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Puno, 1945

Zelideth Chávez

La Merciquita

El torrente de sangre le está anegando la garganta, la boca, la nariz. Doblada sobre sí misma agita los pequeños brazos y alcanza a gritar ¡mamita!, antes que su cuerpo caiga sobre la mancha rojiza que la tierra seca empieza a succionar con avidez.

 

Hemos llegado corriendo y nos detenemos de golpe, ahogados por nuestros jadeos. La escena nos congela, nos suspende en el aire. Nadie atina a decir ni hacer algo, sólo se escuchan los aullidos lastimeros del Firpo y el Churchil dando vueltas alrededor nuestro. Mi hermano y yo nos apretamos uno al lado del otro, como si no hubiera espacio en el desolado patio. Nos tapamos toda la cara con las chalinas, nunca sabríamos si era por el frío de la noche o por miedo al contagio de la muerte…

 

Siempre la imaginé viniendo acurrucada en una de aquellas balsas que surcan el lago con suavidad de gaviota. Sus escuálidos diez años aparentando seis: piel y huesos huérfanos. Aspecto y olor a huérfana, con esos reflejos de miedo en sus ojos y esa tos seca que nunca la abandonaba.

 

Muchas veces me repitió la misma historia, en su media lengua de aimará-castellano: que la habían sacado de su choza allá en medio del lago, en las islas flotantes, con la luna ocultándose frente a ella y el sol empezando a calentar sus espaldas. Que apurada se había puesto la camisita de bayeta, el faldellín, y el chumpi de colores tejido por su madre, las ojotas de llanta que no la iban a proteger cuando sus pies se hundieran en el piso fangoso de la isla que quedaba atrás, con su veintena de casas de totora, avenidas de totora, sus sembríos sobre las balsas de totora. Que mirando la balsita que abandonaba, se preguntó si adonde marchaba tendría una así, para ella sola, sobre la cual había disfrutado tanto de esa sensación de caída, a un lado, al otro, a un lado, al otro, cuando iba en medio del lago, para cumplir mandados.

 

En mis noches de insomnio la he visto ponerse de pie sobre aquella misma balsa donde vino, ponerse de pie, en el instante en que una brisa ligera disipaba sus temores al constatar que ya estaban llegando al puerto, aunque era muy tierna para darse cuenta que también asomaba muy cerca a su destino. En esos momentos tal vez no percibía el centelleo plateado que tiritaba sobre las aguas verdeazulinas, ni la quietud de esa mañana colmada de sol, de ese sol que iba abriendo brecha en medio del horizonte azul cerrado del lagocielo, porque el brillo de sus ojos al hablar sólo transmitía la inquietud de esas horas, ante el descubrimiento de la multitud de casas ajenas que iban distinguiéndose cada vez más cerca.

 

Ella no sabía entonces que estaba llegando a la ciudad de Puno. También recordaba al hombre grande que la trajo, su tío, quien no le tomó la mano para apearla, ni le dio ninguna recomendación, le hizo apenas una seña con la cabeza y se adelantó. Ella, frunció la boquita trompuda, se agachó y lo siguió callada. Todavía un gesto de incredulidad le crispaba la cara al recordar la sensación al pisar esa tierra dura, seca, firme, que contrastaba tanto con el suelo siempre tambaleante y húmedo de su isla.

 

Cuando dejaron el muelle e ingresaron a la población, las pisadas del tío sobre las losetas arabescas retumbaron dentro de ella («aquicito me hacía pum, pumpum, ñiita»). Le costaba seguir el ritmo del hombre grande, se agitaba hasta la asfixia, más allá de lo normal. Recordaba que así recorrieron plazas, calles, ventanas, escaparates, tiendas, kioskos, todo lleno de gente rara, de caras extrañas. Esta población de techos a media agua y portones grandes de madera, con sus manitas de fierro colgadas, listas para llamar, calles estrechas y empedradas, eran una inmensidad para sus diez años. Tan ensimismada se había quedado que olvidó el cosquilleo en su estómago y aquel sudor por la espalda que estuvieron ahí desde la madrugada.

 

Pronto salieron a las afueras donde se perdían veredas, empedrado, escaparates, luz eléctrica, hasta llegar a lo que vislumbró como una casa amurallada, enorme, al parecer deshabitada. Había que cruzar un cebadal antes de llegar a la reja de fierro. Se pararon al pie de la mole y mientras el tío buscaba una piedra para tocar, nuestros perros ladrando con desesperación nos alertaron sobre su presencia. Momentos después salíamos: mi madre, mi hermano y yo.Mi madre se le antojó como una señora enorme, anciana, aunque era de mediana edad y baja, blanca, de piel casi transparente, cabello castaño recogido. La impresionaron mucho los aretes y el diente de oro, el abrigo de casimir y los tacones: («cuando la señora grande me miró, yo quería escaparme ñiita, esconderme»), después se fijó en nosotros: «tu hermano, flaquito, flaquito, igualito a los ispis que saco del lago, y tú parecías su ángel de la Virgen, colorada, gordita, con tu cabello color totora seca»). Los tres teníamos la misma edad.

 

El tío escupió a un lado la coca que estaba picchando, sacó las manos debajo del poncho y quitándose el sombrero se acercó a mi madre, la saludó reverente, nombrándola de patrona y señora grande, e iniciaron el trato. La Merciquita trataba de seguir el diálogo, pero se notaba que se perdía en el intento, porque quería seguir observándonos o porque los mayores estaban hablando en un idioma que ella no había escuchado nunca, aunque no era necesario que entendiera, sabía que estaban hablando de ella. Cómo no sentir sus miradas a veces francas, a veces disirnuladas.

 

Los grandes siguieron conversando con la reja cerrada. Cuando pareció que habían llegado a un acuerdo, mi madre sacó unos billetes del bolsillo y se los alcanzó lentamente, como dudando. El tío, en cuanto tuvo el dinero, lo escondió rápido debajo del poncho (es lo que me pareció) y, luego, percatándose recién de la presencia de la Merciquita, le dijo en aimará: «te vas a quedar, aquí vas a tener comida todos los días, tienes que hacer caso a esta señora, ella va a ser buena contigo» y la empujó al interior. Nosotros nos hicimos a un lado, como dándole paso o tal vez para evitar que nos roce. Ambos estábamos tras las faldas de mi madre mientras la cholita avanzaba muda, mirando siempre al suelo, demasiado asustada para llorar. Con los ojos achinados, febriles, y esa mirada de asombro que nunca la abandonó, recorrió los tres patios en la casa solariega, de niveles superpuestos, de habitaciones sin disposición alguna, el jardín, la huerta, el canchón. Desde ese instante, estoy segura que en complicidad con los altos muros de la casa, un silencio extraño la rodeaba cuando los demás hablaban: no entendía, no le era posible conversar con los demás. Mi madre la llevó a uno de esos cuartos enormes, tristes, que teníamos abandonados, llenos de cosas en desuso. Le ordenó con señas que desocupara un espacio, mientras ella jalaba mantas y frazadas viejas que acomodaba en un rincón. Sacudiendo las manos empolvadas y con un gesto de asco nos dijo: «hay que darle un buen baño, raparla, quemar su ropa, está copadita de piojos». Aunque Merciquita no entendió las palabras, fue el tono amenazador lo que la hizo sentir muchos temores, no en la cabeza, sino en el corazón.

 

Cuando terminó de vestirse con la ropa ajena que mi madre había descosido y cosido apresurada para ella, sin permitir que se moviera de su lado o por lo menos abrigara su desnudez, nos señaló y le dijo gesticulando e invitándola a repetir: «ni-ño Fer-nan-do, ni-ña A-le-jan-dra». La Merciquita, forzando la posición de su lengua, al tercer intento explotó con dificultad: «ñii-too», «ñii-taa». Después le señaló su rincón en el comedor, los sitios a los que no debía entrar, las cosas que le estaba prohibido tocar.

 

Al día siguiente se levantó temprano, como era su costumbre, y aprovechando que aún nadie estaba afuera, corrió al mirador del jardín. Se empinó ansiosa buscando el lago del que apenas le llegaba el aroma; se esforzó más, segura de distinguir su isla flotante, pero el sol, como una enorme bola de fuego le dio en pleno rostro, obligándola a cerrar los ojos. Entonces escuchó que la llamaban. Corrió hacia la voz, salpicando chispitas doradas por el camino sin poder desprenderse de ellas todo el día. Así llegó hasta donde «la señora grande» (como había empezado a llamar a mi madre), con el corazón en la boca, y la siguió así por toda la casa, tratando de entender por el tono de voz, por el movimiento de las manos, por los gestos, las que serían sus obligaciones. Pero lo que resultaba más claro por la forma en que agitaba ese índice frente a sus narices, era la advertencia de que si algo se perdía, o algún plato de porcelana tenninaba hecho añicos en el piso o se derramaba esa leche de espesa nata (que era nuestra delicia), habría castigo.

 

Muy pronto nosotros el Firpo y el Churchil nos hicimos sus amigos. Mi hermano y yo, por la gracia que nos hacía esa cholita que hablaba solo aimará, caminaba jadeando y se negaba a correr; los perros, por las sobras de la mesa grande que ella les daba antes de irse a dormir.

 

De esas primeras noches en casa, caminando detrás mío después de una tormenta, enumerando al paso los sapos que yo pisaba en nuestros paseos a la luz de la luna de junio, me contaba en su enredo de castellano-airnará que en la inmensidad de esa habitación rodeada de viejos cachivaches, soñolienta, los transformaba en sapos gigantescos, en peligrosos laik’as que con sus brujerías podían dejarla tullida: en pichitancas de mal agüero, como el que cantó en el techo el día de su nacimiento. Pero lo que más la sorprendía era comprobar que a esos kukuchis ya no les temía tanto; al fin, eran sus fantasmas conocidos. En cambio, los que aparecían en medio de la niebla azulina del cuarto, esos eran nuevos, extraños, borrosos, y no sabía cómo protegerse de ellos.

 

Como una de tantas, la noche de la desgracia, a la hora de costumbre había concluido la comida. Toda la familia reunida formaba una curiosa estampa: mesa larga, mantel de cuadros blanco-azules, cubiertos de alpaca, platos vacíos, tazas sucias y seis pares de ojos pendientes de las manos anchas del abuelo, quien repetía tantas historias de misterio para asombrarnos cada noche. Nos estaba hablando de aparecidos y desaparecidos, de la muerte siempre vestida de mujer, de tapados y sus maneras fantasmales de anunciarse. Nadie percibió los pasos cansados de la Merciquita saliendo de su rincón para llevar comida a los perros.

 

De pronto, en medio de las risas, nos suspendió en el aire un grito infantil, ahogado, clamando ayuda. Se intensificó el frío, las llamas de las velas parpadearon, un largo estremecimiento se extendió por los tres niveles, los cuartos, el jardín, los patios, la huerta, el canchón. Un escalofrío nos zigzagueó de pies a cabeza. Todos corrimos hacia el grito…

 

Aún hoy, después de tantos años, la veo, la escucho con toda nitidez… Alcanzó a gritar una vez más: «¡mamita!» antes de caer en su propio charco. El abrigo rojo descolorido, que la cubría hasta los talones iba absorbiendo el color de la sangre. De esa sangre que salía a borbotones de su boca, o de cualquier otro sitio, hasta convertirse en una sola masa, amorfa, granate, que se coagulaba aceleradamente con la helada de la noche invernal. Poco a poco, sin apenas darnos cuenta, la masa se estaba encogiendo, la tierra se la tragaba… Una corriente tenebrosa nos estremeció y la masa desapareció por completo.

 

Esa escena de muerte en la fría oscuridad del altiplano, ha quedado desde entonces bajo mis párpados y hoy he vuelto sobre mis pisadas de niña para cerciorarme, para constatar si fue verdad aquel espanto o solamente es el último vestigio de una pesadilla infantil. De esa infancia misteriosa, siempre cubierta por un manto encantado: el lago, las islas, el cielo, la huerta, el canchón, el abuelo, sus historias, la señora grande. Estoy tratando de reconocer el sitio en que desapareció, en lo que todavía se mantiene en pie de la casa grande de los abuelos, pero ha sido tan retaceada para el remate que ni ellos la reconocerían.

 

Ya está anocheciendo. El canto irritante de un malagüero pichitanca me sacude de raíz. Un frío lejano, muy lejano, como el que nos estremeció esa noche vuelve a calarme los huesos. Lágrimas silenciosas bajan por los surcos de mi avejentado rostro.

Todos vuelven

Mis lágrimas se fundían con las aguas azulinas del lago, mientras el sol restallaba en la estela que la lancha iba dejando y nuestro ómnibus era transbordado por otra embarcación, cruzando la frontera por el estrecho de Tiquina. La quietud dominaba el paisaje.

 

Llegamos a La Paz a las ocho de la mañana, hora peruana; nueve, hora boliviana. Era viernes. Con un breve equipaje y mi aspecto corriente, no llamaba la atención. Si no hablaba podía parecer andina. Sólo cuando descubría mi acento costeño, la gente se volvía para observarme con desconfianza.

 

Debía cumplir mi segunda meta. Empecé a subir y bajar empinadas calles. Con gran esfuerzo y el corazón galopando al límite, llegué a la Prefectura. Las puertas estaban cerradas. Abismada me senté en cualquier parte y recién pude salir de la nebulosa de mis tribulaciones y descubrir que algo extraño pasaba en esa ciudad custodiada por el Illimani. La Paz estaba iniciando la celebración de los carnavales.

 

-Señora, es día de challa, pues. Nadies atiende.

 

-¿Dónde vive el Prefecto?

 

-Aquí cerquita, en Obrajes.

 

El taxi recorrió calles donde casas, carros, pequeños negocios, estaban engalanados con flores amarillas, mixtura, y serpentinas.

 

-Todo se tiene que challar, que bendecir hoy día, para que haiga suerte.

 

Las palabras arrastradas del taxista me sacaron de la embriaguez. Todo lucía tan alegre que yo también hubiera querido ser bendecida.

 

Envuelta en esa fiesta nacional empecé a buscar a ciegas al Prefecto: «están subiendo por Ullustus», «están bajando por Sopocachi». La fascinación de las tropas de sicuris me hacía perder sus huellas, debía detenerme en las esquinas para mascar coca, sabia enseñanza de mi amiga Justina.

 

Durante el viaje, al verme asfixiada y verde por el soroche, una mujer de amplias polleras, salvó la barrera idiomática y me invitó al rito de mascar coca pidiéndome que la imitara. Escogíamos las hojas más bonitas, les quitábamos el tallo, las acomodábamos en la boca hasta formar un bollo compacto al que le dábamos vueltas para humedecerlo; después lo íbamos oprimiendo de a pocos, haciendo que soltara su benéfica esencia. «Aculla, aculla, señora», decía Justina.

 

En medio de la muchedumbre de músicos y bailarines quería hablar con alguien, preguntar el origen de las danzas, los disfraces, pero la gente se mostraba desconfiada, o quizá era yo que con la mirada dura y el ceño fruncido no les permitía acercarse. Recién en la noche, cuando la cerveza inundaba las calles, los enormes diablos de resplandecientes capas me alcanzaron amistosos sus botellas. Yo las recibía tratando de sonreír, brindando a la manera costeña «contigo», ellos respondían: «salud». No sé en qué momento me dejé arrastrar en sus rondas, riendo con todos, abrazaba y besaba a osos, monos, diablos, llameros, tuntunas. Los quería a todos, todos eran mis hermanos, mis hermanas. Me sentía eufórica.

 

A las once de la noche boliviana, descubrí en una diablada al dueño de mi destino, perdido dentro de un enorme disfraz de oso blanco. El pequeño Prefecto, quitándose la careta, con los ojos achispados de cerveza y gesto risueño me devolvió la vida dándome una cita para asilarrne en su país.

 

En el momento en que estaban muriendo trescientos veinte presos en la isla El Frontón, un grupo de mujeres con flores y pancartas protestábamos frente al Comando Conjunto por la matanza de Aucayacu. Al empezar la marcha, ninguna contaba con llegar a interrumpir el tránsito en plena avenida Arequipa en un opaco día de junio.

 

Con mis posaderas en el asfalto y los soldados apuntándonos, pensé en todo menos en que ese acto sería el inicio de una sucesión de hechos que terminarían arrancándome de la tierra donde nací y donde esperaba morir. Huir del país a los veinte o treinta años hubiera resultado una aventura agridulce, pero a mi edad fue como pasar de un día esplendoroso a una noche de tormenta.

 

A la hora de estar arriando banderolas y pancartas coincidimos con María, una sindicalista despedida que vivía en mi ruta. Inmediatamente brotó una chispa amistosa, después me fue cautivando su entereza para afrontar la adversidad.

 

El día que me apresaron todo sucedió de improviso. Acababa de despedirme de María, después de ayudarla a subir en un mototaxi las cajas de leche Gloria que recogimos en una casa desconocida. «No te hagas la cojuda» gritó el policía, «no es leche, es propaganda terrorista». Ella me dijo que las había ido almacenando una por una y recién podía llevarlas al puestito que abrió en Canto Grande para poder subsistir. Apenas había avanzado media cuadra, cuando dos desconocidos me levantaron en vilo y me arrojaron al interior de un carro. En ese instante algo se rompió aquí adentro y nunca más ha vuelto a componerse.

 

Todo se detuvo cuando sentí que deslizaban una capucha mugrienta, babeada, sobre mi rostro. Como pez fuera del agua, me asfixiaba. Las lágrimas se quedaron orillando mis pupilas, sólo preguntas sin respuestas retumbaban en mi conciencia como sordas campanadas: dónde me llevan, qué me va a pasar, por qué, por qué…

 

Con las manos esposadas y la capucha en el rostro, costaba mucho trabajo comprender lo que el destino me estaba preparando. Me sacaron a rastras hasta un ascensor. Nunca sabré hasta qué piso subimos. En la penumbra de la habitación adiviné la presencia de otra persona con la que no podíamos comunicarnos. Además, qué nos hubiéramos dicho.

 

Esperando lo definitivo, como en una sucesión alterada de imágenes en blanco y negro, veía en mi mente a Cecilia enferma, la señora Carmen lavando ropa en casa, mi reunión de mujeres de las seis, la llamada de Juan a las ocho, mi hija en la Universidad, la gata con cinco crías. Voces de trueno me devolvieron a esa torcida realidad: «¡Cambia de disco carajo, confiesa!»

 

El cuerpo puede ser aprisionado, el alma nunca. Fue en esa habitación oscura y pestilente donde logré desdoblarme por primera vez. Sí, por unos segundos o tal vez por horas abandoné mi cuerpo. Lo dejé ahí delante de los policías. Volé a mi casa, a contar a los míos lo que estaba sucediendo. Encontré a mi marido durmiendo frente al televisor, lo desperté, hice que mirara su reloj, que se preocupara por mi ausencia. El no podía escucharme, pero sí hacerme caso: conseguí que llamara a mis amigas. No fue posible hacer más. Mi cuerpo, que en ese momento estaba siendo zarandeado con furia, me reclamó.

 

Las imágenes cambian y se mueven como piezas de caleidoscopio: la carceleta del Palacio de Justicia, infectada de olores nauseabundos; las pugnas para comprar agua, comida, papel higiénico. El derecho a un pedazo de suelo para tender un dunlopillo mal oliente. En ese espacio los silencios sólo rezuman dolor y rencor.

 

Por falta de pruebas salí de la cárcel «¡DE LA CRUZ BEATRIZ! ¡CON TODO Y COSAS … ! ¡AFUERA!». Llegamos a casa en caravana, sólo faltaban serpentinas para que pareciera un desfile alegórico. Después de ducharme fui a la cocina a preparar un buen almuerzo. «Descansa mami, nosotros cocinamos». Yo quería quemar energías, botar en sudor, ya no en lágrimas, todo el resentimiento acumulado. Prepararía un sancochado. Mientras en las ollas, carnes, papas, choclos, camotes, coles se resistían a consumirse, la conversación entreverada olía a yerbabuena y orégano, haciéndome sentir en armonía con mi universo.

 

En la casa-refugio de Bolivia, encontré dos grupos de mujeres con distintos planteamientos políticos. Yo no pertenecía a ninguno, y me dejaron en el centro: fácil blanco de sus hostilidades. «Mejor así: no me encariñaré con nadie», pensé.

 

Desde que llegué a esa habitación con lo poco que pude empacar en el atolondramiento de la fuga, dejé todo en la maleta, muy cerca de la puerta: fotos de mis hijos, mi falda y libros preferidos, la agenda, cepillo de dientes, toalla, camisón. Mi reloj marcando hora peruana, como el talismán que aseguraba el retorno.

 

Los días se iniciaban pronto, las palabras se congelaban en el aire, el sol quemaba, todo me era ajeno, caminaba siempre irritada y sin rumbo. En las noches, una pesadez de lápida sobre el pecho no me dejaba dormir.

 

Un domingo salí temprano a la Central Telefónica. Todo mi cuerpo flotaba en optimismo: regresaría a Lima. Las voces cantarinas de los míos vinieron corriendo hacia mi a través del hilo mágico. La alegría de esa conversación me alcanzó para varios días, pero no para esa noche del seis de agosto cuando apenas pude arrastrarme hasta una banca de la Plaza Murifio. Al sentarme percibí que no sólo era cansancio lo que sentía, era algo más. Todo empezó a apagarse a mi alrededor: gente, árboles, monumentos, piedras, faroles. El corazón, que había estado corriendo en estampida, se detuvo en seco. El pánico me invadió y tuve conciencia de que el miedo a la muerte es como la muerte misma. Poco a poco fui recuperándome mientras insensatamente pugnaban por salir de la memoria las letras de una canción lejana: «… qué lejos estoy del suelo donde he nacido, qué inmensa nostalgia invade … » Entonces todo mi ser se negó a morir en tierra extraña. Resolví retornar al Perú.

 

Al alba ya tenía mis pasos trazados hasta la frontera. Aprovechando el sueño pesado de las otras mujeres, me vestí con lo que necesitaba llevar: fotos, documentos, ropa, libros, maletín, agenda. Todo quedó cubierto con el faldón y la casaca. Murmurando que iba a misa, abandoné esa habitación donde sólo el desarraigo me había acompañado.

 

No tuve problemas para comprar los boletos y pasar los controles. Antes de cruzar la frontera, revisé de nuevo mi itinerario. El siguiente paso era encontrar en Kasani alguien que me condujera a Yunguyo.

 

Con la temeridad que da la desesperación, me acerqué a un grupo de mujeres sentadas en el suelo sobre sus mullidas polleras, rodeadas de bultos multicolores. Evitando dar detalles, les lancé a la cara:

 

-Me persiguen por gusto, necesito regresar donde mis hijos. ¡Ayúdenme!

 

Desde sus rostros cobrizos, enmarcados por envidiables trenzas, me miraron muy serias. Cuchichearon en aimará, discutieron, concertaron y mandaron buscar a don Paulino. Para no llamar la atención, me senté sobre una piedra. Desde el lago una brisa suave traía aromas de eucaliptos y cantutas que tranquilizaron mi espíritu. Don Paulino apareció arreando un burro.

 

Mis protectoras me introdujeron a una casucha, me quitaron todo lo que llevaba encima, me vistieron con una pollera de bayeta, muy humilde al lado de las que lucían ellas, un mantón negro y sombrerito de hongo. Con sus ganchos de pelo, hicieron milagros para disimular los mechones crespos y mal teñidos que se resistían a meterse debajo del sombrero. Mi breve equipaje fue envuelto en una manta descolorida que cargaron a mi espalda, entre risas y bromas que no comprendía. Antes, ataron un trapo rojo a mi cabeza y pintaron mis mejillas con pepas de ayrampo, tratando de simular un estado febril. Al fin, me ayudaron a trepar sobre el burro.

 

La emoción me cortó el discurso de agradecimiento. Sólo pude mostrarles gratitud con lágrimas y el deseo intenso de grabar a cincel en mi corazón cada uno de sus rostros, tan estoicos por fuera, tan llenos de amor por dentro.

 

Trepando la cordillera sorteamos el control fronterizo. Dueño de su hábitat, don Paulino señalaba abajo las oficinas de Migraciones: dos construcciones, dos banderas, dos Estados y una sola Nación, pensé. Parecía que también los policías nos miraban, tal vez con el mismo gesto burlón con que los observaba don Paulino.

 

Bordeando el pueblo de calles polvorientas y sin vegetación, ingresé por el lado del mirador. Caminaba etérea, cerrándome la casaca para evitar que se escucharan mis latidos atropellados. Encontré un hostal, cuyo letrero rezaba: «Miami Beach». Al ingresar, una melodía de la radio me invadió de felicidad: «… Todos vuelven a la tierra en que nacieron..» Interrumpiendo el vals, la voz del locutor anunció grave:

 

« Ayer en Lima fue detenida por la DINCOTE, la señora María Pérez, ex dirigenta del SUTEP, acusada de colaborar con la subversión… junto a ella también fueron detenidas … Se busca intensamente a la no-habida Beatriz De La Cruz».

El cuento olvidado

No quisiera haber sido nunca tu mujer. Malvado.

 

De dónde pues voy a sacar plata para llenar la barriga de estas guaguas, y hasta para ti, que seguro llegas ahorita pidiendo a gritos tu comida. Siempre te vas sin decir palabra y crees que los treinta soles que me dejas van a durar hasta fin de mes. Ya sé, ya sé, que la fábrica, que el sindicato, que tú no entiendes nada mujer. ¡Ay! Y este dolor de espalda que me va a matar. Claro, si yo sola tengo que cargar las latas de agua cada mañana, después correr a hacer la plaza prestándome del uno y del otro.

 

El lunes saliste como diablo, ni la cancha que tosté has llevado, tampoco tu chalina. Siempre te pones mal de la garganta de tanto hablar. En qué mala hora nos ha traído a Lima. Esto es un infierno, todo aquí son explosiones, rastrillajes, apresamientos. Y tú sin aparecer días de días. Malvado. Nunca te quedas en el lote para ayudarme, ¿o ya te habrás buscado una pintada potoapretado? Tiempo que no me tocas.

 

¡Tengo tantas cosas que contarte cuando regreses!

 

Anoche he soñado bien feo. Si estuvieras a mi lado no me asustaría tanto. Me vi parada frente al Palacio de Justicia, rodeada de tus compañeros: encorvados, sucios, con los zapatos despanzurrados. Todos cargando pancartas con un retrato muy descolorido. Cuando quise reconocer al de la foto, un grito se me atoró en la garganta. Eras tú, con un letrero que decía: “¡VIVO LO LLEVARON, VIVO LO QUEREMOS!”.

Días de Navidad

Apenas respiraba de emoción, no podía ni moverme cuando la mamá de la niña Romina me alcanzó el regalo: 

—Lucía, como mañana es navidad, quiero que te pongas este vestido, ¡a ver cómo te queda! —exclamó muy contenta.

Nunca había recibido un regalo tan bonito. Era un vestido azul con florecitas rojas y blancas y había que ponérselo con una blusa adentro; la niña le decía a su jamper, yamper, creo. Cuando la señora me lo entregó no sabía ni como agarrarlo, estaba con las manos sucias, apurada me las limpie en mi falda nomás.

Ella y su esposo eran bien buenitos conmigo. Yo bajaba todas las mañanas desde el cerro a su casa para hacerles algunos mandados, pero más que todo para jugar con sus hijos. De ese lugar me gustaba todo. A las cinco, la señora nos daba leche con galletas. Cuando mi mamá iba a lavar la ropa, también le daba comida para mis hermanos chicos.

Toda sudorosa, colorada, tropezándome, en la tarde subí hasta mi lote. Quería ver bien de cerquita mi vestido nuevo, tocarlo, acariciarlo, pero no me lo pondría todavía porque estaba cochina, mugrienta, sin lavarme. Más bien, mañana temprano sacaré un balde de agua del cilindro y me lavaré medio cuerpo. Así, bien limpiecita mañana me voy a ir a la fiesta que hacen en la urbanización por  la navidad para los niños todos los años. Será la fiesta más linda del mundo. Ahora sí, con mi vestido nuevo segurito que me dejarán entrar. Así pensando empecé a dar vueltas como una loca pantoca.

En mi casa no sabíamos esperar la llegada del niño Manuelito. Nos acostábamos temprano nomás. Cuando llegó mi mamá, como nunca, con un montón de paquetes, nos mostró todo lo le habían repartido en la Municipalidad: chocolate, leche, bizcochos, dulces, “Mañana por ser Navidad les voy a preparar un desayuno como Dios manda”, nos prometió.

Con la boca agüita pensando en las cosas ricas que comería al día siguiente y, más que todo, en la fiesta a la que iría con mi vestido azul con florcitas rojas y blancas me dormí riéndome solita.

Temprano me despertó el silencio de la casa, nada de gritos ni lloriqueos, estaba sola y todo el cuerpo empezó como a picarme. ¿Qué está pasando? ¿A dónde habrá ido mamá, tan temprano? ¿Y mis hermanos, se los habrá llevado ella? Me pregunté, pero no me importó mucho saberlo porque la alegría me ganaba: “¡Ya es Navidad!”, canté.

Volando fui a sacar agua del cilindro, limpié lo mejor que pude el levador desportillado que tenemos y con el jabón que usa mamá para la ropa, me froté bien los codos, el cuello, las orejas. “¡Esas orejas Lucía!”, me reñía siempre la profe. Sin poder estar quieta —mamá ya hubiera gritado: “¡qué te pasa! ¿seguro ya te han entrado piojos?” —, me fui a buscar el vestido azul con flores rojas y blancas y la blusa, pero me quedé patitiesa. ¡No estaba sobre el cajón donde lo había dejado en la noche, ni en ninguna otra parte! ¡Había desaparecido! Mi garganta empezó a secarse. “Segurito mi mamá lo ha escondido para que mis hermanos no lo ensucien”, quise animarme, pero sentí que empezaba a achicarme.

Todavía mi mamá se demoró un montón en volver y yo estaba ya comiéndome todas las uñas. Cuando llegó, enojada corrí a preguntarle que dónde había metido mí vestido lindo. Ella, toda contenta, como si no me estuviera escuchando, me miró abriendo bien grande sus ojos y riéndose igualito que una bruja, sacó un pedazo de carne de su bolsa y me soltó en plena cara:

—Mira, Lucía mira lo que tengo aquí. ¡Hoy día vamos a papear bien rico! Me pagaron diez soles por tu vestido.

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