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Lima, 1952

Mariella Sala

El lenguado

 

Como todas las tardes, calentaba su cuerpo bajo el sol, la espalda tibia mientras demoraba el momento de darse el último chapuzón en el mar. Se acercaba la hora del lonche. Lo notó por las sombras que bajaban de los cerros y un ligero frío en el estómago que la hizo imaginar los panes recién salidos del horno de la única panadería del balneario. Jugó un rato más con la arena, mirando cómo esta se escurría entre los dedos. Era el tiempo evocado en el cuaderno de sexto grado. Escuchó entonces la voz de Margarita al otro lado de la playa. Venía corriendo como un potro desbocado.

—Adivina qué —dijo—, mañana me prestan el bote.

—¡Júrame que es verdad! —exclamó Johanna, entusiasmada.

—Lo juro —enfatizó Margarita, y ambas cruzaron las manos tocándose las muñecas. Habían decidido que esa sería su forma de juramentar y asegurarse de que las promesas se cumplieran.

Ambas rieron a carcajadas y fueron a bañarse en el mar para luego salir corriendo a pedir permiso a las mamás. Toda la semana habían estado planeando el día de pesca y al fin les prestaban el “Delfín”.

—Nos vamos a demorar, porque un remo está roto —advirtió Margarita mientras subían al pueblo.

—No importa —replicó rápidamente ella. Estaba tan contenta que ese detalle no tenía ninguna importancia. Más bien le propuso—: Mañana nos levantamos tempranito y compramos cosas para comer.

—De acuerdo —dijo Margarita, y se despidieron hasta la noche.

Cuando Johanna llegó al muelle al día siguiente, encontró a Margarita con los remos en ambos brazos. Los encargaron a un pescador amigo y fueron a comprar carnada; luego, gaseosas y chocolates, ese sería su almuerzo. Gastaron toda su propina, pero sintieron que almorzarían mejor que nunca. Ya en el bote, respiraron profundamente dando inicio así a la aventura: el primer día de pesca de la temporada, la primera tarde que saldrían todo el día solas. El mar estaba brillante como todas las mañanas. Las gaviotas sobrevolaban el “Delfín”.

—Esta vez no les damos nada, Marga —dijo Johanna mirando a las gaviotas—. Vamos a estar todo el día de pesca, y quién sabe si nos faltará. —Se percibía una loca alegría en la entonación de su voz, y es que se sentía ¡tan importante!

—Pero si hay un montón de carnada, nunca hemos tenido tanta —respondió Marga, eufórica.

—Mujer precavida vale por dos —contestó con seriedad Johanna. Su madre siempre le decía esa frase y de pronto se sintió adulta.

Margarita se echó a reír y Johanna se contagió. Marga era su mejor amiga y no había nada que le gustara más que estar con ella. Además, eran las únicas chicas de doce años que todavía no querían tener enamorado, porque con ellos no podían hacer nada de lo que en verdad las divertía; por ejemplo, ir a pescar en bote.

Cuando los hombres las acompañaban querían remar, colocarles la carnada; se hacían los que sabían todo y eso, a ellas, les daba mucha cólera.

Pasaron por la Casa Ballena y el Torreón con mucho cuidado de no golpear el “Delfín” contra las rocas en las partes más bajas del estrecho. Continuaron remando hasta dejar la bahía y ahí, en el mar abierto, comenzaron a apostar cuánto pescarían.

—Cuatro caballas, seis tramboyos y… veinte borrachos —adivinó divertida Johanna.

—Puro borracho, nomás —rio Margarita. Pero acuérdate que, aunque pesquemos solo anguilas, no podemos botar nada.

Parte del acuerdo entre ellas era dejar que todo el balneario viera lo que habían pescado; fuera lo que fuera. Los llevarían todos colgados del cordel como habían visto hacer a algunos pescadores de anzuelo y también a sus padres; aunque, claro, ellos pescaban corvinas y lenguados enormes porque se iban mucho más lejos con jeeps que cruzaban los arenales y luego en botes de motor. Además, acampaban durante varios días en playas solitarias, cocinando sus propios pescados o comiéndoselos crudos con un poco de limón.

—Yo voy a pescar un lenguado —sentenció Margarita. Te lo prometo.

—Para eso tendríamos que irnos más allá de Lobo Varado —contestó Johanna. Mira, si acabamos de salir de la bahía.

—Es cierto, y estoy cansada y con calor. ¿Qué tal si nos bañamos para después remar con más fuerza? —propuso. Johanna aceptó de inmediato.

Nadaron y bucearon un buen rato hasta que se percataron de que el bote se había alejado. Tuvieron que nadar rápidamente para lograr subirse a él. Como el bote era grande y pesado, avanzaba lento. Diez metros más allá, decidieron anclarlo para tentar suerte. Durante media hora no pescaron nada: puro yuyo nomás. De pronto, Margarita gritó:

—¡Es enorme, es enorme!

Tiraba del cordel con tanta fuerza que el bote parecía a punto de voltearse. Al fin salió. Era un borrachito pequeño que se movía con las justas, pues había sido pescado por el vientre.

—Bótalo —dijo Johanna desencantada, pero Margarita se molestó y le hizo recordar el pacto de llevar a tierra todo lo que pescaran.

Se movieron todavía unos metros más allá, alejándose siempre de las rocas. Recordaban muchas historias de ahogados cuyas embarcaciones se habían estrellado contra ellas, al subir sorpresivamente la marea. Luego de comer los chocolates y tomar un poco de gaseosa, intentaron pescar en un lugar que parecía más adecuado, distante de las lanchas de motor que ahuyentaban a los peces.

Allí empezaron a pescar con bastante suerte. Margarita había pescado ya una caballa y tres tramboyos, además de montones de borrachos. Johanna tenía cuatro tramboyos; los borrachos, no quería ni contarlos. Era la mejor hora del sol, y les provocó bañarse nuevamente; pero cuando Margarita se zambulló en el mar, Johanna —no supo por qué— echó su anzuelo una vez más. Casi inmediatamente sintió un leve tirón, justo en el momento en que Margarita la llamaba para que se uniera a ella. Levantó el anzuelo pensando que era un yuyo, porque no se movía mucho, y de pronto vio, saliendo del mar, un lenguado chico. Lo subió cuidadosamente. Se le cortaba la respiración. Sólo cuando lo tuvo bien seguro dentro del bote, pudo gritar:

—¡Un lenguado, Marga! ¡He pescado un lenguado!

Ella subió con un gran salto y quiso agarrarlo, pero Johanna no se lo permitió. Estaba muy nerviosa tratando de sacarle el anzuelo sin hacerle daño. Cuando lo liberó, lo miró con orgullo. Sentía que iba a estallar de alegría; pocas veces en su vida se había sentido tan feliz. Luego de darse un chapuzón, siguió pescando con más entusiasmo que nunca, sabiendo que era capaz de sacar más lenguados y hasta una corvina. Margarita, por su parte, se había quedado callada, como resentida.

Atardecía cuando Margarita se empezó a aburrir. Tomaba gaseosa y la escupía al mar imaginándose que los peces subirían a tomarla.

—Mira, mira —decía. Se distingue el color anaranjado. ¿Tú no crees que los pescados sientan un olor diferente y suban a ver qué es?

—Los pescados no tienen olfato —respondió Johanna.

No sabía si era por la emoción del lenguado, pero ella no se cansaba de pescar, aunque solo picaban borrachitos. Margarita se puso a contar los pescados. Ella tenía catorce y Johanna doce, pero claro, ella tenía su lenguado. Marga se acercó para mirarlo.

—Es lindo —dijo—, pero está lleno de baba. Voy a lavarlo.

—¡No! —replicó Johanna. Se te va a caer.

—Pero míralo, está horrible —contestó ella de inmediato.

—Cuando terminemos de pescar los amarramos todos, y solo entonces los lavamos —sentenció Johanna, porque sabía que la baba podía hacer que el lenguado se le deslizara de las manos.

Minutos después, sin embargo, Margarita se puso a lavarlo. Johanna entonces vio su rostro diferente, como si se hubiera transformado en otra persona. Una chispa extraña centelleaba en sus ojos y no se atrevió a decirle nada. De pronto Marga dijo, con una voz suave y ronca, extraña: se me resbaló. Johanna no podía creerlo. Sentía una sensación rara, desconocida hasta entonces. Algo como un derrumbamiento. Estaba a punto de llorar. En un instante había desaparecido de su mente la imagen que había guardado durante todo el día. Se había visto ya bajando del muelle con el lenguado, los rostros de sorpresa de todos los chicos del grupo, recibiendo las felicitaciones de los pescadores viejos, sintiéndose más cerca de ellos.

Por más que Margarita la consoló y prometió que pescaría otro igual para dárselo, no podía sacarse de encima esa horrible sensación. Sentía además que odiaba a su amiga. A pesar de ello, siguieron pescando en silencio hasta que se hizo de noche. En la playa las esperaban asustados, pensando que les había ocurrido algo malo, preparando el rescate con las anclas de los botes levantadas. Antes de bajar, Margarita quiso regalarle la caballa a Johanna, pero ella se negó con rabia. Sabía que no aceptarla significaba dejar de ser tan amigas como habían sido hasta entonces, pero ya nada le importaba. Cuando desembarcaron, Johanna quedó en silencio sin mostrar nada de lo que había pescado, mientras miraba de reojo a Margarita exhibiendo orgullosa su caballa. En ese instante Johanna comprendió, con dolor, que algo más que un lenguado se había hundido aquel día en el mar.

Barcelona
(de Desde el exilio)

 

Llegó a la ciudad de madrugada, sin dinero y con frío. Avanzó por las calles cercanas al puerto, sin mirar a los costados, como temiendo que alguien la reconociera. Ahora o nunca, pensó para darse ánimos y caminó de prisa. Tenía que encontrar un hotel barato lo antes posible. Al final de la calle se topó con uno, subió por sus peldaños, tal como anunciaba el sucio letrero a la entrada.

—¿Hay habitaciones? —preguntó a la mujer ante el mostrador.

—Cuatrocientas pesetas a la semana… por adelantado.

La mujer era gorda y tenía el cabello largo y desteñido.

—Muy bien, ¿dónde es? —dijo mientras contaba el poco dinero que llevaba en el bolso. El precio le pareció extraordinariamente bajo.

—Yo la llevaré, espere un momento —musitó la mujer.

La ansiedad que le producía el haber encontrado hospedaje con tanta facilidad hizo que sus nervios cedieran, abriendo paso a la escena recurrente. Nuevamente él rodaba por las escaleras, nuevamente ella lo miraba con frialdad. Empezó a temblarle el párpado izquierdo, cada vez que lo recordaba sucedía lo mismo. Hacía meses que ese tic no la abandonaba.

—¿Va a tomarme los datos? —preguntó con temor.

—No, no se preocupe —contestó la mujer. Yolanda suspiró aliviada.

La siguió por un pasadizo oscuro que olía a humedad. La mujer empujó una puerta y señaló su interior.

—Esta es… no hacemos limpieza. Las sábanas se cambian una vez a la semana.

La mujer desapareció. Yolanda inspeccionó con asco la habitación de una sola cama. La comparó con la aséptica blancura que acababa de abandonar. Pero un detalle la tranquilizó, esta habitación no tenía cerrojo.

Aseguró la puerta con una silla y cayó agotada sobre la cama. A pesar de la incomodidad, este era el sitio que necesitaba. Aquí nadie la buscaría y podría pensar en su plan, el mismo que había trazado durante las interminables noches de insomnio en el sanatorio. Faltaban todavía muchos detalles, lo único que tenía claro hasta el momento era que iría a esperar a Livia a la puerta de la escuela. ¿Dónde irían después, ambas indocumentadas? No quería ni pensarlo. Solo estaba segura de la necesidad que sentía de estar con su hija y de protegerla de la familia de su marido, que la había dejado huérfana al encerrarla a ella en un sanatorio.

 

***

 

Unas risitas sofocadas la despertaron. Ya era de mañana.

—Mira, mira, se está despertando —dijo una vocecita. Era una niña de unos siete años.

—Es guapa la chavala, ¿eh? —intervino un niño.

—Mejor vámonos —dijo otra niña.

—No. Hay que darle los buenos días —dijo la primera. 

Yolanda al fin abrió los ojos, sorprendida.

—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó desconcertada.

—Buenos días —contestaron a coro.

—Buenos días. Esta es mi habitación —trató de explicar ella— y ustedes han empujado la puerta sin pedir permiso.

—Nosotros vivimos aquí. Vinimos a conocerte —dijo la niña de siete años.

—¿Cómo te llamas?

—Perla… ¿es tuya esa muñeca?

—De mi hija.

—¿Y dónde está ella?

— Muy cerca de aquí.

—Y… ¿cómo se llama?

—Livia.

—Él se llama Pedro; ella, Ninfa —dijo Perla.

—¿Sois hermanos?

—Sí… pero —dudó un segundo y prosiguió—. Sí, somos hermanos —concluyó con firmeza.

Los tres niños no se parecían mucho. Yolanda los miró impaciente.

—Ahora me disculpan, pero quiero levantarme. ¿Pueden irse un momento? —pidió ella con suavidad.

—No —dijo Pedro—, queremos acompañarte.

Se incorporó resignada, no tenía fuerzas ni para contradecir a estos niños. Se había acostado vestida; cuando alzó las sábanas, los niños rieron.

—¡Tu ropa está ajada! ¡Se ha ajado tu ropa! —cantaron a coro.

—¡Váyanse, por favor! —gritó, desesperándose.

—Me voy si me das esa muñeca —propuso Perla muy confiada.

—¡No!, ¡y lárguense! ¿Me oyen? —chilló Yolanda, fuera de sí.

Los niños huyeron asustados. Ella salió después, llevando en un brazo ropa limpia y la toalla; en el otro, la muñeca aferrada a su costado. En el pasillo se cruzó con una joven, casi una niña, quien le preguntó:

—¿Está buscando los servicios?

—Sí.

—Están allá, al fondo del pasadizo —tenía el pelo teñido de rubio e iba muy maquillada—, pero no hay agua caliente —añadió.

—Oh, no importa. Gracias. —Yolanda sonreía después de mucho tiempo.

—No tiene por qué. Me llamo Iris, por si necesita algo. Soy hija de la señora Merceditas, la dueña.

 

***

 

Yolanda volvió a cruzarse con ella cuando salía del baño, pero esta vez ella iba acompañada de un hombre alto, gordo, ligeramente calvo. Iris no la miró y entró apresuradamente a la habitación contigua a la suya. Yolanda dejó la ropa sucia encima de su cama y salió con la muñeca en la mano.

—¡Ahí está! ¡Ahí está! Regálanos tu muñeca —gritaron los niños al verla. Ahora jugaban ante el mostrador de la recepción del hotel.

—¡Dejen en paz a la señorita! —gritó Merceditas—. ¿Durmió bien? —le preguntó la dueña.

—Sí, muy bien, gracias.

—Venía cansada, ¿eh?

—Sí —admitió—, muy cansada.

—Las que estamos cansadas somos nosotras —las voces venían de la escalera—. ¡Por la santísima virgen, qué noche! Pero es que no se puede trabajar tanto así…

Yolanda miró a dos mujeres que se acercaban. Estaban ojerosas, despeinadas.

—Nos vamos a dormir —anunció una.

—Buenos días, maja —saludaron a Yolanda para alejarse luego por el oscuro pasadizo.

Yolanda buscó el lugar más barato para tomar desayuno. Después se dirigió a la calle Balmes. Esperó intranquila la hora de salida de la escuela. Al fin salieron las niñas, pero no pudo encontrar a Livia entre ellas. Esperó unos minutos más y luego, sin medir consecuencias, caminó tres cuadras abajo, impacientemente. Cuando estuvo frente a la casa, respiró hondo y se dispuso a tocar el timbre con insistencia. Dentro de su cerebro, como en una caja de resonancia, escuchaba su propia voz que repetía ahora o nunca, ahora o nunca. Un dolor punzante martillaba sus sienes.

Abrió la puerta una mucama, quien la reconoció horrorizada.

—No, señora, no está la niña —dijo con miedo.

—¿A qué hora regresa? —preguntó ella agresivamente.

—Se fue a Madrid con los abuelitos… dijeron que regresarían en cuatro días.

—¿Y cuándo salieron? —su voz se había perdido y estaba a punto de romper en llanto.

—Ayer, de mañana.

—O sea el martes estará aquí —dedujo, calculando los días que tendría que esperar.

—¿Le deja algún recado? —preguntó la mucama.

Yolanda contestó con furia:

—Le dices a la niña Livia que vine trayéndole su muñeca. Pero se lo dices solo a ella, ¿me oyes? Si los abuelos se enteran, me las pagarás —amenazó con el índice. Luego dio media vuelta, y se alejó abrazando a la muñeca con fuerza.

 

***

 

Los niños jugaban en la calle, a la entrada del hotel. Empezaron a saltar de alegría cuando la vieron.

—¿A dónde fuiste?

—A ver a Livia —repuso desanimada.

—¿Y por qué no le diste la muñeca? —preguntó Perla 

—Qué te importa, preguntona —contestó Yolanda.

—Arriba hay dos policías —dijo de pronto Pedro.

—¿Quééé? —exclamó Yolanda.

—Que arriba hay dos policías —reiteró de mala gana el niño.

Yolanda quiso huir. Un torbellino negro le nubló la vista.

—No puede ser —susurró para sí misma—. Entonces han venido a buscarme.

—Sí —respondió Pedro sin entender —ya han venido otras veces.

Esto la tranquilizó y pensó que probablemente ella no tenía nada que ver en el asunto. Para cerciorarse, propuso a los niños:

—Vayan a ver qué buscan y regresan y me cuentan, ¿ya? Si lo hacen bien, les regalaré algunas pesetas a los tres.

 

***

 

Se escuchaban gritos allá arriba, pero los niños no bajaban. Impaciente, Yolanda se decidió a subir. Lo primero que vio fue a dos policías forcejeando con Iris y Merceditas. Ellas los insultaban; más atrás, los niños lloraban abrazados a una anciana vestida de negro. Ante esta escena, Yolanda intentó irse, pero los policías la descubrieron.

—Y usté, ¿qué hace aquí?

—Soy inquilina —respondió ella con una voz bajísima.

Los policías rieron sin disimulo.

—Conque inquilina, um, a ver, sus papeles.

—Están en mi habitación —mintió, temblorosa.

—Usté es extranjera, ¿verdá? —indagó con curiosidad uno de ellos.

—Sí.

—Seguramente ni sabe dónde se ha metido —comentó el policía a su compañero.

—Está bien, déjala nomás —respondió el segundo.

—Bueno, señorita, adiós —continuó el primer policía—, me llevo a estas dos señoras porque no tienen licencia de trabajo. Las dos mujeres trataban de zafarse inútilmente. Los cuatro bajaron mientras Yolanda corría asustada a su habitación. De pronto, ya no quería permanecer en la ciudad. 

Cuando salía, maletín en mano, vio que los niños seguían llorando.

—Nos hemos quedado solos con la abuela —se lamentó Perla. Mi mamá e Iris y tú y todos se van.

—No seas zonza —la consoló Yolanda—, tu mamá va a regresar.

—No, no va a regresar —lloriqueó.

—Sí, sí va a regresar —insistió Yolanda. y fue como si le estuviera hablando a Livia—. Toma, te regalo la muñeca —le dijo—, ahora es tuya, pero ya no llores, por favor.

Perla la apretó contra su pecho mientras Yolanda descendía cabizbaja por la escalera. Nuevamente, el párpado le temblaba. Caminó atemorizada hacia la estación del tren, sin mirar a los costados, temiendo que alguien la reconociera, la señalara. La ciudad estaba llena de enemigos y ella no tenía papeles.

Ahora o nunca, ahora o nunca: volvió a sentir la voz martillando en su cerebro.

—No existe nunca —se respondió tratando de darse ánimos.

Tenía miedo, tenía frío. Era mejor que regresara al sanatorio, antes de que el director se enterara de su ausencia.

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