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Lima, 1983

Jennifer Thorndike

Desierto

 

1

Una alumna baja la cabeza. Trata de levantar la mirada para seguir escuchándome, pero sus ojos se desvían y se clavan en su cuaderno. La imagen muestra a unos niños trepados en un tren. Comparten una tortilla que alguien les ha regalado, un pedazo diminuto que frotan constantemente contra el plato de cartón buscando el sabor de la salsa que ya se ha terminado. Los niños son centroamericanos y están cruzando México a bordo de la Bestia. Solos y hambrientos. Quieren llegar a Estados Unidos. Alguien me va a adoptar allá, dicen, alguien me va a ayudar a estudiar o trabajar. Eso los motiva a arriesgar sus vidas. ¿Quién les ha hecho creer que es posible? ¿Por qué piensan que acá van a encontrar solidaridad o compasión?, le pregunto a la clase. Mi alumna se llama Carmen y sigue sin levantar la cabeza. Yo sigo hablando: cuando deciden subir a la Bestia, saben que tendrán que enfrentarse al rigor del clima, el hambre y la sed. El documental muestra a una niña de unos diez años que viaja sola. Más adelante cuentan que desapareció en el camino. Nadie sabe si abusaron sexualmente de ella, si cayó bajo las ruedas de la Bestia o si se ahogó en el río. 

La clase termina, los alumnos recogen sus mochilas y salen mientras comentan qué harán el fin de semana. Parece que nada de lo que hemos discutido tiene importancia. Carmen se me acerca. El documental me ha afectado mucho, dice. Luego vuelve a bajar la cabeza. Me acuerdo del desierto, mis padres turnándose para cargarme, la caminata, el calor. Yo recuerdo vagamente, pero recuerdo. Tenía cuatro años, ganas de llorar, y ellos me tapaban la boca para que no hiciera ruido. Y yo, por primera vez en todos los años que tengo enseñando, no sé qué decir. Ha sido muy fuerte ver este documental, dice con la voz entrecortada. Ahora la que baja la cabeza soy yo. Carmen comienza a bajar la escalera y se despide haciéndome adiós con la mano. Yo hago lo mismo. Lo siento mucho, le digo antes de que termine de bajar. No se preocupe, ya se me va a pasar, me responde y se va a paso rápido. Creo que ver ese documental le ha hecho daño. Y no sé qué hacer ni decir para remediarlo. 

 

2

Uno se despierta casi todos los días con el olor a sangre en las fosas nasales. No olor a sangre fresca, sino a carne que has dejado mucho tiempo en un ambiente poco ventilado y que ha comenzado a podrirse. Vivo en un pueblo de Illinois muy pequeño y, por eso, el olor que emana el matadero de cerdos es constante. Veinte cuadras de sur a norte, quince o dieciséis de este a oeste. El matadero está en la carretera hacia Iowa, pero el olor se esparce por todo el pueblo. Durante la orientación de mi primer año otra profesora nueva no dejaba de quejarse del hedor. Y del ruido de los trenes. Y de que no podía encontrar buenas donuts en ninguna parte. Pensé que era una estupidez quejarse por problemas tan insignificantes. Hoy, unos años después, me pasa lo mismo: casi no soporto vivir en este pueblo desolado. No hay nada, les cuento a mis amigas y a mi familia. Solo dos restaurantes de comida rápida y el college. Un Wallgreens y un supermercado. No se ve ni una persona caminando y casi no pasan carros por la calle principal. Mi sueño americano pasó de una universidad de prestigio a un college minúsculo donde los alumnos no muestran ningún interés en nada y no se sienten conmovidos por nada de lo que se les dice. No es su culpa. Muchos ni siquiera han salido de este pueblo y les cuesta imaginar que existe algo más allá de los campos de maíz que los rodean. Aquí nadie te entiende cuando hablas y debes repetir la misma frase varias veces porque tu inglés no es perfecto, no es gringo, no es del Midwest. Tu inglés es hispano, tu inglés tiene un acento que nunca han escuchado, tu inglés es poco funcional para un pueblo donde la gente solo habla con los que se le parecen y mira a los demás con incomodidad y desconfianza. Con uneasiness, esa es la palabra adecuada, tan gringa que ni siquiera tiene traducción exacta al español. Y luego, siempre, inevitablemente, te dicen you have an accent, y después preguntan where are you from? Y yo respondo Peru, the country, not Peru, Illinois, aclaración necesaria porque existe un Peru en Illinois, y hace poco alguien me dijo: Peru? Ahh Peru, Illinois, that´s weird ´cause I don´t recognize your accent.

¿Esto era lo que quería cuando vine a este país? Hay alumnos excepcionales como Carmen. Pero Carmen es hispana, Carmen nació en México, Carmen es indocumentada. El sueño americano de Carmen no era de ella, sino de sus padres que vinieron a Estados Unidos en busca de lo que todos los migrantes creen que van a encontrar: estabilidad económica, un país más justo, un futuro mejor. Un país donde las cosas funcionan bien. Cuando te das cuenta de que todo funciona como en cualquier otro país, ya es muy tarde. Acá no puedes hacer nada si no tienes contactos. Acá se piensa que si te esfuerzas, serás capaz de tener éxito. No es verdad. He conocido exalumnos que dan clases de gimnasia en la YMCA, que decidieron abrir licorerías o que son meseros en algún bar del pueblo. Carmen estudia Psicología. Es mi advisee y siempre le digo que trate de hacer relaciones para que pueda tener más posibilidades de trabajo. Pero ella es tímida y sé que le cuesta siquiera intentarlo. Igual que a mí hasta ahora. Quizá por eso no pude conseguir un trabajo mejor. Quisiera ser una guía para Carmen, pero es ridículo pensar que puedo serlo cuando no supe cómo orientar mi carrera. Carmen siempre ha sido especial porque fue la primera alumna que quiso trabajar conmigo, la primera que confió en mí y me contó que no tenía papeles. Y que tenía miedo. Por eso no puede estudiar. Cuando crees que la vida a la que te has acostumbrado se puede terminar, solo piensas en eso. Te duermes, si es que puedes, pensando en eso. Te despiertas pensando en eso. Además, Carmen dice que en este college todos son racistas. Que muchos hacen comentarios fuera de lugar contra las minorías. También cree que si pide ayuda a alguna de las profesoras se la van a negar porque nadie logra entender que los alumnos puedan tener problemas más graves que sacar una D en un curso. Por ejemplo, enfrentar una deportación. No es su realidad, no les importa. Yo no sé si el próximo año voy a estar acá, se acaba mi DACA y me pueden deportar, comenta en voz baja a pesar de que la puerta de mi oficina está cerrada. Porque Carmen tiene miedo de que alguien la escuche y corra la voz de que es ilegal. Tranquila, le digo, acá no puede pasar nada, el campus se ha declarado santuario y nadie puede denunciarte. Seguro te van a extender el permiso para que puedas continuar aquí legalmente. Pero esas palabras no van a producir ningún efecto ante la angustia y el temor. Mis problemas no son nada al lado de los suyos. Le digo a Carmen que yo tampoco quiero irme. Porque al igual que ella no tengo adónde volver, no tengo una casa ni una familia a la que pueda regresar. Todo lo que tengo está acá, en este pueblo. También me aterra la idea de que alguien me persiga para obligarme a regresar donde no quiero volver. Mi advisor anterior tiene un sticker de Trump en su bumper, dice Carmen. No me extraña, respondo, hay tres autos con el mismo sticker en el estacionamiento donde yo parqueo mi carro. Tranquila, haz lo que tienes que hacer para pasar y todo va a estar bien, le digo de nuevo. No sé qué más decir.

 

3

Carmen dio una alocución en la ceremonia religiosa que ofrece el college todos los lunes. Fui a verla para darle apoyo porque en una de nuestras conversaciones me contó que estaba dispuesta a decir la verdad sobre la discriminación que siente. Le dije que tuviera cuidado. No se puede decir lo que uno piensa sin pagar un precio. Esa creencia también se derrumba cuando te das cuenta de que en este país, como en todas partes, solo puedes salir adelante si estás bien con quien debes estar bien y no dices nada incómodo. A nadie le gusta la gente que trae problemas. Pero Carmen está cansada de callar. Y ese día, frente a una gran parte de los profesores del college, habló de los latinos e hispanos que no tienen voz. Habló del abandono que sienten cuando saben que no tienen a quién recurrir cuando son observados por otros alumnos, profesores, autoridades o la migra. Habló de la necesidad de buscar espacios donde las minorías puedan sentirse seguras porque los safe spaces no son más que una mentira para que las instituciones se crean inclusivas. Aquí no hay safe spaces. ¿Cómo sé que alguno de ustedes no me va a denunciar? ¿Cómo puedo sentirme segura en clase cuando tengo en la cabeza que muchos de ustedes no querrían que estuviera aquí?, dijo Carmen, y yo estaba orgullosa y nerviosa a la vez porque sus palabras no iban a pasar desapercibidas. Hay mucho racismo, continuó. Ni siquiera es necesario que hagan comentarios desatinados. Basta con la mirada o cómo nos hablan sintiéndose superiores porque creen que nos están haciendo un favor al aceptarnos en su país. Basta ya, gritó ante la incomodidad de la capellán. Se iba a meter en un problema por haber permitido que Carmen tomara el micrófono. Cuando terminó de hablar, la capellán no celebró su discurso, sino que le agradeció en voz casi inaudible y alzó las manos para rezar el padrenuestro. Y yo, motivada por las palabras incendiarias de Carmen, comencé a rezar en español. Desde que llegué a este pueblo siento que hablar en español es un acto de rebeldía. Es poner a los norteamericanos un poco más incómodos. Es molestar un poco a una sociedad acostumbrada a decir What a great thing you said o Thank you for the fantastic talk you just gave, justo antes de lanzar una serie de comentarios con los que queda claro que todo lo que dijiste les pareció equivocado o fuera de lugar. Estaba segura de que eso iba a pasarle a Carmen cuando la ceremonia concluyera. Estaba segura también de que iba a recibir un complaint por parte del decano o del presidente del college, sino algo más grave. 

Antes de iniciar su discurso sobre los migrantes, Carmen habló sobre la celebración del Día de los Muertos. Y de su familia. De cómo su madre llora cada año frente a la imagen del abuelo, a quien no pudo acompañar cuando murió porque los indocumentados no pueden salir del país. La madre prende velas, ofrece pan y brinda con tequila para que el abuelo muerto la perdone. Era por el futuro de Carmen, dice su madre, era por buscar algo mejor. Pero ese algo mejor ahora se ha transformado en un estado de alerta permanente que no deja vivir tranquila a Carmen. Sus padres decidieron por ella y, al final, le dieron ese futuro incierto y lleno de temor. Yo no puedo hablar de mi propia familia, o quizá puedo hablar demasiado. Mi madre sigue creyendo que puede controlarme. A mi padre lo quería muchísimo, pero al margen de hacerme reír, nunca pude hablar con él sobre problemas serios. Ahora mi papá ya no está y mi mamá sigue siendo la misma a pesar de que asegura que ha cambiado. Ya no estoy en edad de echarles la culpa de mis problemas, pero sí lamento no tener a dónde volver o a quién recurrir cuando las cosas van mal. Y las cosas han ido mal desde hace algunos años porque es difícil vivir en un ambiente hostil para quienes somos diferentes. ¿Quién inventó la mentira de que se venía a Estados Unidos para estar mejor? ¿Cómo es posible suponer que estar aquí es mejor que quedarse en el país al que perteneces? Sé que en el Perú no existe nada para mí, ni nadie a quien pueda recurrir. Sé que, por lo menos, puedo escoger quedarme aquí. Me he convencido de que acá estoy mejor de lo que estaría allá. Supongo que Carmen piensa algo parecido. Qué acá está bien, que no tiene dónde ir ni dónde volver. Que ni siquiera debería pensar en volver porque ella nació en México, pero lo recuerda poco y ha hecho toda su vida en Estados Unidos. Ella es de acá tanto como cualquiera que ha nacido en este territorio. Ella ya no puede escapar de este destino que le dieron sus padres, de esa decisión que ellos tomaron por ella sin consultarle. Y, aunque su situación es incomparablemente peor que la mía, quizá tengamos en común esa sensación de que somos incapaces de volver a comenzar. Y tenemos que seguir, yo viendo cómo los días se pasan tratando de conservar esta vida que no esperaba, ella intentando mantener la esperanza de que todo se va a arreglar. Angustiadas, tristes, cansadas. Enfrentando los días en que todo se pone peor, en que Carmen piensa que no vale la pena esforzarse porque seguro mañana, pasado, el próximo mes o el próximo año ya no va a estar aquí, sino en un avión rumbo a un país que casi no recuerda. Que no es más que un lugar brumoso, oscuro, repleto de referencias intangibles que sus padres han mencionado a lo largo de su vida. Esos mismos padres que la trajeron cargada por el desierto sin que ella lo pidiera. Pero, a pesar de todo, la alocución es una prueba de que no se ha rendido. Cuando termina la ceremonia, me acerco a ella y la abrazo. Como siempre, con ella, las palabras no existen. 

 

4

 

Nada ha cambiado. Yo sigo igual, Carmen también. Creo que este semestre sus notas fueron bajas. Para mí también ha sido difícil porque tuve dos clases muy malas. Tampoco pude avanzar mi investigación porque todo me parece inútil. Carmen vino el último día de clases a despedirse de mí, siempre con el miedo de que el próximo semestre no vaya a regresar. Nos vemos en enero, le digo, pensando que sí volverá, que se graduará, que algún día hará suyo ese destino que no decidió cuando tenía cuatro años. El desierto y el olor a sangre del matadero están ahí, siempre estarán ahí como una prueba irrefutable de que hay momentos en que se toman decisiones, o las toman por nosotros, y eso lo cambia todo. Y que otras posibilidades se dejan de lado y es imposible recuperarlas. Carmen lo descubrió a los cuatro años, yo cerca de los cuarenta. Y seguimos, yo esperando volver a verla, ella esperando volver y quedarse. Quedarse y vivir tranquila. Encontrar el lugar al que se pertenece si es que existe. En eso también nos parecemos.

[Fragmento de Ella]

 

 

Las primeras células de tu cuerpo en morir fueron las neuronas. De tres a siete minutos luchan, y luego mueren por la falta de sangre y oxígeno. Las células de la piel pueden durar hasta veinticuatro horas. Ahora ya deben estar todas muertas. Lo siento, pero ese fue el tiempo que esperé antes de llamar a la funeraria. Cuando lo hice, todas tus células debían ya estar muertas. Ahora las bacterias dentro de tu cuerpo deben estar devorando tus órganos vitales para saciar su apetito. Dejarán tu interior vacío y convertirán tu cuerpo en una cáscara podrida y muda. Otras células pronto liberarán sustancias químicas para autodestruirse y de una vez acabar contigo completamente. Serán asesinas de las que no podrás librarte. El rigor mortis aún endurece tus músculos y te deja atada a la mesa de la morgue. Comienza tres horas después de la muerte y dura hasta treinta y seis, tiempo suficiente para que todo, todo lo de tu interior haya desaparecido. 

Sé que el cuerpo demora entre doce y veinticuatro horas en disminuir su temperatura hasta el núcleo interior. Ahora debes estar completamente fría, y tu cuerpo adaptándose al fin a su verdadera naturaleza. La palidez extrema de tu piel debe representar tus quejas sobre enfermedades que nunca llegaron a atacarte tanto como hubieras deseado. 

En un proceso natural, sin el cuidado de una funeraria, el olor que emana del cuerpo resulta insoportable. Hubiera aumentado a niveles insostenibles si no decidía ocuparme de tu cadáver. Es cierto que demoré bastante en hacerlo y por eso agradezco que mi gemelo me haya despertado de mi sueño de evasión para obligarme a sacarte de ahí. Pero no solo por la intensidad del hedor, sino porque en el sueño me estabas diciendo que todavía no he terminado de pagar la deuda que tengo contigo y que debo levantarme para encargarme de ti. He cumplido, y por eso ahora llego al velatorio a darte el encuentro.

Probablemente te explique que conozco los tiempos de descomposición del cuerpo porque cuando me obsesioné con la muerte, con tu muerte, encontré un libro de medicina donde se detallaba este proceso. Leí y releí, página por página; observé las fotos de los cadáveres, imaginé con vehemencia que tenían tu rostro. Me desesperaba preguntándome cuánto más faltaría, pero la esperanza se iba diluyendo mientras los cálculos se hacían mucho más extensos. Perdí el interés. Los libros formaron una pila en mi cuarto y yo comencé a olvidar toda la información y también tu imagen pasando a través de ese proceso. Es devastador cómo la esperanza se convierte en desolación y luego en una falta de interés absoluta. Sin embargo, ahora que el momento por fin ha llegado, las imágenes se vuelven a acumular en mi cabeza y me aconsejan cuál es la mejor opción para deshacerme de ti. 

¿Te dije que escogí la cremación? Una o dos horas y quedarás reducida a nada. No soporto imaginar tu cuerpo dentro de un cajón. Sería intolerable saber que después de un año te convertirás en un esqueleto, huesos y jirones de carne que me acosarán en sueños con reclamos olvidados. Un esqueleto puede durar más de cien años. Sería el elemento físico que no dejaría de recordarme tu presencia hasta que yo pase por el mismo proceso que tú. Lo siento, te diré, prefiero que te conviertas en polvo, prefiero dejarte ir y contener la respiración hasta que desaparezcas por completo para que ningún fragmento de ti se cuele dentro de mi cuerpo. Si no lo hago será peor, tu cadáver encajonado será el recordatorio permanente de que todavía existes en mi interior. No, eso no pasará. Lo siento, eso no puedo permitirlo.

Ahora estoy a punto de entrar a enfrentarme a tu cadáver y espero verte presentable. Sé que demoré mucho en llamar a la funeraria, así que les debe haber resultado difícil prepararte, regresar tus extremidades y boca a su posición correcta, vestirte a pesar de la rigidez, tratar de maquillarte y hacer que parezcas una persona calmada a pesar de los gestos de molestia y sufrimiento que conservarás siempre. Quizá no hayan podido arreglarte bien y cuando entre me pedirán disculpas y me dirán que han hecho todo lo posible. Me advertirán que no me asuste. Yo les contestaré que no se preocupen, que ya estoy acostumbrada, que esto no puede ser peor que lo que ya conozco. 

Entro al velatorio y me dices que ya era hora de llegar. Tu voz grave pregunta por qué he demorado tanto.

La cara sobre la almohada

 

1

Como cada año, hoy nos reunimos para recordar a mi hermano menor. Su nombre era Mateo y, en verdad, era mi medio hermano. Yo lo conocí cuando él tenía once. Tres años después, Mateo se envolvió la cabeza con una toalla, se metió una pistola en la boca y disparó. En su breve carta de despedida dijo que esperaba que la toalla resistiera la embestida del proyectil porque no quería que le vieran la cara destrozada. Pero yo la vi. Fui yo quien lo encontró y se quedó aferrado a su cuerpo hasta que mi padre entró a la habitación y colapsó. Solo en ese momento me alejé del cuerpo de mi hermano para abrazar a mi padre y pedirle perdón porque sabía que esa era una tragedia que no podría superar. Y yo era el único culpable. Alcoholizado, como todos los días, pedí perdón. Pero nadie me escuchó. Después tomé a mi padre por los hombros y lo sacudí para que reaccionara. Él se fue a aferrar a las piernas del cadáver de su hijo hasta que la toalla se desprendió del todo y vimos a Mateo, que ya no era Mateo sino una masa de carne con los dientes rotos y mechones de pelo manchados de sangre. Lo volvimos a cubrir para no verlo más.  

Han pasado diez años, ahora Mateo tendría veinticuatro. Mi padre ha reunido a la familia alrededor de su foto. Mi hermano mira fijamente a la cámara: el pelo oscuro cubre unos ojos pequeños y tan grises que parecen transparentes, la sonrisa fingida demuestra que no quiere estar ahí. Me cuentan que Mateo siempre fue un niño triste, y su tristeza se acentuó después de conocerme, sobre todo en los últimos meses antes de morir. Escucho el discurso de mi padre: un hombre viejo, viudo, acabado y enfermo cuyo hijo está muerto y aún no lo acepta, no lo entiende, no sabe qué fue lo que pasó. Se preguntaba todas las noches qué habría pasado si hubiera hablado con Mateo una sola vez para saber qué le pasaba cuando se encerraba en cuarto a escribir en los foros de suicidio que encontraron cuando revisaron el historial de su computadora. Nunca mencionó por qué quería matarse, solo preguntaba cuál era la mejor opción para que fuera rápido y sin dolor. Rápido y sin dolor, escribía. Ahora mi padre llora y yo me acerco a él para abrazarlo. No es tu culpa, le digo al oído mientras Mateo nos mira desde esa foto, a él suplicándole que se acerque y a mí repudiándome. Yo le pido perdón, sobre todo porque me da asco sentir que los mejores momentos de mi vida fueron los peores para mi hermano muerto.  

 

2

 

Mi mamá me mandó a vivir con mi padre porque ya no me soportaba. A los diecisiete años estaba atrasado en el colegio porque mi adicción al alcohol se había vuelto incontrolable. Pero esa adicción no era más que la forma de ocultar una adicción más siniestra: mientras mis amigos se masturbaban mirando chicas sin ropa, yo solo lograba excitarme observando niños. Niños que se acercaban para pedirme que les invitara algo en el quiosco del colegio, niños que muchas veces se sentaban casi rozando su cuerpo contra el mío porque querían escuchar alguna historia de mis borracheras, niños a quienes alguien obligaba a posar desnudos en fotos que yo encontraba en webs a los que nunca debí acceder. Mi madre lo descubrió todo: la colección de fotos que me servían para autosatisfacerme, los videos que replicaba en mi cabeza para lograr orgasmos más intensos, mis conversaciones con otros enfermos como yo que hablaban de cómo secuestrar niños en los parques o supermercados para poder abusar de ellos. Busca a tu padre, vete con él, me dijo. 

A nosotros nunca nos había interesado saber nada sobre mi padre. Por eso no sabíamos que se había vuelto a casar, ni que tenía otro hijo. Lo busqué en Facebook y le mandé un mensaje diciendo que quería reencontrarme con él, quizá intentar establecer una relación. ¿Puedo quedarme un tiempo en tu casa? Aceptó, quizá por culpa. A Mateo lo había abandonado por su trabajo, pero a mí me había dejado de verdad. Ningún contacto en más de diez años, ni un saludo de cumpleaños, ni una visita anual. Yo casi no podía recordarlo. Recuperemos el tiempo perdido, agregó. Y yo agarré una pequeña mochila y aparecí en la puerta de su casa. Él me abrazó largo rato hasta que vi a su espalda a un niño pequeño, flaco, tan flaco que se le veían todos los huesos del cuerpo a través de la ropa. Sus ojos entreabiertos y temerosos, su pelo alborotado y esas piernas pálidas por las que quise pasar mis dedos. 

Mi padre me dijo: este es Mateo, tu hermano Mateo, tiene once años. Y Mateo me sonrió y me preguntó si quería ver su colección de carros de carrera. Yo le dije que sí y fuimos a su cuarto, donde lo vi jugar por horas para grabar cada detalle de su cuerpo. Luego me acerqué para sentir el olor de su cuello y para rozar sus dedos con los míos con la excusa de que me prestara sus carritos. ¿Juegas videojuegos?, me preguntó. Le dije que sí. Le hubiera dicho que sí a cualquier pregunta solo para pasar más tiempo con él. Necesitaba ganarme su confianza. Sentí una leve erección cuando me abrazó y dijo que le gustaba que yo estuviera ahí. Tú me haces caso, dijo. Y yo, avergonzado, fui al baño y me toqué por primera vez pensando en ese niño que estaba detrás de la puerta golpeando para pedirme que siguiéramos jugando mientras yo llegaba al orgasmo, lleno de terror porque había cruzado un límite del que sabía no había retorno posible. Es mi hermano, no es un niño cualquiera, es mi hermano, repetí varias veces sin que mis ganas de verlo y tocarlo cesaran. 

Esa noche mi padre me dio un puñetazo en la mandíbula porque me terminé una botella de pisco que tenía en el bar. Acá has venido para enderezarte, me dijo. Y yo me reí sin parar mientras asimilaba el dolor del golpe. 

 

3

 

Los ojos de Mateo siempre me miraban como si estuvieran esperando algo. Que le diera mi atención, que escuchara lo que le había pasado en el colegio, que le dijera para jugar con él. Se acercaba a la puerta de mi cuarto y asomaba la cabeza. Lucas, decía con una voz suave que demostraba su vulnerabilidad ante mí. Yo normalmente estaba tirado en la cama y Mateo seguía en la puerta. Su presencia me perturbaba. Quería decirle que se fuera, pero en cambio lo invitaba a echarse a mi lado y que pegara su cuerpo al mío. Y él hablaba de los problemas que sufría en el colegio a causa de su debilidad física, de algunos solitarios triunfos en los videojuegos, de que su mamá pasaba el tiempo jugando a las cartas con sus amigas. Mientras tanto, yo me acomodaba para sentir su pequeño cuerpo. A veces le quitaba la camiseta diciéndole que hacía calor, luego hacía lo mismo para sentir el contacto con su piel. Me daban ganas de bajarle el short, de frotar mi pene contra sus nalgas de niño, sí, de niño, me repetía, es solo un niño, lárgate, Mateo, lárgate, le gritaba, no quiero volver a verte. ¿Qué hice?, preguntaba él, los ojos llorosos, pero yo me volteaba para no verlo partir porque me dolía quererlo de esa manera. Él se iba y yo lo escuchaba llorar intentando taparse con la almohada para que no lo escuchara. Tenía miedo de cometer errores con la única persona que parecía quererlo. Mateo lloraba en su cuarto y yo en el mío. Más tarde iba a buscarlo para pedirle disculpas y jugar un rato con él. Otra vez se ponía contento, otra vez me miraba suplicando que no lo dejara nunca, que por favor me quedara con él. Así pasó casi un año y mi poca cordura terminó de quebrarse. Mateo había cumplido doce años y había descubierto lo que era sentirse excitado. Yo me di cuenta porque se notaba su desesperación. No podía quedarse quieto, pasaba largo tiempo encerrado en el baño mientras yo pegaba la oreja a la puerta y escuchaba sollozos tenues. Me masturbé con violencia en mi cuarto y supe que perdería el poco control que todavía tenía sobre mis deseos. Y cedí.

 

4

 

La primera vez no fue fácil. Repetimos el ritual de quitarnos el polo por el calor, pero esa vez yo le baje un poco el short que llevaba puesto. Lucas, qué haces, me preguntó. Mateo, yo sé lo que haces en el baño. Esto es normal, es muy normal. Con el rostro enrojecido, se levantó rápido y buscó su polo para cubrirse. Yo te puedo enseñar, ¿acaso no confías en mí? Sí, sí confío, pero no está bien…

No lo dejé terminar, lo agarré de la mano y él se dejó llevar. Su cuerpo pequeño y frágil temblaba cuando lo abracé, le bajé el pantalón y rocé mi pene entre sus nalgas. No está bien, sollozó. Yo sentí que unas lágrimas comenzaban a caer de mis mejillas. Lo siento, no quiero hacerte daño, no me dejes hacerte daño, le dije. Pero él no me escuchó. No dejaba de temblar. Pero no pude, no porque no quisiera sino porque era físicamente imposible. Él todavía era muy chico y sabía que lo lastimaría si intentaba continuar. Entonces solo lo masturbé y le dije que hiciera lo mismo conmigo. Las manos nerviosas, los movimientos torpes, las uñas que me arañaban, pero yo llegué al orgasmo muy rápido, tan rápido como él. Ambos nos miramos y él se fue con el rostro enrojecido y los ojos aterrorizados. Pero al día siguiente volvió.

La casa vacía, la puerta de mi cuarto cerrada, su cara sobre mi almohada. Siempre la cara en la almohada, dos años evitando que nos descubrieran, dos años haciendo con su cuerpo todo lo que yo quería sin que él se quejara. Con el paso de los meses, Mateo se volvió más triste y retraído. Ya casi no hablaba. Pero siempre venía a mi cuarto puntual y me dejaba hacer lo que yo quisiera. Supongo que pensaba que era la única forma en que alguien podía llegar a quererlo. Y yo lo quería, juro que lo quería. Han pasado diez años y solo pienso en que Mateo debió matarme antes de suicidarse para detener este dolor, el mío. Pero sobre todo para evitar el daño que hasta ahora sigo haciendo. 

 

5

 

Mi padre está sentado en su estudio. No le veo la cara, su cabeza apunta a la ventana, intuyo que está llorando. Papá, lo siento, le digo. Debe pensar que le estoy dando mis condolencias otra vez, pero no es así. Ha llegado la hora de decirle la verdad. Debemos cerrar el ciclo y a mí deben encerrarme en la cárcel. Tengo que contarle todo. Papá, yo soy el responsable de la muerte de Mateo. Yo estoy enfermo, le digo. Abusé de él durante años. Mi padre no reacciona. No sé si está en shock o está dormido. Me acerco un poco, con temor. Estoy enfermo, papá, le digo. Veo que tiene los ojos abiertos, muy abiertos. Pero no reacciona ante mi confesión. No dice nada, no se indigna, no se levanta para lanzarse sobre mí y destrozarme la cara a golpes. No hace nada. Papá, ayúdame, le digo. Pero él solo me mira con lástima. Ya es muy tarde, ya no hay nada que hacer.

 

 

Sobrevivientes

 

1

 

A veces imagino tu cara en una mueca retorcida, a punto de reírse. Imagino que me miras y contienes una carcajada que quiere escaparse, una carcajada que se forma en tu pecho y emerge caliente, quemándote la garganta. Te ríes ante cada uno de mis fracasos: pones las manos en el estómago, tensas la mandíbula y comienzas con una risa casi inaudible, una  torcedura de labios, una levantada de cejas. Luego abandonas el salón de clase y afuera ríes y ríes. Tu cuerpo se dobla de felicidad. No te contienes, sino que me llamas para hacerlo más evidente. Quieres que salga humillada y te mire rabiosa, quieres que explote por dentro, que las ganas de gritar me consuman hasta reducirme y convertirme en el ser insignificante que crees que soy. Así es el doctorado, así es la academia: violencia, competencia, capacidad de dañar. Dañar, golpear, lacerar. Tener más conocimiento, también más maldad.

 

Te ríes: la boca abierta, los ojos llorosos, la sensación de ahogo. Esta vez porque mi lectura del texto no solo no fue alabada, sino que fue refutada por el Advisor. Eso es biografismo, me dijo, no nos interesa discutir la intención de autor, continuó frotándose el mostacho y dándole la palabra a otro compañero. Cuando intenté defenderme, balbuceé una incoherencia y él dijo, dirigiéndose a la clase, que era mejor pensar un poco antes de hablar, sobre todo si no tenemos claros ciertos conceptos. Se levantó con dificultad de la silla y comenzó a dar una clase escolar sobre deconstrucción que estaba dirigida a mí. Incluso te consultó: Alessa, tú que sí has leído bien a Derrida, ¿podrías aclarar este punto? Y tú lo hiciste, hablaste casi quince minutos sobre On Grammatology. Cuando terminaste, apareció la mueca, el brillo en los ojos detrás de esos lentes que te has puesto para parecer intelectual, el codazo al compañero del costado, el dedo señalándome. Y la risa, esa risa que me golpea la cabeza y me hace apretar los dientes noche tras noche cuando intento taparme los oídos con la almohada para no escucharte. Entonces me envuelvo en la sábana y grito. Grito para que se calle tu risa. Pero sigue retumbando en las paredes, en el techo, en el suelo. Sin parar. 

 

2

 

Siento arcadas al abrir la puerta de mi apartamento. Toso, me cubro la nariz. El hedor es insoportable. ¡Dónde estás, dónde estás!, grito. Busco al gato, ese gato peludo, gris, horrible que recogí de las calles para no sentirme tan sola. ¡Dónde estás! Gato asqueroso, se caga fuera de su caja de arena para ponerme peor de lo que ya estoy. No importa cuántas veces le haga oler los pedazos de excremento, cuántas veces le grite o le dé palmazos en el lomo, siempre lo hace para vengarse porque no puedo jugar con él. No puedo, gato, no tengo tiempo. Tengo que escribir la tesis, tengo que leer, tengo que ser la mejor, tengo que ganarle. Lo veo en la ventana. Cuando repara en mi presencia, se esconde debajo de la cama. Sabe lo que ha hecho. Le grito más fuerte, lo insulto. Después me callo y él saca su cabeza. Le brillan los ojos. Yo le tiro las hojas tachadas de mi propuesta de tesis. Me las ha devuelto el Advisor con varias anotaciones, la mayoría de párrafos impugnados. El gato mira las hojas, luego me observa desafiante. Me siento una tonta por dejarlo abandonado, solamente para volver a fracasar, como tantas veces.

 

Recojo las hojas. De las veinte, hay doce que debo botar a la basura. Las demás, exceptuando una, necesitan cambios. Eso dijo el Advisor, necesitan cambios. Lee todo de nuevo porque no has entendido bien. Hay que leer varias veces, leer línea por línea, continuó mientras se frotaba el mostacho, gesto característico de su insatisfacción. Luego trajo un lápiz y una hoja en blanco y comenzó a hablar, a dibujar mapas, círculos, líneas, palabras inconexas. Yo no podía escuchar nada, no podía entenderlo. Minutos antes Alessa había salido de su oficina con el prospecto de tesis en las manos. Me abrazó al saludarme. Hipócrita, pensé. Estoy feliz, dijo sonriente, ya podré comenzar a escribir la tesis. Después me enseñó el pequeño signo aprobatorio en la esquina superior de la primera hoja. Un check en rojo, un check que yo esperaba, multiplicado. Cuando al Advisor le gustaba mucho un trabajo, ponía doble check. Lo había visto muy pocas veces, nunca en uno de mis ensayos. Me sacó de la oficina a los quince minutos, no tenía nada más que hablar conmigo. Con Alessa se había quedado casi dos horas. 

 

Pongo las hojas tachadas sobre la mesa y voy al baño. Me pongo los guantes, busco el desinfectante y la escoba. Me dispongo a buscar los excrementos del gato. Miro en los rincones, también debajo del sillón. A los lados de la cama, en el clóset, en algún zapato. El animal está en la ventana y me mira de reojo. Una imagen patética: enguantada, arrodillada en el suelo. ¡Dónde te has hecho!, le grito de nuevo. Entonces me acuerdo del Advisor, de su indignación al tachar las hojas, de su lapicero rojo que goteaba encima de las palabras que tanto me había costado escribir. Tu lectura es algo confusa, dijo cuando yo pensé que levantaba el lapicero para ponerme los dos checks. Otros estudiantes tienen las ideas mucho más claras que tú, continuó. Yo sabía que se refería a Alessa porque ella era la única que tenía decidido su tema de investigación desde el inicio. Siempre repetía: “Al final del primer año me di cuenta de que seis de mis ocho ensayos trataban sobre enfermos o locos en la literatura latinoamericana. El tema llegó a mí”. Llegó a ella, la más inteligente, la que aprendió sin parar desde que empezamos el doctorado, la que trabajaba solo tres horas al día y tenía el ensayo terminado antes que todos los demás. A partir de ese momento, Alessa se volvió monotemática: siempre hablaba de lo mismo, leía de lo mismo, escribía sobre lo mismo. Y complementaba con algunas lecturas que le mandaba el Advisor para “hacer más sólido mi marco teórico”. Trabajaba con ambición, con las cosas claras. Ella sí sabía a dónde quería llegar mientras yo solamente quería demostrarle que podía ser mejor que ella. Estudiaba para eso, trabajaba para eso, me destruía por eso. Pero nunca era suficiente: si yo iba a dos conferencias al año, ella iba a cinco; si yo me contactaba con algún académico, ella de inmediato le escribía para decirle lo mucho que admiraba su trabajo; si yo hablaba mal de su trabajo con los nuevos alumnos del doctorado, ella ya les se había contado lo malos que éramos todos los de su año y lo fácil que era hacernos llorar con una pregunta bien formulada. Yo era una mediocre que había destinado mi vida a acosarla mientras ella me destrozaba frente a todos. Soy una mediocre, pensé, arrodillada frente al gato, buscando sus excrementos. Y después de terminar la limpieza abro la ventana para disipar el olor y me siento en la silla del comedor para revisar las correcciones. Pero al sentarme una mancha asquerosa se esparce en mi ropa. El hedor sube por las fosas nasales. He nacido para ser derrotada por unas hojas de papel y un gato que ha arruinado mis muebles y mi ropa. Por un check en lapicero rojo y una risa que no deja de sonar en mi cabeza.

 


3

 

Todas las mañanas intento peinarme con cuidado, pero es inútil. Una mata de pelo se desprende, después otra y otra más. Las miro y hago una bola con ellas, una bola grande que después tiro al tacho de basura. Una bola con mis manos inquietas, manos de quien toma demasiadas tazas de mal café cada día. Me voy a quedar sin pelo por culpa del doctorado, pienso cuando veo otras tres bolas de pelo que aumentan mis ojeras y mi estrés interminable. Calvicie y gastritis, esa gastritis que empeora cada día más. Estrés por la falta de tiempo, por lo que va a pensar el Advisor, por el siguiente logro de Alessa. Entonces mi estómago se manifiesta. Ardor y dolor. Y yo con la botellita de antiácido, una, dos, tres cucharadas. Pero no me alivia. Me sirvo un vaso de leche, intento tomarla mientras veo otra bola de pelo rodar por el suelo. 

 

Hubo tres suicidios en la universidad en menos de un mes. Una alumna se lanzó desde su apartamento, piso diecisiete. A un chico lo encontraron colgado en su dormitorio. Del último no hay mayor información. A través del periódico estudiantil, el Presidente de la universidad lamenta mucho las pérdidas y ofrece condolencias a las familias. Los difuntos aparecen sonrientes, se les describe como “alumnos ejemplares, jovencitos llenos de energía que repartían su tiempo entre las fraternities o sororities, los deportes y otras actividades necesarias para su curriculum”. Seguramente estaban inscritos en más cursos de los que debían, estudiaban sin dormir, comían en las clases. La universidad lo lamenta, dice la carta del Presidente, esa misma que fomenta la competencia, que engendra monstruos capaces de humillar para sobresalir, que se ríen a carcajadas del fracaso de sus compañeros. It is what it is, trabajar hasta que se te marquen las ojeras y no te reconozcas en el espejo, competir porque eso es tener ambición, eso es un auténtico ganador. Los amigos de los chicos muertos declaran a media voz en otros medios. Se repiten las palabras presión, ansiedad, Xanax. Hay que ser un aparato de producción, un cuerpo convertido en una máquina. 

 

El Presidente manda emails. Busquen ayuda en el centro de apoyo psicológico, es gratis. Parece preocupado por los estudiantes, pero en realidad el problema es que el aumento de la tasa de suicidios no es bueno para la imagen de la universidad. Entonces, llega un email de nuestro Departamento. Nos citan a los estudiantes graduados, que también somos profesores, para hablar de los suicidios y discutir cómo lidiar con los alumnos que no aguantan la presión del sistema. Hay que estar alerta con los desadaptados, esos que todavía no aprenden cómo son las cosas. Las caras de las coordinadoras que nos hablan se muestran compungidas, en un gesto de dolor que más parece incertidumbre. Está claro que no saben qué hacer, sobre todo porque dos de los tres suicidas tomaron cursos en nuestro Departamento. Me limpio algunos pelos de la solapa y cuando los miro enredados en mis dedos quiero levantarme de la silla y decirles que dejen de pedirnos estupideces y que se den cuenta de que el sistema es una mierda. Todo está muy mal. Quisiera decir, por ejemplo, que la señorita sentada a mi lado, Alessa, lo único que hace es burlarse de lo mal que me va en las clases. Que desde que llegué al doctorado no he dejado de escuchar sus humillaciones, que no soporto su soberbia. Que por su culpa el pelo se me cae y he perdido varios kilos por esta gastritis que me quema la tripas. Que parezco una esqueleto con cuatro pelos en la cabeza, secos, débiles, quebradizos. Y entonces Alessa se levanta y, con su voz didáctica y profesional, expone ejemplos de lo que hace en su clase para que los alumnos no se agobien y se sientan bien. Ha llevado un Power Point para explicar los estúpidos juegos que comparte con sus alumnos. Alessa, además de ser la mejor estudiante, es también la mejor profesora. Y las coordinadoras, que no sabían qué hacer, ahora se sienten iluminadas. La aplauden, la felicitan mientras ella sacude su melena abundante sobre mi cara. 

 

4

 

La universidad instaló una minúscula placa en una banca con los nombres de los tres chicos caídos durante el semestre. Yo quise juntar mis matas de pelo para ponerlas en su memoria, para decirles que los entendía y que estaba con ellos. Pero no lo hice. A cambio, llevé unas flores que en pocos minutos fueron destrozadas por las ardillas. Es que las ardillas siempre buscan qué comer entre la basura, entre los desechos que dejamos a nuestro paso. 

 

 

5

 

Cuando me enteré, me costó creerlo. La noticia nos obligó a salir de nuestras casas, a tener contacto con los otros estudiantes que, en completo aislamiento, llevaban varios días solo dictando clase y escribiendo la tesis. Alessa estaba en el hospital. Había dejado de dar su curso durante una semana, algo muy raro para cualquier estudiante, pero mucho más para ella. Durante los cuatro años que llevábamos en el doctorado, Alessa no había faltado nunca, no se había permitido una mancha en su historial. Ella fue perfecta hasta que sus alumnos se quejaron por su repetida ausencia. No la veían desde el último viernes y, lo peor, recalcaron, era que habían perdido un examen. Los más exaltados reclamaban por su nota, otros hablaban de que una “F” no les permitiría tener “A”. Necesitamos la “A” para poder competir, para valer más. Solo dos alumnas se acercaron a preguntar si algo estaba mal. Algo estaba mal, sin duda, pero era mejor no alarmar a los alumnos. No se preocupen, vamos a averiguar, vamos a reemplazar el examen, vamos a ponerles “A” a todos, dijo la coordinadora, nerviosa. Con estos chicos es mejor no meterse en problemas, murmuró. Las secretarias llamaron a Alessa, pero ella no contestó el teléfono. Su número de emergencia era de una de nuestras compañeras que, como todos, llevaba varios días sin ver a nadie porque estaba muy atrasada con su proyecto de tesis. Avisaron al Director de Graduados. La fueron a buscar a su apartamento, pero Alessa tampoco abrió la puerta. Antes de que el Director de Graduados llamara al 911, llegó nuestra compañera y abrió el apartamento con la llave de repuesto. El olor a alcohol emergió desde el interior. ¡Alessa, Alessa!, gritó nuestra compañera mientras ingresaba, pero no obtuvo respuesta.

 

Un camino de botellas vacías que partía desde la cocina y terminaba en el cuarto llevaba hasta su cuerpo. Botellas vacías de vodka, algunas quebradas con manchas de pintalabios en los picos. Alessa estaba en calzones, con el pelo revuelto, los brazos arañados y el aliento lleno de alcohol. Un hilo de saliva había formado un pequeño charco en el suelo. Nuestra compañera se apresuró a cubrirla, mientras que el Director de Graduados volteó la cara y llamó a una ambulancia. Al escuchar el ruido, Alessa abrió los ojos y alargó la mano buscando una botella de vodka que todavía no estaba vacía. Nuestra compañera estiró el brazo y la puso fuera de su alcance. Alessa balbuceó un insulto y cerró los ojos nuevamente. Era mejor no ver, no escuchar, no sentir. 

 

No podía creerlo, nadie podía creerlo. Nuestra compañera dijo que Alessa ahora estaba bien, pero que la habían dejado unos días en observación. Un médico, una psicóloga y un psiquiatra le hacían pruebas. Alessa no quería hablar: se hacía la que no entendía el idioma. Convenientemente se había olvidado de ese inglés perfecto que nos mostraba cada vez que podía para que entendiéramos que esos seis meses desesperados aprendiendo el idioma antes de dar el TOEFL no habían servido de nada. Era mejor quedarse en silencio, hacerse la sorda, la ignorante. Pero nosotros queríamos escarbar, necesitábamos que nuestra compañera nos diera detalles, saber el chisme completo para poder formular teorías. Nuestra compañera sabía muy poco porque Alessa no se había comunicado con ella durante algunas semanas. Con la tesis cada uno está en lo suyo, se excusó. Entonces comenzamos a especular. Algunos dijeron que seguro el Advisor le había rechazado el primer capítulo. Otros pensaban que quizá se había vuelto loca por leer tanto. Alguien más sugirió que quizá su investigación estaba estancada. No tiene más que decir, murmuró. No tiene nada que decir, alguien contestó y varios asintieron. Alguien mencionó problemas de insomnio por la preocupación de que la beca se iba terminando. Yo dije que quizá Alessa tenía alguna enfermedad que ignorábamos y podía haber empeorado durante los años del doctorado. Y seguimos hablando por casi tres horas. Y en esas tres horas entendí que las conjeturas sobre la hospitalización de Alessa no era más que confesiones. Que todos pasábamos por lo mismo. Yo no era la única. Confesiones que nunca nos habíamos hecho para no mostrarnos débiles ante el enemigo, para no exponer nuestro lado más vulnerable y no regalarles la manera más fácil de atacarnos. Estaba claro que éramos enemigos. Habíamos estado especulando sobre la hospitalización de Alessa, pero a nadie se le ocurrió sugerir ir a verla. Sentí asco, luego sentí lástima. Quizá no era nuestra culpa, quizá nos habíamos vuelto egoístas para poder sobrevivir, para golpear antes de ser devorados, para no ser unos mediocres. Eso nos habían enseñado y nosotros lo habíamos aprendido muy bien. Alessa también. 

 

Entonces fui al hospital. Alessa se sorprendió al verme. Quiso cubrirse con una almohada, pero le dije que no lo hiciera. Que a todos nos pasa, que así es. Que también he perdido varios kilos y me han salido estas ojeras que ya no tienen arreglo. Que he envejecido, que estas arrugas y canas no son normales para mi edad. Que el agobio es inevitable porque escribir una tesis no es fácil. Que tengo gastritis y se me cae el pelo. Que muchas veces he tomado tanta cerveza que me he quedado privada en la cama. Para olvidar todo lo que tengo que hacer, para no sentirme estresada, para no sentirme mal con una clase en la que me fue mal. Este sistema es una basura, ¿entiendes? Entonces me callé, pensé que me había expuesto demasiado. Pero ella me miró con los ojos enrojecidos. Un par de lágrimas cayeron en las sábanas, otras encima de esa bata que la clasificaba de enferma o loca. No tenía que explicarme nada, yo entendía. También la perdonaba. Le acerqué un pañuelo, pero no pude contenerme. Y entonces las dos nos abrazamos, y empezamos a llorar sin parar.

 

 

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