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Lima, 1966

Irma del Águila

La luna de papá 

 

Y este testigo miró con el dicho ant[e]ojo
y se espantó de ver que por lejos
que estavan las cosas se parezían muy claras. 

Informaciones sobre los corsarios holandeses. 

Filipinas, Archivo General de Indias. 

 

Cuando Jimena asomó por la puerta, su padre llevaba un buen tiempo sentado en el sofá, delante del televisor. El anciano guardaba un aire concentrado, perdido en un punto estático del horizonte; la llegada de la hija no alteró su gesto adusto. Jimena jaló una silla y se instaló a su lado.  En la pantalla discurrían imágenes de un viejo documental, que en realidad era un barrido en blanco y negro con una voz opaca, radiofónica, que iba relatando los sucesos en inglés. 

Jimena reconoció al astronauta y la histórica caminata lunar: Neil Armstrong era una figura torpe que, a despecho del traje espacial de más de 120 kg, se movía con la ligereza de un muñeco inflable por la poca gravedad de la atmósfera, dando tumbos en la playa. Junto a ella, el anciano permanecía quieto, algo encorvado, hundido en el sofá de cuero marrón que era guarida habitual de su apacible hermetismo. Jimena se inclinó y le dejó un suave beso en la mejilla; sintió la piel pulcramente rasurada aunque ese detalle no alcanzaba para engañarla: no tenía un aspecto saludable, el semblante enjuto se imponía como evidencia de su estado. El padre levantó los párpados, la miró con ojos todavía perdidos en lo suyo; también le sonrió o hizo el gesto de hacerlo. Jimena contempló la mano fría que permanecía ociosa en el apoyabrazos del sofá. 

Sentía la respiración débil del padre que por momentos se tornaba anhelante. El silencio que dejaba la escucha abrió una zanja escarpada en el espacio mínimo que mediaba entre la silla y el sofá. Jimena clavó los ojos en el artesonado del techo pintado de blanco humo. Pequeñas flores y zarcillos reverberaban en las cuatro esquinas. La mujer bajó la vista, posó los ojos en el tablero de la cómoda sembrado de frascos y cajitas de pastillas arrumados contra la pared; esos ojos se entornaron y dieron con su propio regazo donde reposaban sus manos; contempló las uñas cuadradas, pintadas con suave esmalte palo rosa. 

Jimena no se decidía a hablarle. Temía colocar al anciano en una situación incómoda, a forzarlo en buena cuenta. De cualquier forma, se concentró en seguir el resuello extenuado, cavernoso, que salía de la garganta del anciano. Esa puja incesante del organismo la desarmó, por la inutilidad del empeño. El día anterior había visto al enfermo peleando por explicarle algo a la enfermera, intentaba  abrirse paso transitando por el penoso laberinto de sílabas que agolpaba en una composición trabucada; alzó la voz, impaciente por la incomunicación que no terminaba de enmendar, se le encendió el rostro de ira mientras gesticulaba con las manos en garfio y lanzaba apremiantes interjecciones. 

Jimena extendió su mano al encuentro de la mano del padre que era una mano doliente; deslizó sus dedos por las huesudas falanges, acarició la piel rugosa del dorso. Los dedos de Jimena se animaron al contacto con la mano convaleciente que antes sabía sujetarla con firmeza.  De niña esa mano la alzaba en vilo.  Un silencio apacible se prolongó volando por los aires y cayendo en los brazos de un hombre que la acogía, confiado en sus fuerzas. Jimena levantó la vista atraída por las imágenes de la televisión. Aquel lejano día de julio de 1969 la niña miraba la histórica caminata lunar. Su padre la había acomodado en el sofá de la sala delante del televisor, con los cojincitos arrumados en pila a modo de butaca, para colocarla a la altura de la pantalla. El astronauta del Apolo 11 portaba un casco esférico que la niña asociaba con los dibujos de antiguas escafandras de buceo que ilustraban un libro de relatos de Julio Verne y que tanta gracia le hacían porque las tomaba por peceras puestas boca abajo y enroscadas al cuello de los trajes de inmersión. El astronauta rebotaba en la arenilla y ella lo hacía sobre los almohadones y los pisoteaba, decidida a seguir los pasos de la primera caminata en el espacio hasta que le ordenaron que se estuviera quieta porque maltrataba los cojines; esto se lo contaron años después, cuando tuvo edad de celebrar su infancia a través de las anécdotas evocadas por los adultos. 

Había días en los que el anciano optaba simplemente por replegarse como una tortuga sobre su caparazón. Un bulto tieso de ropa sentado en el borde de la cama, con el mentón descansando sobre el dorso de una mano. Los ojos fijos en los tablones del parqué. «Tu papá no puede agacharse para atarse los pasadores sin perder el aliento», le había comentado su madre, la voz abatida en el hilo telefónico. En adelante, su padre iba a mirar los pasadores a la distancia y a armarse de resignación mientras alguien le hacía el trabajo de rutina. Es posible que entonces su padre haya llegado a presagiar lo que vendría después, el sometimiento inapelable ante la intromisión de desconocidos en su espacio más íntimo. 

El diagnóstico médico dio paso a un estado que las enfermeras se obstinaron en llamar una vida «asistida». Mientras se hiciera necesario, acotaron. Jimena nunca las escuchó recurrir al tópico obsceno de las formas amables que deslizan el término humanitario «convalecencia». De cualquier forma, aquel «estado» impregnaba los ambientes de la casa, empezando por la habitación de sus padres que ocupaba solo su madre sin mover la cama matrimonial, se aireó en el oscuro pasillo y con los días suspendidos del calendario se empozó en el cuarto del anciano, el de la segunda puerta a mano izquierda. 

Ella no podía saberlo entonces, pero la luna perdería progresivamente su condición de Luna, a partir de aquel 21 de julio de 1969. Con el cohete espacial se propulsaron fuerzas transformadoras que iban a desmantelar el Cielo cósmico de su infancia, de a pocos, hasta reducirla a una pobre dimensión material; de bombilla Philips. 

Los días previos a su partida transcurrían con una rapidez inaudita. Le quedaba menos de una semana junto a su padre. La beca de residencia que le ofrecía la Escuela de Estudios Hispanoamericanos en Sevilla le iba a permitir consultar los fondos documentales del Archivo General de Indias con sus valiosos manuscritos que arrojan noticias de la expedición del corsario Jonis van Spielbergen por los vastos dominios del Imperio español. El holandés que puso sitio al Callao a fines de julio de 1615 mantuvo a la capital del virreinato del Perú en estado de incertidumbre y pánico. El virrey Marqués de Montesclaros organizó la defensa del puerto con la Compañía de Gentilhombres y Lanzas y Arcabuces, aunque el grueso de la tropa era gente del común reclutada en la víspera. Las familias pudientes evacuaron a sus hijos y patrimonio a las haciendas y chacras. Mujeres devotas en banda recorrían las calles aledañas al Hospital de la Caridad en compungida oración, algunas en estado de franco arrobamiento místico; a una de ellas, contarían luego los vecinos, se le abrasaba el corazón, a veces daba terribles gritos y era arrebatada de la fuerza del espíritu y llevada de unas partes a otras. También estaban aquellas que se flagelaban o, presas de gravísimos dolores, buscaban la llaga del costado abierto por el Esposo. Santa Rosa de Lima, que entonces era una joven terciaria de la Orden de Santo Domingo, pernoctó al pie del altar de la Iglesia de Santo Domingo, dispuesta a proteger con su vida el Santísimo de sus profanadores.  

Pero para la doctora Jimena Leal, historiadora colonial, el punto de interés académico no estribaba tanto en las incidencias del sitio militar contadas en la Relación que hace el Capitán Gaspar Calderón de Caviedes del suceso de la Armada que salió del Callao en busca del enemigo holandés, que se conserva en los fondos documentales del Archivo de Indias, ni siquiera en los apremios y quebrantos que padeció la Ciudad de los Reyes, sino en un hallazgo discreto, una anotación apenas, una línea en ese papel que iba a tener repercusiones de consideración en las ciencias y en el mundo de las ideas: Estando aquí surtos descubrieron un navío con unos canutos que traen con que ven más de seis leguas. 

Era la primera referencia que se tenía de un telescopio en las Américas. En los años noventa, el historiador norteamericano Engel Sluiter dio con el legajo en la sección del archivo indiano correspondiente a la Audiencia de México y lo difundió en medios académicos. Jimena se abocó al estudio de los cambios que la mirada telescópica había introducido en la representación de los cielos del siglo XVII,  en el desmoronamiento progresivo del Empíreo medieval y también en la reedición de los ceques célicos que imaginaban los indígenas yauyos y yungas. En sus largas horas de pesquisas leyendo los documentos digitalizados del Archivo de Indias, merodeando por los legajos de la Audiencia de Manila, Jimena había dado con las Informaciones sobre los corsarios holandeses, que refería el paso de la flota al mando de Joris van Speilbergen por Filipinas, entre febrero y marzo de 1616. Ahí, en las detalladas cuentas rendidas a la Corona por la presencia del enemigo holandés, encontró unas líneas que hablaban del uso del catalejo:

Y en el tiempo que este testigo estuvo cautivo que fueron zinco díaz, desde el domingo hasta el jueves vido como a las partes dijo a las tardes y a las mañanas miraban con un Antojo a manera de canuto que por una boca y otra tiene como espejos y hacen puntería con él un ojo para descubrir si vían algunas embarcaciones. Y un piloto viejo del navío en que estava el testigo le dixo en Xapón ai, con esto mira y verás aunque sea muy lejos. Y este testigo miró con el dicho antojo y se espantó de ver que por lejos que estavan las cosas se parezían muy claras.  Y assí con este antojo descubrían los navíos que venían de fuera y los tomavan. 

Este relato era un aporte a las escasas referencias documentales que hacen mención del uso de telescopios a bordo de naves en el siglo XVII, recopiladas por el propio Sluiter. En el recuento más reciente hecho por Huib Zuidervaart, investigador principal del Huygens Institute for Dutch History, tampoco se encontraba el manuscrito filipino. Jimena supo entonces que se había topado con un documento inédito. Y no cualquiera, concluyó con gran satisfacción: el legajo filipino, fechado a principios de 1616 era, después de la relación del sitio del Callao, el más antiguo que acreditaba el temprano uso de catalejos en el mar. El texto recogía el testimonio de un japonés convertido al cristianismo que respondía al nombre de Juan de León que relató en castellano, ante el escribano del rey en Manila que, estando cautivo cuatro días a bordo de los navíos enemigos, vio cómo hacían uso de un ant[e]ojo a manera de canuto, que usaban para descubrir si veían algunas embarcaciones. 

Jimena quería comunicarle la noticia de su viaje. Que se enterara que la ausencia temporal sería corta; que de ninguna manera lo iba a abandonar. La partida será en seis días, a Sevilla. «¿Me escuchas, viejo?», «¿estarás bien?», su voz es calurosa, de hija ganada por la aprensión. Que no era falta de cariño. El anciano se concentró unos segundos antes de mandarse a tararear algo que Jimena no alcanzó a descifrar en letras, algo que tenía que ver con una tonada familiar, un hálito lejano, solo eso. Un despertar en domingo con ese tantán, y el olor del pan francés. El musitar del padre fue suficiente para tantear la calidez de antaño. Solo eso, y eso era de un espesor casi tangible. Ese acorde que resultaba doloroso también los unía, porque ese domingo era mutuo y ella era hija de su padre. Las yemas de los dedos de la mujer ejercieron una suave presión sobre la palma de una mano yacente. El padre calló entonces. 

Jimena volvió a pasar los dedos sobre el dorso lastimado, marcado con manchas y venas a flor de piel, por obra de pinchazos rutinarios para introducir las infames agujas con sondas. Las yemas de sus dedos actuaban como delicado ungüento contra el dolor, o eso parecía, porque el padre asentía con la cabeza una y otra vez y luego arrugó la barbilla. «¿Qué hacemos papá?», se lo repitió sonriendo, porque estaban metidos en la habitación de una niña que no dormía porque tenía miedo a la oscuridad. Y sujetaba la mano del padre y solo entonces cerraba los ojos. 

Y este testigo miró con el dicho ant[e]ojo y se espantó de ver que por lejos que estavan las cosas se parezían muy claras. El testigo japonés se asustó de ver lo inesperado, que las cosas lejanas se miraban como si se hubieran desplazado en el tablero y se colocaran al alcance de su mano. Desde el puerto se identificaban los barcos enemigos en alta mar antes de verlos con los ojos, la luna misma parecía un objeto que moraba encajonada detrás de una cadena montañosa que asomaba en el mar. Se diría, un truco sacado de un gabinete de las maravillas. Pero ver con el catalejo era también caer en un punto ciego. Porque mirar por el estrecho orificio de un canuto, lo estaba comprobando, era perder la profundidad de campo y encontrar que los objetos estaban como diseminados sobre una mesa, sin el orden físico y natural de antes. Sin el grosor de siempre, donde existía un «cerca» y un «lejos». ¿Y entonces bien pudiera ser que fuera «eso», lo que habría asustado al testigo japonés, «eso» que se produjo al mirar y darse cuenta que había perdido la perspectiva? Sin siquiera enunciarlo con palabras, solo el susto ¿sobrevino luego de constatar que, con los lentes delante, tenía otro ojo en la cavidad orbitaria? O un ojo que miraba distinto.  

Jimena admiraba la sensibilidad que atribuía al japonés Juan de León, aferrado a lo tangible. La llaga en el costado que no se admiraba con los propios ojos y se tocaba con los dedos no existía, o existía bajo un manto de sospecha. Jimena, que se aprestaba a viajar y a emprender una pesquisa académica a miles de kilómetros de casa, saludaba el gesto del relator que profesaba una fe muy antigua. Ese hombre, rescatado del siglo XVII, compartía con Jimena un credo que otorgaba primacía a los sentidos: porque el tocar con las manos y el ver con los ojos son lo primordial en la vida, se decía, lo que nos permite mantenernos como especie, construyendo los vínculos fundamentales que entablamos entre semejantes y con la naturaleza. Lo sostenía ella que estaba precisamente cortando amarras. Si los canutos hacían que las cosas aparecieran ahí donde no estaban, el japonés que era un creyente se asustaba porque solo creía en lo que veía y no en objetos en ausencia. Y se cuidaría de las imágenes de espectros que eran ídolos con pies de barro. La llaga del costado era la que se veneraba en las catedrales góticas de altísimos vitrales, representada en magníficas pinturas y crucifijos que se exponían a vista de todos. Ese era el objeto venerado; a él iban y rezaban. Les encendían cirios, se santiguaban con profunda contrición, algunos acercaban los labios al pie del madero o del yeso. Se transfiguraban en lo sagrado, algo que escandalizaba a los corsarios calvinistas que solo veían palos, yeso y lienzos. Los trajes más elaborados con finos brocados, las pelucas confeccionadas con cabello humano, nada se escatimaba para expresar este culto y apego piadoso a una figura tangible. Jimena entendía y simpatizaba con esa necesidad imperiosa por caminar con los ojos, las manos y los oídos como apoyos insustituibles. 

Mientras Jimena le hablaba de sus planes en Sevilla y le transmitía sus aprensiones por su inminente ausencia, el anciano iba retomando un aire absorto. Ella le frotaba la piel y sacaba los pellejos como quien descascara volutas de un tronco de abedul. Quedaba una piel rosada, presta para sus cuidados. El anciano iba y venía en su propia elíptica, sin que la mujer pudiera hacer nada al respecto. Es posible, pensaba Jimena, que se haya topado con lejanos recuerdos que lo llaman hacia un rincón íntimo, inaccesible. 

Consultó su reloj, se le había hecho tarde. Llamó el taxi usando el aplicativo del celular. Sujetó la mano de su padre entre sus manos, apretó el dorso con uno de sus pulgares. Besó a su padre en la mejilla. Soltó la mano, la acomodó delicadamente en el apoyabrazos. Se incorporó con desidia. Salió de la habitación. En la calle se había hecho de noche. Jimena alzó la mirada para contemplar la luna llena en todo su esplendor esférico. Los postes de energía eléctrica delimitaban el perímetro del parque. Unos perros se acercaban a buen trote por el sendero de tierra que seccionaba el espacio público en dos. Se olisquearon y a una señal que solo ellos reconocieron empezaron a gruñirse y perseguirse de las colas, armando un alboroto de ladridos arrebatados y una polvareda que se extendía a medida que crecía el campo de acción de los canes. El vigilante los observaba, divertido con la escena. El taxi bordeaba el parque por la calle opuesta. La mujer echó un último vistazo a la ventana del segundo piso. Se quedó de una pieza: la luz eléctrica delataba un rostro detrás del vidrio, salpicado de claros y de sombras. 

Su padre, que aguaitaba los sucesos del parque, inclinaba lentamente la barbilla y clavaba unos ojos fatigados pero vivos; y sonreía. Le sonreía o eso le pareció a ella. Jimena se conmovió aunque reprimió el impulso de arrojarle algo, una pelota imaginaria o la sarta de llaves del departamento, y retarlo con un gesto cómplice «¡A que no la atrapas!». El viejo levantó un puño, lo abrió no sin esfuerzo y volvió a cerrarlo en el aire, con firmeza. «¡Viejo!», respondió Jimena, con ánimo travieso y la emoción contenida por tan inesperado reencuentro. 

La silueta apostada en la ventana tomó un tiempo más antes de conseguir estampar la palma abierta contra el vidrio.  

Madrid, junio-octubre de 2018. Publicado en la revista Turia No. 127

La piscina

La niña lo intenta con vehemencia, los dedos de los pies firmemente sujetos, como pequeños garfios, al borde del podio. Flexiona las rodillas, levanta y extiende los brazos a la altura de los ojos. Se inclina hacia adelante desafiando la inercia, luchando contra el vértigo que le produce la masa acuática. A punto de dar el salto al vacío, atisba un estado de muerte súbita. La espalda se arquea y se tensa al máximo, como la cuerda de un violín recién afinado. 

El viejo sigue fregando el suelo del baño de las chicas. La rutina manda hacerlo en el receso del almuerzo, entre las dos y las tres. Se toma todo el tiempo del mundo. Las mayólicas no solo deben brillar y lucir esmeradamente pulcras: tienen que estar desinfectadas, para proteger los pies desnudos de niñas y jóvenes expuestos a bacterias y hongos por acción de la humedad y el trasiego constante. Él se encarga de eso. Asea los inodoros con un gel limpiador que desprende el sarro de las paredes interiores, aromatiza gratamente y, gracias al chisguete en forma de cuello de pato retorcido, ayuda con eficacia a desinfectar aun debajo del borde de las tazas. El cepillo termina de disolver las manchas más tercas. Al cabo de unos quince minutos, el viejo hace correr el agua y un olor a lavanda de bosque se concilia con las pisadas frescas y atolondradas de las chicas que ingresan en tropel a la academia, al sonar el timbre que anuncia el reinicio de las clases. Siempre lo mismo. Se abren paso las risitas animadas y los cuchicheos malévolos. Son unas diablas, han llegado quejas a oídos del supervisor. Una escondió las sandalias de una amiga en su maletín de mano y dejó que saliera descalza, caminara sobre la laja húmeda y corriera de puntas sobre el canto rodado caliente del camino que lleva a la tribuna, donde su madre la recibió indecisa entre el reproche y el amparo. Otra acostumbra lanzar toallas desde el interior de un cubículo con la puerta cerrada, encaramada sobre la tapa del inodoro, lo que desata grititos de júbilo entre sus compañeras cada vez que encaja la prenda en el tacho de basura, y ¡bu! con cada tiro fallido. El ajetreo no cesa en el vestuario. Las más ligeras se desvisten sin pena, a la vista de todas – en dos tiempos, desprendiéndose del formador y la trusa -, otras se sirven de una toalla ceñida al cuerpo, y las más recatadas se ocultan detrás de alguna puerta de baño. Minutos después se van como vinieron, una ráfaga de vitalidad infantil y rumores cómplices. 

Entre las dos y las tres de la tarde la sala de baño luce despejada, sin el ruido vandálico de la muchedumbre. El suelo de mayólicas es un pasto allanado y húmedo, recientemente devastado por el paso del ganado caprino. 

El viejo prefiere los horarios de clases de tres a seis, de las niñas y niños que salen del colegio a la academia de natación. Tarde por la noche y muy temprano por la mañana, antes de las ocho, es el turno de los adultos de ambos sexos, que llegan a nadar después o antes de la jornada laboral. Los ve llegar, informales en blue jeans y camisas o polos de algodón. Se sumergen en la piscina y ejecutan sus rutinas pautadas por el instructor. Bracean diez o quince largos, lo que en cierta forma es ya una extensión de sus jornadas laborales. La media mañana está infestada de amas de casa solas o con bebes que, al contacto con el agua, arman un festín de risillas y agudísimos chillidos, desatan enérgicas patadas bajo el agua y chapoteos sobre la superficie. Hay quienes, con cada intento de inmersión en brazos de sus madres, exhalan apremiantes alaridos, a todo pulmón, en abierta desproporción con la pequeña masa corporal y la envergadura de una hazaña tan ínfima. Al viejo terminan por crisparle los nervios. 

En ese horario, de dos a tres, se ocupa pues del baño de las niñas. El trabajo le resulta mucho más 

agradable. Después de todo, dichas las cosas con franqueza, la faena es más higiénica y amable para sus sentidos. Y por qué no, hay que admitir que las niñas cagan mejor que las viejas y, sin discusión alguna, mejor que sus padres. Las niñas dejan en el ambiente de los inodoros un olor a restos de comida guardada en la refrigeradora, a lácteos cortados o papas sancochadas untadas con alguna salsa algo pasada y lista para la excrecencia, o incluso, algo menos patente, un aroma de infancia que, juraría, se asemeja al aliento de un cachorro cuya dieta todavía se limita a la escudilla de trozos de pan untados en leche y acaso alguna compota. Las heces de los adultos, en cambio, tienen un hedor a franca corrupción: grasas refritas, exceso de alcohol, intensos ajíes, menestras -los niños hacen bien en odiarlas, sobre todo los frijoles y pallares -, que se asocian con penosas infecciones urinarias, disfunciones del hígado u obstrucción de las arterias coronarias. Hedor que nace de las resacas, los excesos en la mesa o, simplemente, del cansancio de los órganos que conducen el proceso digestivo. ¿No será la vejez lo que huele mal? 

De vez en cuando, alguna de las chicas llega tarde. Cuando esto ocurre, la niña ingresa a solas para cambiarse. Y entonces, su presencia se vuelve enorme en el camerino. Las pisadas y los ajetreos se amplifican en ecos y pausas que retumban en todo el territorio, cercado por mayólicas. 

Volar o caer en el intento. Los dedos de la niña se aferran al borde del podio para darse el impulso definitivo y abrirse en el aire como una mariposa de cristal, una Greta oto que despliega su ligera transparencia al volar. Pero, aunque se esfuerce, poniendo en juego todo su empeño, la orden no llega. Ni cerrando los ojos puede evitar esa enorme turbación. Su cuerpo se balancea como un trapo tendido en el cordel de la ropa que el viento va sacudiendo a su antojo. Hacia atrás y hacia adelante. Un trapo sujeto a la deriva sedentaria del cordel. 

Su cuerpo es delgado y sus brazos, algo largos, ideales para el braceo en competencia. De su feminidad temprana apenas asoman unos pequeñitos senos de limón. Sus caderas no se desarrollan todavía, lo que permite dibujar una línea casi recta de los muslos a las axilas, como cualquier muchachito de su edad. Las trucitas, las trenzas, las tetitas, las T, todo está por hacerse en su anatomía. 

El viejo distingue un rocío sobre la baldosa, dobla una rodilla trabajosamente al tiempo que hinca la otra, pero luego se reacomoda y se pone de hinojos. Las clases de las tres de la tarde han comenzado hace más de cinco minutos y el baño luce desierto. La mano extendida del viejo quiere hurgar, rastrear, olfatear las huellas de una presencia reciente. Acerca el dedo índice tosco y tembleque, la piel tiene la aspereza que viene con la edad y con el uso de los detergentes, la uña tiene el borde carcomido y amarillento, evidencia de algún hongo mal curado en su momento. El dedo se unta de una partícula de textura sutil, un descenso blanquecino, y constata que está fresca y palpitante. Todavía joven. Todo lo contrario de un viejo, que es un coágulo pastoso y seco por todos los resquicios del cuerpo y del alma. El viejo acerca la yema del índice al rostro para contemplar mejor y olisquear esas pizcas gelatinosas, flujos vaginales, sin duda. Desde el suelo, sus ojos encuentran unos pies ligeros que aletean en el aire, suspendidos del borde de un inodoro. La puerta del excusado está trancada, pero eso no tiene mucha importancia. El tiempo no apremia. Sabrá esperar. 

La niña mariposa aletea, pero no tiene agallas para volar. Arrojarse al vacío implica una dosis de confianza en su propia inmunidad. La niña acecha el entorno con el rabillo del ojo, como lo haría un caballo chúcaro que, asido con firmeza de la brida, permanece alerta, pendiente del ajetreo de los jinetes y la montura que intentan calzarle en el lomo. ¿Podrá cortar el agua con las manos juntas formando una fina quilla de barco? Si no logra dibujar un arco perfecto con su cuerpo, el rostro quedará desprotegido y es seguro un chicotazo en la mejilla. Si, por reflejo defensivo, endereza el cuerpo en el aire, caerá en peso muerto, se dará un panzazo chapucero y se verá expuesta al dolor y a la humillación. Al castigo.

El instructor se acerca a la niña, estática en su pedestal. Ella intenta retomar el aplomo de antes, cuando era la niña animada, que ejecutaba vistosos saltos olímpicos. Levanta la cabeza para concentrar todo el coraje del que es capaz. Inútil: una punzada atraviesa sus endebles rodillas. El instructor la toca suavemente por la espalda, ¿te encuentras bien?, ¿Elenita? La pequeña, al contacto físico, solo atina a cerrar los ojos, presa de la crispación por un dedo índice que acecha su piel. Un dedo índice que penetra en la oscuridad de la infanta y la reclama sin tregua, hasta la médula del húmero. 

La piscina está techada; de otro modo, la niña hubiera descubierto el cielo otoñal de una ciudad donde el gris es un estado permanente del día.

En: Mínima señal (FCE Perú. 2017)

Coda

 

Una mujer apostada en el palomar del segundo piso observa detenidamente un cable de energía eléctrica perfectamente alineado a la raya amarilla del asfalto. 

Una paloma gris con finas vetas blancas se posa en el cable sin que trascienda el mínimo balanceo que impone su peso. Esa sutil cadencia sería imperceptible sin la raya que marca en el asfalto la inmovilidad de la pista y que, por arbitraria contigüidad, pone en evidencia todo lo que fluye a su alrededor, incluidos el anodino cable tendido en los aires, el tránsito de peatones, las hojas jaspeadas de luz, los charcos que titilan al paso de neumáticos, de la misma manera que se reconoce la progresión de las manecillas de un reloj por los números romanos que van quedando atrás. 

La mujer descubre con asombro el real alcance del juego de perspectivas en la composición del paisaje: por efecto de planos en desnivel, la paloma y su hábitat se encuentran retenidos, por así decirlo, dentro de un escenario adscrito a la raya del asfalto y a su poderosa linealidad; es un planeta insignificante, que no existe sino a la luz de una órbita imaginaria. 

El palomar, asteroide 201, ha sido finalmente identificado.

 

En: Mínima señal (FCE Perú, 2017)

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