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Nuestro objetivo es visibilizar la literatura escrita por mujeres y disidencias, peruanas y hermanas. Toda información que quieras compartir será valiosa para hacer crecer nuestra comunidad. ¿Tienes alguna consulta o comentario? No dudes en escribirnos.

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Arequipa, 1956

Teresa Ruiz Rosas

Ensayo general

(cuento, fragmento)

 

Subíamos a la azotea y disponíamos todo en un pálido cuarto, diminuto y cuadrado y sin función definida. El hermano segundo de las Rivas se quedaba a dormir ahí cuando le daban permiso en el colegio militar y, si había algún alojado –cosa insólita– lo acomodaban en esa cama que con los años y los brincos había adoptado forma de embudo. (…)

        Poníamos una sábana vieja sobre la cama hundida y los llamábamos:

        —¡¡¡Marioooooooo!!! ¡¡¡Martíííííínnn!!!

        Ellos, más pequeños, más inocentes, más manipulados, subían a toda carrera sin tropezar jamás en los recovecos de los escalones encerados de granate. Roxana se ataba a la cabeza, con cierta gracia, una toalla de cocina, especial para darle un aire de cirujano que más era de panadero, se sumergía en el gran mandil gris de Ana Rosa, la hermana mayor que no jugaba con nosotros y, empuñando con arrogancia el cuchillo del pan, le ordenaba a Marcela, en un tono forzado, autoritario:

        —Sujétala, sujétala, que no se mueva. Ya le hará efecto la inyección. 

        Marcela, cuya vocación clínica andaba por entonces en su fase más exagerada, lucía orgullosa un equipo completo de enfermera cosechado en su último cumpleaños.

        —Debe ser que necesita otra —decía tratando de mostrar firmeza en sus palabras y fingía un segundo clavetón, feliz de poder manosear su jeringa de juguete.

        Yo me lamentaba, «ay», «au», «ayayáu» varias veces y Mario se acercaba a verme, preocupado, con un papel oscuro enrollado entre los labios que le había proporcionado Roxana por lo bajo, «tu puro, Mario, fuma tu puro». Y Martín estaba obligado a enjuagar veinte veces las chucherías de plástico, era el menor.

        —Estil… estiril… estriliri… esterilícemelos bien, auxiliar Martín —ordenaba Marcela.

        Y Martín no tenía derecho a hablar, solo a repetir y repetir la operación del enjuague, medio asfixiado con un pañuelo del padre que le tapaba la boca porque en un quirófano (quiruéfano, aseguraba Marcela pendenciera) tenían que tomarse muchas precauciones (precuciones, terqueaba ella). Mario debía pasearse todo el tiempo, encender un puro tras otro, simular estado de nervios. Hasta que, de pronto, Roxana entraba en escena. Alzaba el cuchillo de cortar las tortas con algún instinto fiero que le brillaba en los enormes ojos pardos y se reflejaba en los míos, bajo mis párpados tembleques al oír sus palabras y saber que lo sostenía sobre mi vientre y empezaba a deslizarlo hacia la entrepierna:

        —Despacito… que no se tuerza… así, sin moverse… para que la cicatriz no le quede fea…

        Aparentando abrir paso, Marcela me desabotonaba con disimulo la anticuada bata floreada que solían ponerme minutos antes. Una docena de botones, que, a medida que la pequeña Rivas los soltaba, iban configurando un ritual atrevido, excitante, pueril, mirado ávida y tangencialmente por Martín, espiado por mí desde mi teórico más profundo sueño y observado de lejos, desde una perspectiva algo filosófica por Mario, al fin y al cabo el único con dotes histriónicas.

        —¡Ya está! —exclamaba Roxana y levantaba en cámara lenta el muñeco desnudo, casi sin cabellos de nylon, que lucía siempre un párpado a medio caer y había sido pintarrajeado con acuarela roja por la mano inepta y temblorosa de Marcela.

        —¡Es precioso! (…)

        —¿Saben qué nombre le van a poner? —preguntaba Roxana.

        —Quiero ser la madrina —presagiaba Marcela su futuro de mujer conmemorativa.

        —Yo el padrino. (…)

        —¡Qué feliz soy, se parece a mí, claro, si es hombre! (…)

        Yo también reía gozosa, recibía besos, abrazos, palmaditas, baboseos, me cerraban la bata, me subían el calzón, gritaban más y empezábamos el segundo acto en el que Mario se convertía en cura, Roxana en señor López y yo seguía siendo la madre tal como ahora que sigo recostada sobre estas sábanas tiesas de tanto almidón y con fuerte olor a desinfectante, sofocada por el calor del verano y los rezagos de la anestesia.

        Medio mareada por el color verde aséptico de las paredes que me rodean, exhausta, descompuesta, demacrada, indiferente, paralizada por un dolor atroz e inédito, adivino pasar los minutos con la vista apoyada en aquel hijo de cabeza larga y dulce mirada, excesivamente peludo, que hace unas horas me sacaron con brutal urgencia del vientre.

        Me da lo mismo que Alejandro quiera besarme todo el tiempo, dichoso, y que su madre insista en tomarnos fotos a los tres. Solo me importa confirmar si la próxima semana, o a más tardar la subsiguiente, me quitarán los quince puntos que unen a la fuerza mi piel dividida debajo de este parche asfixiante. La puñalada está ahí, todo el tiempo.        

(Arequipa, 1987)

La mujer cambiada

(novela, fragmento)

Esa tarde, el doctor Gerardo Bustíos tenía cinco clientas anunciadas. (…)

    Una cuarentona guapachosa, esposa número tres del banquero más influyente del país, que se jalaba las arrugas de la cara y el cuello por segunda vez, tres mil dólares, la vez anterior había viajado a Estados Unidos para operarse pero doctor Bustíos, si aquí tenemos eminencias como usted a santo de qué salir de Lima a ver dígame, qué tontera, nada más cómodo en estas cosas que estar una cerca de su casa y con su familia. Además, qué quiere que le cuente, en Houston la gente es muy seca.

    Una madre joven y hermosa, mimada de los reporteros sociales aun después de la fabricación de su segundo vástago, que ansiaba tener una cintura de avispa, o sea doctor Bustíos menos centímetros que en mi fiesta de quince años, ¿me sigue?, dos mil dólares, antojos de mi marido, doctor, paga él, a mí tanto me da, dice que para qué trabaja si no es para costearse sus gustos. Cualquiera la seguía. 

    Una premenopáusica risueña y bastante plana cuyo consorte había descubierto (quién sabe dónde, se divirtió Gerardo Bustíos con el pensamiento) la lujuria de unos senos esplendorosos y bien despachados y los de ella resultaban muy cómo le explico, doctor, muy poquita cosa, eso, demasiado parcos, con algo de volumen quedarían regios, como además soy caderona y de buenas nalgas, pero que sea sin perder la sensibilidad doctorcito lindo, es que no sé cómo explicarle, tampoco quiero que me vuelvan a decir en la playa que atrás gracias y adelante desgracias, eso le cae a una fatal, es para deprimirse, ya la entiendo, ya. ¿Verdad que voy a quedar un lomazo? ¿Un cuero? Dos mil quinientos dólares, una insignificancia para los dividendos del industrial maderero que respondía al nombre del cónyuge. En resumen, una bicoca por dos señoras tetas.

    La otra paciente madurita, de buen porte y esponjosa cabellera color camote, le hizo saber que el móvil de su deseo operatorio era un nuevo amor, bastante menor que ella, para qué le voy a mentir doctor Bustíos pero guárdeme el secreto por favor, le juro que esas cosas pasan aunque parezcan mentira, y a ella, claro, con su espíritu joven, sus piernas bárbaras y sus hormonas en fa, es que debo de ser una excepción doctor, no le hacía ninguna gracia parecer más acabada de lo que en verdad palpitaban sus ímpetus amatorios. Con tanto pimpollo en su punto que anda por ahí suelto en plaza doctor, sabe, no me quiero arriesgar a que me lo quiten, a mi adorado tormento. Y para remate soy celosa, qué le vamos a hacer, hasta ahora no me ha funcionado ninguna terapia, doctor Bustíos, he probado montones. Lástima que usted no me los pueda extirpar, los celos. Ya lo creo que es una lástima, imagínese cómo estaría esta clínica, necesitaríamos un local más grande que el de la Feria del Pacífico. Ay, doctor, qué simpático de seguirme la cuerda, pero fuera de bromas, con ceño, párpados, cachetes y por supuesto papada y cuello por ahora me conformo, o sea la jaladita completa. Ya para la próxima vendré a que me rebaje los jamones, doctor, se tocó el vientre y, como si se tratara de un dispositivo para accionar un mecanismo, soltó una risita nerviosa de chiquilla traviesa y agregó: mis muslos más bien ya le digo que están mejor que cuando me casé, y mire que me mandaron al altar siendo una adolescente intacta. 

    Cuando yo era adolescente, pensó Gerardo Bustíos, a las mocosas que se pintarrajeaban para parecer mayores porque se templaban de uno les decíamos chiquiviejas, estas doñas pericas en pos de la frescura perdida son exactamente lo contrario. Viejichicas. Y todavía jalan. Y están para jaladitas y cuanto hay.

    La mujer enamorada siguió explayándose, tenía sus ahorros, llevaba media vida trabajando para una empresa extranjera desde que se divorció y qué mejor que gastarlos en esto. Había llegado el momento, usted sabe que el momento siempre llega, doctor Bustíos; tarde o temprano, qué más da, pero siempre. Era evidente, en cambio, que no sabía, la mujer enamorada, que a más tardar en cinco años, y sólo por haberse hecho estirar el cutis, la vejez le atropellaría la cara como un huaico. Al lado de su joven amante, si todavía le duraba, iba a parecer su abuelita. Pero también cabía la posibilidad de que en esos cinco años, contrapesó Bustíos, o en parte de ellos, convencida de los poderes de su renacimiento quirúrgico, la viejichica fuese sumamente feliz con aquel amado o con cualquier otro, ya puesta y suelta en plaza. Entonces el despliegue en el quirófano habría valido la pena.

    Cerraba el desfile de pacientes de aquella tarde una joven provinciana de muy buen ver (como él cuando llegó a Lima, recordó, cargado de juventud y ambición, pero desde otra provincia) que se iba a presentar a un jugoso concurso internacional de belleza y le urgía respingar su nariz de ventanillas ligeramente aplastadas, aleteadas, pensó Bustíos por deformación profesional, es sólo para ser ultraperfecta, doctor Bustíos, usted sabe que la competencia en esto es superfuerte. Y hay que hacer quedar bien al Perú, es lo que yo llamo hacer patria. Mil novecientos dólares la respingada patriótica. Papá se hacía cargo de la factura, puntualizó la candidata. De la inversión por la patria, quién sabe si hasta les sirva para desgravar, corrigió mentalmente Gerardo Bustíos, que mientras las atendía a todas ellas, se preguntaba sin cesar, obsesiva, compulsivamente, qué había querido decirle en concreto aquella mujer tan singular llamada Elvira Peña, qué reacción había esperado de él, y, de pronto, con una curiosidad no menos incisiva que tardía, cómo así había tenido tanta premura por acabar con su agraciada cara, que a cada momento se le antojaba más bella en el dudoso marasmo del recuerdo. Menos necesitada de operación alguna.

    ¿No habría sido una ligereza de su parte no indagar qué se ocultaba detrás de aquella espectacular cirugía? ¿Y si, efectivamente, era una prófuga de la justicia? ¿O alguien que osara zafarse de un círculo mafioso? ¿Y qué tal si se trataba de una futura asesina, cuya víctima conocía demasiado su antigua cara? Lo único que sacó en limpio fue notar cómo, por primera vez desde que empezó a ejercer la técnica quirúrgica, se veía él disuadiendo a las potenciales operadas. Explicándoles en la Clínica Garbo a esa serie de entusiastas del bisturí los riesgos que toda intervención de ese género conlleva y aclarándoles lo dolorosa que es la etapa posoperatoria. Un discurso bastante enérgico antes de entrar en materia, explayarse en los detalles del proceso mismo de la operación, que a ellas poco les interesaba a decir verdad, ellas querían saber rapidito y siempre con exactitud de oráculo los resultados, entonces voy a quedar así doctor Bustíos ¿no es cierto?, ay claro, regiaza, si usted es un artista (lo de artista era lo que más lo halagaba escuchar) y un capo; señalaban alguna foto de una revista y se valían de sus propias manos para hacerse entender, se jalaban la piel por encima hacia un lado u otro mirándose de reojo en el espejo de mesa que parecía estar esperándolas. Que viva usted muchos años, doctor, ya verá cómo le traigo suerte. Y cuanto más guapa me deje, más clientas le voy a traer, eso es impajaritable, doctor, van a hacer cola aquí en La Planicie.

    Normalmente Gerardo Bustíos dejaba para el final el tema de los riesgos, que jamás eludía, pero prefería esperar a que ellas le preguntaran para ilustrar aquellos hipotéticos inconvenientes a partir de lo que las interesadas pudiesen temer. No tenía un solo reparo en especificarles lo habido y por haber, sólo que, por experiencia, sabía que recién cuando ellas tocaban el tema era que estaban dispuestas a escuchar. Tampoco tenía pelos en la lengua para advertirles de los dolores a posteriori que podían durar hasta semanas, y que para sobrellevarlos se requería bastante estoicismo más allá de los analgésicos. Sus descripciones las daba en un tono tranquilizador y, si hacía falta, proyectaba un video para que las mujeres se sintieran seguras al saber concretamente a lo que se exponían, paso por paso. 

    Rara vez hacía falta, ay doctor Bustíos, mejor no, así nomás, ojos que no ven corazón que no siente. Pero señora, es mi deber advertirle que. No doctor, qué ocurrencia, no se moleste en estar proyectando nada, con lo recontraocupado que debe andar, yo confío en usted que es un genio y en que me deje archirregia como la ha dejado a mi mejor amiga, usted ya sabe. Señorita, yo sólo quiero que esté informada de. Para qué voy a estar viendo películas que no sean románticas, doctor, si duele un poquito qué me importa, aguanto nomás, acaso la cera, pongamos por caso, no duele, me va a contar a mí con lo velluda que soy, la que quiere azul celeste que le cueste, así es. 

    Cada vez eran más las que se tomaban aquella ridícula licencia de llamarlo «doctorcito», ni que fuera Cantinflas, pensaba él, y hasta «doctorcito lindo» en esos arranques emocionales previos al gran salto que esperaban dar burlando las leyes del tiempo y acogiéndose con devoción al dictado de glamour y opulencia del momento.

(Barcelona-Colonia, 2006)

Nada que declarar

(novela, fragmento)

 

Vulnerar

—De pronto, la estrafalaria mujer se tambalea (…), y para no caerse se apoya en la pared. (…) Estará ebria, insisto para mí (…), y con esa pinta sólo puede ser una furcia, ¿a qué darle tanta vuelta? (…) Reacciono como autómata (…), que si lo llego a pensar, sigo de largo en lugar de decirle con cierta energía y resolución: Peruana soy, pero tengo que tomar un tren ahorita, lo siento. Sentir, siento un aguijón.

Lee que acaba de picarle el gusanito de la curiosidad y lamento no poder enterarme de quién es la furcia en cuestión, qué le pasa, con lo eufórica que está la república porque hoy empieza el Mundial, al fin y al cabo se ve que es una chica de veintipico de años, no más. (…) Miéchica con la mocosa, por qué se me cruza hoy y no las cien veces que he cruzado yo este pasillo de ascensores sin la menor prisa.

No obstante, si el destino se la pone así de través, lee Silvia que se dice a sí misma plagada de dudas teológicas en el pasillo de ascensores de la Estación Central de Düsseldorf, por algo será. Hasta ahí llega su naturaleza supersticiosa.

Lee que la intrusa ha empezado a esbozar una mueca de sonrisa al tiempo que los ojos se le empañan, todo en ella parece ansiedad o naufragio o algo indefinible pero en un mar de angustia. Peruana…, una paisana…, lloriquea y la expresión de su rostro es apropiada para Fátima, Lourdes o Chapi ante la ejecución de un milagro. Tatito, repite poseída de pronto del don de la fe, una paisana…, gracias, Tatito lindo, por mandármela. Claro, barrunto incrédula aún y la miro más, ya decía yo, esa cadencia del idioma. La fulana hace ademán de querer besarme las manos, el paquete de tabaco se le cae al suelo. Ayúdame hermana, me suplica y me mira a los ojos desesperada, puro lloriqueo, por lo que más quieras ayúdame, no tengo a nadie aquí y estoy en grandes apuros. A ver, me dispongo a sacar mi monedero para darle lo que lleve encima, ninguna fortuna a razón de trece euros brutos por página traducida inspiración literaria inclusive. Y no me pregunten cuánto tardo. No, no, hermanita linda, me interrumpe la mujer, no es cosa de que quiera plata, tengo cuatro billetes de cien, si quieres te los muestro, es…, hay espanto en su cara, recién lo noto, es…, repite con dificultad, es que no me puedo quedar así aquí, que me lleves contigo, por piedad, adonde sea, que me ocultes, yo te doy los billetes que tengo y te hago el trabajo que quieras, te limpio, te cocino, te lavo la ropa, te plancho. La miro de cuerpo entero porque ella acaba de mirarse de los pies al pecho. La suya es mirada con fines persuasivos, la detecto; la mía, en cambio, se remite a Berna, a la casa del sabio Einstein, que entré a visitar de la mano de mi hija Milena Olazábal Rossinyol, así firmó en el libro de visitas, a sus doce años, orgullosa y feliz de haber ido allí. Colgaban de las paredes grandes letreros con frases del genio, en uno decía que era más fácil destruir el núcleo de un átomo que un prejuicio. ¿De qué material es un prejuicio, Mamuschka?, quiso saber Milena de inmediato con su carita tierna en el recinto que fue el comedor del señor físico y a mí me costó responder con cierta coherencia a su pregunta de niña impaciente.

(…) Continúo mirando a la mujer que espera mi respuesta con el filtro Einstein, lee cuando Diana se ha vuelto a sentar y servido las gaseosas. Calza unas sandalias preciosas y demasiado altas, diseñadas para un escenario nocturno del calibre que sea, me digo, no para el túnel de elevadores de una estación de trenes oliendo a Sofix por la mañana deslucida.

(…) —Viste una bata de seda china —reanuda Silvia Olazábal Ligur la lectura—, que si bien le cubre hasta las pantorrillas, no es prenda para trajinar por las estaciones de ferrocarril aunque en ellas se vea de todo (…). Estudio su cara y veo: me sigue pidiendo con desesperación ir conmigo, por el amor de Dios. Queda descartado aparecerme en el paraíso de la traducción con esta refugiada desconocida que me ha salido al encuentro, de tan dudoso, impresentable aspecto, verdades einsteinianas al margen. Además está prohibido, no se puede llevar ni a los propios hijos sin un permiso especial, salvo que sean eventos públicos, felizmente, porque es un espacio consagrado al trabajo intelectual. Tendría que cargar con la fulana a mi casa (con esa facha, ese atuendo, ese aferrarse a que me la lleve ya no me cabe duda de que sea una furcia como suponía). (…) Reflexiono unos instantes —lee—, ¿llevarla a la casa en Colonia?, ¿estoy en mi sano juicio?, ¿voy a meter porque sí a una golfa entre mis cuatro paredes?

—Sin un espejo enfrente una no sabe cómo la ven los otros —dice Diana y Silvia llega a ver con el rabillo del ojo que podría estar enjugándose una lágrima.

—Aunque Milena esté ahora en la escuela —continúa—, y Juan Ignacio viva solo, improvisar esta operación asilo sin fronteras no sé cuán compatible sea con sus frágiles años, sus caminos por afirmar, lo que he tamizado para enseñarles y que perfilen sus vidas. ¿Por qué yo?, me digo a media voz. La morena me mira con una expresión de súplica para mí inédita. Jamás alguien me ha mirado con tanto desamparo y urgencia amalgamados en las pupilas. Son miradas que una conoce del cine, de las grandes películas, de las actrices dramáticas que devienen leyendas. La cosa va en serio, destruyo de un martillazo mi prejuicio con permiso, o mejor dicho para beneplácito del maestro Einstein. Pero por qué yo, repito. Porque eres la única que me ha respondido, musita ella y sé que no miente. Les he hablado a una docena de mujeres, o más, musita, todas se han seguido de largo. (…) Vamos a Benrath, sentencio tras meditar unos instantes; no domino el no categórico. Es sólo una parada en el expreso regional, le digo, cinco minutos de trayecto, lo más sensato que se me ocurre en estas circunstancias. Subrayo circunstancias, que alude a su aspecto impropio para cualquier aparición en la vía pública. Lo entiende, baja la cabeza, algo me hace pensar que se repudia y el gesto me conmueve un poco. Benrath, ahí no hay un alma, pues esto merece una explicación, me explayo, cómo voy a decidir nada sin estar en autos; ¿conoce Benrath? La trato de usted adrede, que ella también lo haga. Es evidente que la conciudadana en bata de seda escucha Benrath por primera vez. Me da igual, si una cosa tengo clara es que no la llevaré a la casa. Lo que sea, en algo chueco andará metida la fulana. Que me lo cuente antes de apelar al lado misericordioso de mi corazón, o de mi hígado. No puedo ni quiero ni tengo por qué exponer a mis hijos por jugar a la samaritana. (…) tomar una decisión, le recalco a la desconocida, su obligación moral es explicarme por qué me pide algo tan radical y comprometido a esta hora en que, para serle franca, no dispongo de tiempo libre. Soy parte de la población activa, no un ama de casa que ha salido a la compra, produzco. Yo no pensaba eso, murmura Diana con un largo suspiro, aunque la verdad es que ni me lo planteaba, sólo podía pensar en qué iba a ser de mí. Pero el tiempo me lo tomaría, agrego, lee Silvia, al menos hasta saber qué se podía hacer, la veía tan desamparada. Ya sé que esto no se hace, musita ella y tiembla, que abuso de su buena fe (por fin ha dejado de tutearme), pero le juro por el Señor de los Milagros que es una emergencia, no me juzgue mal, se lo imploro. Cara de haber desayunado tampoco tiene, me digo. Trato de impostar un gesto de bienvenida, he sido joven, todas hemos hecho chifladuras y disparates a nuestro modo.

 

(Colonia, 2011)

Última voluntad 

(microficción)

El carcelero echa llave. 

Ambas manos libres, el reo la descubre, la sorbe con naturalidad como un derecho adquirido desde tiempos antiguos. Se le acopla hasta que ella siente sus fluidos y, transida de dolor por la inminencia de esa muerte indigna, dirige la liturgia del deseo. Duermen tomados de la mano. 

Cuando los primeros rayos se cuelan por el tragaluz, copulan como dos desterrados. Solo entonces lo estrangula.

 

(Colonia, 2015)

Planeta Virus 4

(cuento)

Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar… 

César Vallejo

.

..me vino a decir, que la única revolución verdadera sería la que aboliera la muerte,

la que aboliera la muerte para siempre.

Iñaki Echevarne

 

Soñó que el virus había desaparecido de la faz de la Tierra. 

Que una señora muy sabia, de cierta edad, que dijo llamarse Lexie Makó y no se le conocía de antes ni reveló en qué punto del orbe se encontraba, había pedido en muchas lenguas diferentes, tal vez en todas las lenguas de que se tenía noticia, y lo transmitieron por las emisoras de radio de hasta el último rincón del mundo adonde llegaban las ondas, que los habitantes del planeta entero no abriesen la boca por favor en ocho días. También lo pasaron por televisión, como audio solamente, con la imagen fija de un bellísimo cuadro de flores del color del queso helado en ramas vigorosas y pujantes, ramas retorciéndose de vitalidad sobre un fondo verde azulado. Debajo se leía la leyenda: «Pintada para su sobrino y ahijado recién nacido, esta oda a una nueva vida, este Almendro en flor muestra a un Van Gogh luminoso, lleno de optimismo por el nacimiento del hijo de su hermano Theo, que sería bautizado con el nombre de Vincent en su honor.»

Nora Madrigal lo vio por Teveunsa en el taller de su vecina Juanita, adonde había ido a comprar dos mascarillas, una para Lucila, su madre, y otra para ella. Y    quedó tan fascinada por aquel óleo y la luz que parecía irradiar del cuadro, que no prestó mucha atención al mensaje ni a la cara de sorpresa de Juanita. Pero pronto, ya en el comedorcito que separaba con una cortina el dormitorio de la pieza que tenían alquilada en la calle Chullo, se percató de que lo repetían cada cuarto de hora y lo repitieron hasta la medianoche, para que nadie se quedase sin saber la buena nueva en ninguna parte. Nada más que ocho días con sus noches, les rogaba Lexie Makó que no pronunciasen una sola palabra por ningún motivo, y verían al cabo cómo este mal quedaba erradicado de nuestro globo terráqueo. Así lo escuchó Nora Madrigal por Radio Melodía y Lucila también lo escuchó y abrió tremendos ojos. 

La intención de la sabia desconocida al subrayar «nuestro», se percató Nora de inmediato, era que cada oyente se sintiese involucrado en algo que «nos concierne a todos», como señaló con una dulzura espontánea al finalizar su mensaje claro y sencillo, una consigna que parecía llegar desde muy lejos y al mismo tiempo estar ahí, a un palmo de oreja y en actitud confidencial de tú a tú. Que convencía. Motivación y persuasión en una. Nora Madrigal se sintió involucrada sin pensarlo dos veces, cualquier cosa que lograse arrasar con el virus asesino era digna de ser probada. Ella y su madre asintieron con la cabeza en señal de aprobación. Nora recordó a su abuelita Domitila, allá en el valle, cuando le decía Norita en boca cerrada no entran moscas. Pues eso, dijo en voz alta y eso fue lo último que pronunció en los ocho días siguientes, en boca cerrada no entran virus.

 

Era grandioso y alentador apreciar que la esperanza se hubiese situado por encima de absolutamente todos los sentimientos y pasiones. 

De entrada, quienes tuvieron a quien mirar apenas prestaron oídos al mensaje con vestigios de buena nueva de Lexie Makó en las más variadas circunstancias, se contemplaron unos a otros presa de una repentina perplejidad. Después, al cabo de largos instantes, minutos quizás, cual si se tratase de una hipnosis orquestada, guardaron automáticamente un silencio sobrecogedor que parecía abarcar algo inédito, una premonición descomunal. O dar resguardo a un delicado secreto de alcoba, uno atípico pues no ocultaba intimidades sino las cábalas de una redención que libraría al género humano de lo más parecido al Apocalipsis que le había tocado vivir en este milenio. Y en las miradas que se cruzaban parecía oscilar la pregunta ¿no es curiosa, inexplicable, esta reacción unísona? ¿No es maravillosa?

Una belleza límpida era común a las innumerables miradas dispuestas a acoger un reto colectivo sin amenazas ni castigos que forzaran a ello, por pura fe en una promesa colosal de la cual todos habrían querido ser los magníficos y venturosos portadores, los heraldos blancos. 

 

Pasadas unas siete, ocho horas desde que el mensaje salió al aire, la gente parecía haber entendido que tal vez la explicación de aquella inmediata condescendecia yacía en la desesperanza y desolación acumuladas en seis meses y medio de dolores e incertidumbres, en incontables visiones cataclísmicas que a cada quien le habrían desfilado por la mente hasta sacudirse del pecho el horror a abandonar la vida en atroz soledad y antes, mucho antes de tiempo.

Conque la humanidad en pleno hizo caso a Lexie Makó, sobre cuyo rostro que no se había presentado por televisión ni plataformas de la red, al no comunicarse las personas tampoco había cómo especular. Ni sobre su aspecto físico ni su persona, origen, especialidad; nada, una perfecta desconocida. Pero como eran millones quienes escucharon con curiosa devoción su voz de miel en sus propias lenguas, su voz humana porque con seguridad no se trataba de un robot, se dejaron adherir al alma aquel mensaje contundente. Y ya puestos, optaron por adherir sus labios entre sí y despegarlos solo para llevarse alimentos a la boca y limpiar sus dentaduras. Obedecieron con prudente y cándida naturalidad como si un hechizo desconocido los empujara a ello sin opción de resistencia. 

 

Al cabo del primer día sin voz humana en el mundo no se registró ningún contagio nuevo y tampoco hubo fallecidos; ni uno, podía leerse en los diarios reales y virtuales, y las miradas que cruzaban ahora las gentes denotaban un grato asombro sumado a la decisión de acatar el silencio absoluto y redentor los siete días restantes. Sólo si todos lo hacían sería posible, había recalcado Lexie Makó, era un mero asunto de voluntad, que iba en serio, para no morirse contra la propia voluntad, había recitado con una pizca de solemnidad. 

Al segundo día empezaron a dar de alta a pacientes de las unidades de cuidados intensivos, y en las camas que iban desocupándose y desinfectando es donde instalaban a los aquejados de urgencia que llevaban más de veinticuatro horas en espera. En sus ojos se leía la voluntad de vivir del que todavía no ha tirado la toalla. Los dados de alta que habían estado casi tres semanas sometidos a la ventilación invasiva bajo anestesia general eran trasladados a los centros de rehabilitación para dar inicio al proceso de su reeducación. Respiraban aún con dificultad pero estaban definitivamente aliviados.

El día tercero, estable sin nuevos contagios en el planeta igual que los dos anteriores, varias decenas de enfermeras y médicos de ciudades y hasta aldeas pudieron dormir ocho horas seguidas en sus domicilios tras medio año echando pestañadas a salto de mata en cualquier rincón de los hospitales, los ambulatorios, las clínicas y los centros de atención improvisados. Despertaban como nuevos. Volvían a sus centros de trabajo con cierto brío y una chispa de confianza en las pupilas. La cifra de pacientes inmovilizados con un tubo en la boca que llegaba hasta la tráquea se había reducido en promedio a la mitad.  

El cuarto día ya no quedaba un solo paciente para cuidados intensivos que no tuviese una cama y fuese atendido con dedicación y paulatinos resultados. Los intubados eran ahora el 40%. Nora Madrigal había sentido la necesidad de salir a caminar sin rumbo, más allá de su paseo dominguero con Lucila por la calle Pampita Zevallos hasta el Parque del Señor de la Caña, donde les gustaba sentarse a que les diera el sol. Recordó que Lexie Makó también había sugerido en su mensaje pasar el mayor tiempo posible al aire libre. Partió en la dirección opuesta y desde la esquina con Beaterio caminó hasta llegar al Puente Bolognesi como para cerciorarse de que la gente seguía siendo en este mundo y seguía callada. Se detuvo a mirar el río, que la remitía al de su valle, mucho más limpio y caudaloso, y que corría a mayor profundidad. ¿Su abuelita Domitila sabría de Lexie Makó? Siempre que se paraba allí a observar las aguas del Chili pensaba en ella, en su sonrisa y sus dientes incompletos cuando le dijo a ver si me encuentras viva Norita cuando regreses al valle. 

Nora continuó su caminata hasta doblar por Cruz Verde y al ver el cruce con la Avenida San Martín, tomó la calle Sucre en dirección a la avenida Salaverry. Iba constatando no solo con la vista, que un efecto colateral del prolongado confinamiento desde mediados de marzo, uno bueno, era que el aire se había purificado a falta de vehículos contaminantes y el proverbial eterno cielo azul del vals que cantaba su vecino Melchor cuando volvía del estadio y había ganado el Melgar, podía jactarse de haber recuperado su tono perturbador. Nora siguió todo recto hasta que Salaverry pasó a ser Mariscal Cáceres y medio kilómetro después se convertía en la avenida Daniel Alcides Carrión. Había llegado tras dos horas de caminata a ritmo de paseo hasta las inmedianías del Hospital Honorio Delgado.

En efecto, no había ni un catre de campaña, ni una silla de ruedas ni esas carpas improvisadas que le partían el alma a cualquiera de ver a los enfermos enchufados a un balón de oxígeno en medio de la calle hasta que, a saber cuándo, los hicieran entrar al menos al vestíbulo techado del hospital. Notó en cambio, que algunas personas se acercaban con sendos paquetes para estar cerca de sus familiares o amigos convalecientes, darles un regalo y el calor de su presencia en el más puro silencio.

 

El quinto día de mudez voluntaria, los pacientes de diversas dolencias, relegados por falta de espacio y personal sanitario, pudieron ser ingresados sin restricciones porque un 20% de camas ya no eran necesarias para los aquejados de covid 19. Tampoco se registraron nuevas intubaciones a nivel mundial. Ese día, la cuarta parte del personal de atención en asilos de ancianos recibió una semana de asueto extraordinario. Lucían exhaustos, empalidecidos, y llevaban a cuestas una infinidad de horas extras de faena, que hacía peligrar el equilibrio de sus últimas defensas estiradas como chicles para resistir en la misión de salvar vidas ajenas. 

Nora Madrigal se alegró sobremanera por su amiga Serafina Coca, llegada de su mismo valle unos años antes que ella, que trabajaba en el Asilo Lira y a fines de junio le había dicho ya no doy más, Nora, no sabes lo que es esto, nadie que no esté aquí metido se lo puede imaginar, pero tampoco tengo corazón para largarme. 

El sexto día del conjuro pacífico del silencio, el número de recuperados había alcanzado un 68% de los pacientes sintomáticos, decían los titulares de los diarios en papel así como los virtuales. Y de contagios nuevos, cero como en los días anteriores. En el supermercado de la avenida Ejército, Nora constató que la gente inclinaba una pizca la cabeza a la cajera al no poder decirle gracias y ella sonreía de oreja a oreja detrás del vidrio que la exoneraba de usar mascarilla. Reinaba la amabilidad por donde se girase a mirar. Las personas podían dar rienda suelta a sus iniciativas no verbales sin ser amonestadas. «Hechos, no palabras», rezaba una gran pancarta en la entrada principal del Mercado de la Antiquilla.

Nora llevó a su mamá hasta el mirador de Yanahuara. Un buen trecho de camino por la calle Ampatacocha y la avenida Lima pero a doña Lucila le hacía gran ilusión ver Arequipa desde allí. En el trayecto, madre e hija se sonrieron varias veces desde sus miradas anhelantes. Era divertido, en general, observar cómo unos y otros lograban comunicarse estupendamente con señas, cómo el silencio se había convertido en la única prioridad y los conflictos y los teléfonos móviles y los insultos de variado repertorio parecían haber pasado a la historia. Era como si cada individuo conociera a la perfección su cometido en la vida y en la tierra y no necesitase preguntar nada a nadie ni mucho menos faltarle el respeto. 

Era lo más parecido a la idea de paz que Nora Madrigal podía haber imaginado jamás. Paz consigo mismo, cada cual, y paz con el prójimo, sin distinción de nada. Paz total. Oh paz.

Al llegar a la placita de Yanahuara, madre e hija vieron en las bancas a gente joven y gente mayor y gente de mediana edad con sendos libros abiertos, leyendo de lo más contentos, mirando el recuperado cielo azul de tanto en tanto. Desde el mirador se distinguía, además, a una serie de personas que hacían ejercicios o practicaban juegos de pelota en los parques y hasta en una que otra vereda ancha. La primavera, tímida aún pero en pleno brote, adornaba sus movimientos como parte de una coreografía. Nora recordó con placer el cuadro Almendros en flor que tanto la había deslumbrado seis días atrás y que el periódico El Búho había reproducido junto con las palabras de Lexie Makó. 

 

El séptimo día, algunas enfermeras y médicos pudieron salir dos semanas de vacaciones. 

Merecidísimas, se leía en los titulares de prensa y lo pensaba todo cristo con dos dedos de frente. El sustantivo congestión era como si jamás hubiese existido en hospitales y ambulatorios. Y nadie que hubiese ingresado por covid 19 salía de allí con los pies adelante, sino caminando; algunos con andador o bastón o a paso de tortuga pero con sus propios pies en movimiento. Esa constatación infundía alegría en el prójimo conocido o no, como si de pronto a todos les importase la especie en general, no solo sus seres queridos o allegados. 

Lo más increíble fue que al octavo día la plaga del virus abominable se había acabado de verdad, ni un solo enfermo más de covid 19 sobre la faz de la Tierra, todos recuperados, ningún muerto en los últimos ocho días, nada de intubaciones, quienes quedaron con traumatismos en la boca o en las cuerdas vocales debían inscribirse para la terapia de apoyo para empezar al día siguiente. 

Lexie Makó no había hecho ninguna promesa falsa, simplemente había captado algo esencial que supo cómo transmitir. Los locutores lo decían en la tele con lágrimas de felicidad y había gente que lo repetía  con el fervor de un sortilegio.

Nora Madrigal se había asomado a la pequeña ventana de su cubículo y visto cómo la Antiquilla hervía de gente que se abrazaba y persignaba y daba gracias a gritos a Lexie Makó y al Todopoderoso y a los Apus y a Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres y al primer santo que se le cruzase por la mente. Un milagro anunciado de tal envergadura era legítimo celebrar. Quiso unirse al jolgorio. 

Lucila todavía dormía y Nora no pudo resistir la tentación de bajar a la calle. Le ofrecieron beber chicha de un caporal que circulaba. Estaba deliciosa y repitió cuando le llegó otro capotal. Entonemos, cantaba la gente a voz en cuello, entonemos un himno de gloria, y después huaynos, yaravíes, hasta una polka del siglo pasado se oyó por ahí y a un chiquillo que rapeaba a rabiar en dos o tres lenguas casi indescifrables. 

En medio del festejo que iba en aumento porque ya habían comenzado los bailes de cualquier género con genuino frenesí, Nora advirtió que su paisana Juanita decía a gritos para que la escuchasen y ahora qué hago con tantas mascarillas, a santo de qué me han hecho pasarme tres noches casi sin dormir para coser mil quinientas mascarillas antes de la semana del embrujo silencioso. Las mostraba a quien quisiera mirarlas, las había bordado con ahínco Juanita, con hilos del color del pacay, de la lúcuma, del cobre como bordaban en el valle, sobre telas azules, negras y rojas, con algún motivo (un colibrí, un girasol de veinte pétalos, una estrella de ocho puntas) como los de las bolsitas portadocumentos y riñoneras, que antes de la pandemia tanto gustaban a los turistas en la feria artesanal del Fundo El Fierro. Por gusto he cosido, seguía quejándose Juanita con una desproporción universal ante el milagro más grande que conocía la Historia. 

A lo que el vecino don Melchor le dijo como en trance no te preocupes Juanita, yo te compro esas cinco mascarillas preciosas como tú que llevas ahí, al toque te las pago, dime cuánto es, y paso la voz este domingo en el estadio de que en carnavales nos disfracemos toditititos de confinados, vas a ver cómo vendes tus mascarillas como pancito caliente. Jajajá, rió su hijo Abelardo, el que le gusta a Nora y Nora sospecha que ella a él, ¡mejor disfrazarnos de confinados que de finados!  

 

Era un sueño de felicidad tan nítida, que cuando Nora Madrigal despertó sudorosa demoró un buen rato en tomar conciencia de que nada, ni una ñisca de eso había ocurrido en su vida ni en la vida de la humanidad. De que su mamá sí tuvo que salir aquel sábado de mal agüero a vender sus choclitos y sus tunas del valle al mercado de la Antiquilla aunque Nora le había dicho no vayas mamita por favor, aguantaremos unos diítas más comiendo nosotras choclitos y tunas nada más para no correr el riesgo. Llevaban un mes en ese plan.

Sentada aún al borde de su cama, le costó mucho aceptar su destino sin que corrieran unas lágrimas por sus mejillas enfebrecidas. Cómo era posible que Lucila se hubiese contagiado del virus maldito si llevaba puesta una mascarilla cosida con primor por Juanita. Y que no consiguieran cama en ningún hospital, Nora los recorrió todos, desesperada, ni siquiera un balón de oxígeno. Y recordó que en su desolación infinita, pensó que lo único que aún podía darle a su madre para que no se muriera todavía, era su propio aire, boca a boca, con todas sus fuerzas, no te vayas, mamacita, para tener unos minutos más, y que le dijera cualquier cosa, le explicara cómo iba a vivir sin ella, ya no le importaba contagiarse, su madre era la única persona que Nora tenía en el mundo, su abuelita Domitila había muerto en marzo, le avisaron a Serafina Coca unos primos que solían transportar cochinilla. 

Por eso era un sueño precioso el que Nora Madrigal acababa de dejar bajo su almohada. Porque Lucila estaba viva y reía y la abrazaba y decía ya podemos volver al valle donde mi mamá Domitila y Nora también estaba sana y salva y no tosía y no les faltaba nada. Ni el aire.

(Colonia, 28 de septiembre de 2020)

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