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Cusco, 1969

Karina Pacheco Medrano

Fragmento inicial de la novela

La voluntad del molle

 

Abrió las ventanas de su habitación sin apenas hacer ruido. Desde los eucaliptos del jardín vecino irrumpió el alboroto de los gorriones. Era una tarde de sol después de varios días nublados. Empezó a silbar, los pájaros parecían contestarle. Comenzó a reír y siguió silbando. No le preguntamos si buscaba sus respuestas o si solo intentaba imitarlos. Mi hermana y yo permanecimos estiradas sobre su cama viendo fotos antiguas de nuestra infancia. Ella volteó de repente. Siempre imprecisa, dijo que no le gustaría morir de improviso para darse tiempo a desaparecer todo aquello que revelara sus secretos. Poco después, casi en un susurro, añadió que quizás sería mejor morir súbitamente para no destruir su pasado, para que en su ausencia por fin se descubriera todo lo que había callado y acallado. 

―¿Y qué has acallado tanto, mamá? ―le preguntó Elisa, sin desviar la mirada de una fotografía de su primera comunión. 

―Nada… Nada. Mi vida ha sido tranquila, tal vez demasiado tranquila ―respondió, sin apartar la vista de los eucaliptos. 

Nosotras volvimos la atención a las fotografías. Con el pasar de los años, varias se habían despegado de los álbumes y nadie se había ocupado en colocarlas en su lugar. Elisa me pasó una en la que con ocho o nueve años yo apa recía sacando la lengua en medio del rostro hinchado por la picadura de abejas. Me empezaba a reír cuando mi madre volvió a hablar: 

―Cómo me gustaría recordar una existencia llena de aventuras, como alguna vez me hubiera gustado vivir… Como quisiera que ustedes vivan las suyas. 

Dijo esto y se fue a encender la radio. Mientras daba vueltas al sintonizador, distinguimos que estaba buscando una emisora de boleros. Preocupante señal, pues cuando hablaba de morir su rostro se abatía y no era música alegre la que elegía. Volvió a la ventana con la sonrisa en sus labios, pero una sombra ya surcaba sus ojos.

 

(Ed. San Marcos, 2006; Fondo de Cultura Económica, 2016).

Fragmento inicial de la novela

La sangre, el polvo, la nieve

 

Sucedió la misma semana en que hallaron a los cuatro amigos en las faldas del antiguo templo incaico, con un tiro en la sien cada uno. Durante meses, esa sería la comidilla favorita en la ciudad. Yo iba a cumplir ocho años y no entendía por qué mi madre apenas hacía comentarios sobre la extraña muerte de esos jóvenes, todos hijos de familias conocidas, uno de ellos pariente nuestro. En ella volvió a desatarse el duelo que durante una decena de años había reprimido. Cuántas cosas, además de la nieve que cubriera la ciudad aquellos días de agosto de 1945, provocaron la rebelión en los sentimientos de mi madre, la decisión implacable que acabó con la vida de esos cuatro amigos, mi despedida prematura de la infancia.

Había sido un invierno crudo, ocupado por las noticias sobre la reciente guerra mundial que dejara como remate de su apocalipsis dos gigantescos hongos de fuego que en pocos segundos habían segado millares de vidas en Hiroshima y Nagasaki, así como la perturbadora sensación de que el ser humano se había hundido en un abismo sin atreverse a buscar amparo en otras lumbres que no fueran la tecnología, el acaparamiento de poder y el sálvese quien pueda. Al otro lado del mundo, la gente en mi ciudad comentaba la era atómica que se iniciaba y observaba con estremecimiento los nubarrones que se mecían sobre nosotros, temiendo que en cualquier momento, por error o locura humana, un avión de la guerra mundial ya terminada surcara nuestro cielo para plantar sobre nuestras cabezas otro hongo infernal. No ocurrió; pero la penúltima tarde de agosto, después de muchos años empezó a nevar, y a la mañana siguiente, mientras los niños salíamos a los zaguanes y plazas para jugar con la nieve, uno podía ver por las calles cómo, literalmente de boca en boca, extinguida toda discreción o susurro, en voz alta, casi a gritos, corría la noticia de que al amanecer un pastor había encontrado a esos cuatro muchachos muertos, con la sangre brotada de sus sienes extendida metros enteros, tiñendo la blancura helada de la nieve.

 

(Ed. San Marcos, 2010; Seix Barral, 2021).

Fragmento inicial de la novela

Las orillas del aire

 

He venido siguiendo tus pasos, Aira. Quiero creer que me estabas esperando. He dejado mis botas en el auto e intento, descalza, atrapar tus huellas. Es difícil. Avanzo con dolor sobre el pasto seco, las piedrecillas se cuelan entre mis dedos y, a medida que me acerco al río, constato que nunca estuviste demasiado lejos. Tú caminabas sobre estas aguas. Yo no sería capaz, ni he llegado acá para matarme. He venido para enterrarte. A ti, que me expulsaste de tus sueños, te he estado persiguiendo como nadie. Ha empezado a llover, es perfecta esta lluvia: no habrá quien se detenga en el puente para contemplar el río, el pasto se humedecerá y no me hará más daño, la tierra se convertirá en barro dócil. Nadie podría imaginar que bajo este árbol, a pesar de los rayos, escarbo la tierra. Estarás contenta.

Qué distinto habría sido todo si no te hubieras dado a la fuga en la claridad viscosa del mediodía, sin dejar una sola nota que aliviara las preguntas, sin portar nada más que la ropa que llevabas puesta, dejando en el armario centenares de prendas que durante años fueron acumulando agravios. ¿Imaginaste alguna vez que te podría encontrar? Seguramente, muchas veces vislumbraste a otros descubriendo tu secreto y llenándote de vergüenza. No creo que hayas imaginado que iba a ser yo quien daría contigo. Pero acaso, sin querer, dejaste pistas sueltas, como migas de pan que pudieran recordar a los niños perdidos por dónde recuperar el camino. Así, pues, aquí me tienes, horadando esta tierra mojada con los dedos entumecidos y la sola ayuda de una cuchara. No puedo parar, ni aunque el viento me empuje para atrás, como queriendo echarme por los suelos y recubrirme de hojarasca. Me aferro a la cuchara.

 

(Seix Barral, 2017)

La hoguera*

 

Anoche volví a soñar con esa puerta. Aunque mis manos temblaban, decidí abrirla. Las luces interiores se apagaron en cuanto la empujé. Desperté agitada, me cubrí la cabeza, intenté dormir otra vez. 

Por la mañana salimos temprano, para aprovechar al máximo el fin de semana en el campo. Apenas conversamos en el camino; qué pocas cosas tenemos para decirnos ahora. Aumenté el volumen de la música. Tras cuatro horas de recorrido, llegamos al hotel. No era tan antiguo como imaginé y seríamos los únicos huéspedes.

–¡Qué extraña esta puerta! –señaló él, al abrir la habitación que nos asignaron. Salvo un círculo negro bajo su número, 201, nada extraño hallé.

Al anochecer, él quiso pasear por el bosque; yo preferí acostarme: tenía frío, y sueño, y cansancio. Nos despedimos en el cobertizo. Su figura desapareció entre matorrales y luciérnagas. Al subir, el corredor estaba oscuro. Me pareció más largo que a mediodía. Empecé a temblar. Llegué a la habitación tanteando. Por el intersticio del suelo se colaba una luz. No tuve que usar mi llave. La puerta se abrió sola. 

Allí estaban ellos, calentándose las manos alrededor de la hoguera. Me quedé mirándolos.

–¿Tienes miedo? –me preguntaron.

–No –repuse y avancé un paso.

–¿En verdad no tienes miedo? –insistieron.

–No, ya no.

 

*Publicado en: 201. Antología de microrrelatos. Selección y edición de José Donayre y David Roa Altazor Eds. 2013.

Paisaje lunar*


También nosotros llegamos a la Luna una mañana de julio. Como dos recién nacidos inflamados por el gemido vital, descubrimos su lado oscuro. Con las lenguas dispuestas a aprender el idioma de los seres que viven de cabeza, en esa atmósfera sin gravedad, empapamos toda oquedad. El lado oscuro de la Luna está habitado por volcanes. Ya podemos morir de cabeza, enterrados uno bajo el otro en posición fetal.

*Publicado en la antología de microrrelatos eróticos 69, Carolina Cisneros (antologadora). Altazor Eds. 2016.

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