándole el contrato de compra – venta firmado por ellos como compradores y por ella como vendedora. 

 

Con el dinero de la venta, ella compró un hermoso departamento frente al mar en Barranco. Él se quedó en la calle y no pudo disfrutar de su cebiche, su cerveza helada ni el bicampeonato, o tricampeonato, del “equipo de sus amores”. 

 

III

  

Pero este final no es posible: al principio del relato quedó establecido que la propiedad de la casa está a nombre de los dos porque fue adquirida luego del matrimonio y ellos no hicieron separación de bienes. O sea, para realizar la venta de dicha propiedad, se requiere la firma de ambos esposos ante notario público, a menos que uno le haya otorgado poder al otro. No es el caso. Si ella hubiera tenido ese poder, nada de lo narrado habría ocurrido pues desde el inicio ella podría haber vendido la casa. A menos que lo obtuviera ilegalmente después, desesperada por la situación, recurriendo a un notario corrupto, o pagándole a un empleado de Registros Públicos.  Pero desarrollar ese episodio de corrupción requiere tiempo y llevaría la historia por el lado policial o de la investigación periodística. También podría ignorar ese dato de la realidad; total, dicen algunos: ficción es ficción, qué importa. Pero eso no es tan cierto; cualquier lector o lectora cuyo estado civil es casado o divorciado, sabe que ninguno de los cónyuges puede vender un bien mueble o inmueble sin el consentimiento del otro. Al leer este final, moverían la cabeza: eso es imposible. O dirían, como mi padre: el papel aguanta todo, y así, a quién le importa nada.

 

IV

 

“Tengo que ser práctica y realista”, no puedo seguir así, se dijo una mañana mientras, insomne, veía amanecer. Y empezó a escribir un correo que corrigió una y otra vez. A las 6 de la tarde, cuando se dio cuenta de que eliminaba una coma que minutos antes acababa de poner luego de haberla sacado, que volvía una y otra vez sobre lo mismo, casi al borde de la desesperación porque no había desayunado ni almorzado y los olores que venían de la cocina delataban que él, ahí, se esmeraba en la preparación de alguna receta muy sofisticada, envió el correo. 

 

Mañana a primera hora iniciaremos el trámite de divorcio por mutuo acuerdo. Te venderé, como es tu deseo, el 50% que me corresponde de esta propiedad, pero bajo tres condiciones que paso a enumerar: 

  1. Debes contratar a un tasador para que fije el valor de mercado de esta propiedad. 
  2. Una vez establecido el valor, me pagarás la totalidad de lo que corresponde en dólares y al contado (cheque de gerencia). Tú te ocuparás de los gastos de la notaría, así como del pago de la alcabala y otros impuestos.
  3. En el acuerdo de divorcio que firmaremos, te comprometerás a depositar en mi cuenta del banco, desde el momento de la firma hasta mi fallecimiento, la suma mensual de 500 dólares. Si tú mueres antes que yo, la casa pasa a ser mi propiedad como tu heredera absoluta. En caso de que vuelvas a casarte, debes hacerlo con separación de bienes. 

No estoy dispuesta a negociar nada de lo que aquí he establecido. O lo tomas o lo dejas.

Pocos minutos después, escuchó el claro sonido de una botella de champán recién descorchada. Sonó como si estuviera apuntando a la habitación de servicio que ella ocupaba. 

 

de Atado de nervios 2, inédito

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